En realidad, debería estar intentando terminar un relato de “mala ciencia ficción” (es decir, científicamente descabellado, con pobre lógica interna y tratando sobre todo temas personales), que supone mi primera obra de ficción en casi 20 años y que ha surgido como consecuencia de una serie de cambios y decisiones personales que me tienen ilusionado y aterrado a partes iguales. Esto puede parecer una introducción que no viene a cuento, pero no es así, dado que uno de mis temas recurrentes en las crónicas de la Muestra Syfy es el inmovilismo personal de un hombre ya maduro que ha caído por defecto en la etiqueta “friki” porque no hay muchos más huecos para él, y su uso del frikismo como una pantalla que escamotea la realidad, en lugar de lo que debería ser, es decir, una herramienta de transformación. Y de todas maneras hay que reivindicar ese arte de la digresión, tan típico del obsoleto bloguear y ya vedado a otros formatos de comunicación social en las redes.
Lo cierto es que cuando comenzó la Muestra 2018 no
pensaba que llegaría a intentar demostrar mi existencia en un plano personal a
alguien, con lo cual estos recuerdos de hace apenas un mes podrían verse como
una evocación de tiempos más despreocupados y felices. El tipo del abrigo largo
y el sombrero, que se siente liberado al unirse a la turba de espectadores
“mandangueros” que jalea, comenta y aplaude las películas, cuando de ordinario es
el más “bon enfant” de los cinéfilos de sala (hasta el punto de ver a Netflix
como una especie de Anticristo por hurtar a la pantalla grande títulos como
“Aniquilación”), este personaje parece empezar a sentir la amenaza del
anonimato, de llegar a una determinada edad sin haber dejado huella alguna
entre sus semejantes a pesar de que sus inicios infantiles como lector a los
tres años de edad y compositor precoz de canciones sobre bombonas de butano
parecían predestinarlo a lo más alto. La búsqueda del ser lo que se es no puede
limitarse a tres días al año, pero entre el “cