jueves, 5 de abril de 2018

507: Sábado 10 de marzo de 2018 en el Cine de la Prensa



La rivalidad China-Japón hace ya casi un siglo que se resolvió a favor del país del Sol Naciente, al menos en lo que a la animación se refiere, que, aunque le pese a algunos exquisitos, es una de las aportaciones señeras del archipiélago a la cultura mundial, estatus que otros países asiáticos están empezando a quererle disputar. Lo que pasa es que una cosa es querer y otra muy diferente poder. El mal karma acumulado por el público de la Muestra el año pasado por burlarse de “Seoul Station” se tomó la revancha al inicio de la tarde del sábado gracias a “Have a nice day”, intento chino de usar la animación para dar un componente “pop” a un relato en clave “thriller”, tarantinesco en sus sueños más optimistas, sobre el difícil paso a la modernidad de una China profunda transformada por el capitalismo internetero y la moralidad del “sálvese quien pueda” de un continente que ya no cree ni en las religiones ni en las ideologías (como bien prueba la parodia de la iconografía comunista en una de las secuencias). Supongo que saldrá por ahí algún reseñador inteligente que elogiará a Liu Jian por ajustarse más a una estética realista, dibujar personajes con verdadero aspecto asiático y huir del narcotizador escapismo estético nipón, pero seamos realistas de verdad: los dibujos son fotogramas calcados, el movimiento convierte a la más limitada de las series televisivas en un dechado de dinamismo e incluso se incurre en argucias para evitar dibujar movimientos difíciles, como apagar la luz y mostrar a continuación a un personaje tumbado en el suelo sin sentido, escamoteando así la escena en la que es golpeado, o insertar cerca de tres minutos de metraje solarizado real  del mar para resolver una escena onírica. Habrá quien diga que Liu se hizo la película casi el solo y que hay que disculparle en aras de sus logros, pero eso también lo solía hacer Makoto Shinkai y había cierta diferencia. Cuando se sobrepasa el límite del minimalismo para internarse un poco en la cara dura, a uno le dan menos pena las chanzas del público, que se lo pasó en grande esperando los carteles negros con el número de capítulo, imitando el efecto sonoro que acompañaba el deslizar por la pantalla del dibujo de un coche en marcha o sacando punta a todo lo sacable. Un servidor en un principio encontró bueno que “A silent voice” no fuera a la Muestra, por no cuadrar temáticamente, pero al menos es una gran película, de lo cual “Have a nice day”, pese a sus aciertos ocasionales, no puede presumir.


A continuación tuvimos “The cured”, enésima aportación al cine de zombis infectados que nos trajo el ángulo irlandés, con una lectura histórica evidente desde los primeros minutos: la plaga es el nacionalismo terrorista, los antiguos enfermos, ya casi recuperados, son los antiguos terroristas que intentan reinsertarse, y los infectados rabiosos que aún son guardados y estudiados en laboratorios estatales son los presos por delitos de sangre. La película de David Freyne es interesante para los que se pregunten qué podría hacer Ken Loach con los tropos del fantástico, y tal vez un poco menos a los que adviertan desde el principio adónde se dirige el guión y no se sientan muy atrapados por la narrativa. A Ellen Page se le nota un poco que no sabe por qué está allí, y da un poco de penita ver tan avejentada en tan poco tiempo a Paula Malcomson, la Trixie de “Deadwood”, aquí haciendo de doctora que estudia a los infectados. Bien es verdad que le tengo un poco de manía a Irlanda desde que una profesora de la facultad puso a caldo un trabajo mío sobre el presidente Éamon de Valera, y desde que los chicos y chicas jóvenes vienen de los cursos de verano hablando como los duendes y gnomos de los dibujos animados, pero hubiese querido sacar de una película de hora y media, contada de manera pausada y morosa, algo más que la constatación de que un ataque de infectados en las calles irlandesas y las imágenes de archivo del “Bloody Sunday” tienen básicamente el mismo aspecto.



La sesión siguiente, con la rusa “Salyut 7”, tuvo la virtud de obligar a desdecirse a la considerable cantidad de espectadores que la tenían condenada de antemano como un pestiño de los países del Este. Curiosa la mala reputación de los pestiños: yo me comí alguno de pequeño y eran de hojaldre con miel, estaban buenos, y en cuanto a los países del Este, habría que definir primero el Este dentro de un mundo esférico y dentro de una Europa que ya solo tiene muros dentro de las cabezas de sus habitantes. La evidencia de que no sabemos prácticamente nada del cine comercial de la “gran Europa” es tozuda: estamos ahora mismo “descubriendo” el gran nivel técnico y expresivo al que rayan los húngaros, mientras que supongo que más de un espectador de la Muestra habrá visto por ahí los dos primeros minutos de “Solaris” y “Stalker” y pensará que sus impresiones son extrapolables a una cinematografía entera. La película de Klim Shipenko no es un alarde de autoría, reconstruye hechos históricos de la carrera espacial soviética que probablemente todos los ciudadanos de las ex-repúblicas socialistas con cierta edad recuerdan perfectamente (aunque no necesariamente los occidentales, lo que aporta un “bonus” inesperado de suspense al visionado), con una reconstrucción histórica y una selección de temas musicales que, imagino, serán una aportación de peso al “ochenterismo”, versión eslava, aunque a nosotros (con la excepción del osito Misha) poco o nada nos suene, una definición de personajes sencilla y eficaz que consigue que nos importe lo que les suceda o deje de suceder a esas personas, y una notable solvencia técnica que no puedo comparar con “Apolo XIII” al tratarse de una de esas películas que se las han arreglado para evitarme durante los últimos 23 años. Los planos de la Luna, invitaciones al aplauso, como bien saben los espectadores de la Muestra, muchos de los cuales saben el origen de la tradición por el que suscribe, fueron especialmente sublimes, por lo inusual de su perspectiva.


Luego tuvimos los cereales “Lion”, de los cuales este año me llevé cinco cajas, que me durarán más o menos hasta mayo o junio, y una de las joyas de este año, “How to talk to girls at parties”, que, a falta de ver la serie “American Gods”, supone el primer producto con implicación de Neil Gaiman capaz de despertar mi entusiasmo en mucho tiempo. Antes de ver la película de John Cameron Mitchell, releí el cuento original y más o menos pensé lo mismo que al leerlo por vez primera: es un esbozo interesante, con los típicos tropos de su autor (estrellas vivientes, personificaciones de lenguajes e ideas, extrañeza cósmica filtrada desde un punto de vista normal y cotidiano, calculadamente “british”, tímido y majete), jugando con una idea (las chicas son en esencia alienígenas) que todo adolescente, y no tan adolescente, ha tenido alguna vez en su vida, pero en definitiva de poco peso, fácil de leer y fácil de olvidar (como la mayor parte de la literatura de su autor, y mira que me duele decir esto porque adoro “Sandman” sin reservas y la defiendo a capa y espada contra todos los que la consideran una serie sobrevalorada, pero tener que pasar más de tres semanas con “El océano al final del camino”, que en teoría está pensada para que te dure una tarde, no me pareció ni medio normal). La película de Mitchell toma todo el aspecto juguetón de la propuesta, desarrollando todos los gérmenes de ideas presentes en el relato, y se las arregla para funcionar a muchos niveles. Como reconstrucción histórica del ambiente punk en 1977, se las arregla para enganchar y divertir incluso a personas como el que suscribe, que adoran el rock progresivo e incluso el yacht rock y desprecian la revolución de los imperdibles por cargarse la noción de calidad artística en la música popular moderna en nombre de una rebeldía en la que no es que no crea al borde de los 50, es que nunca he creído en ella: como buen estudiante, respetuoso con las normas y amante de la cultura oficial y reaccionaria, yo era tan enemigo para los punkis como el clero o la policía. Pero aquí me resulta imposible no sonreír viendo a Nicole Kidman disfrazada de mentora del movimiento, como también encuentro imposible no sentir simpatía por Elle Fanning como “inocente en el extranjero”, emisaria alienígena, parte de una cultura opresora destinada a fagocitarla y que encuentra en los rebeldes terrícolas inspiración para iniciar un camino alternativo. La extravagancia de la plasmación visual, uno de los puntos fuertes de la película, trae a la memoria a muchos de los maestros del delirio, no tanto el cine asociado a Warhol, que era casi siempre muy austero, como el “Ciclo de la Linterna Mágica” de Kenneth Anger, o incluso el bueno de Ken Russell, presente en la especie de videoclip visionario que cantan a dúo los dos protagonistas, pero no crean al leer esto que el aspecto experimental lleva a perder de vista una historia que ante todo es dicertida y llena de valores positivos sobre la aceptación y defensa de la propia diferencia. Incluso la decisión de hacer sexualmente explícita la razón por la que el punki macho alfa y ligón abandona llorando, según Gaiman, la fiesta de las chicas estelares, me parece acertada, valiente y planteada de un modo que, creo, no ofenderá a casi nadie, lo cual me parece todo un valor en un momento en el que valoro menos que antaño la provocación por la provocación. 


El fin de fiesta, con “Victor Crowley”, colofón por el momento de la saga “Hatchet”, nos devolvió al mundillo del splatter cómico, lleno de un mal gusto deliberado y a ratos ingenioso, con algunos de los personajes de la saga regresando a los pantanos de Louisiana y el vengador de ultratumba regresando a sus masacres gracias a que, entre todos los “youtubers” que intentan recitar el conjuro de su resurrección, siempre va a haber alguno que lo pronuncie de manera correcta. Ejemplo de que a los 43 años, si se es cineasta, se puede prolongar sin problemas una adolescencia gamberra, el director Adam Green, quizá dentro del espíritu de los tiempos, incluye menos desnudos femeninos que en otros títulos de la saga (y, en un alarde de malicia que lo honra, contrapunta la escena en que una exuberante chica exhibe sus pechos para que se los firme el superviviente célebre de los crímenes de Crowley con otra en que un seguidor masculino, gordo y calvo, hace lo mismo con su pene) y supongo que da a los seguidores de este subgénero todos los chistes sin complejos, despanzurramientos creativos, menudillos desparramados, y litros de sangre salpicando la platea que están esperando, plasmándolo todo con ritmo y eficacia. No es del todo mi taza de té, como dicen los ingleses, pero tiene sus momentos. Me dio pena que muriera la aspirante a directora de terror que quería rodar con el superviviente en los escenarios reales, me resultaba un personaje simpático. Yo creo que ese es parte de mi problema con el splatter, que se fundamenta en una misantropía sublimada y yo voy un poco en dirección contraria, en busca de personas que me caigan bien.

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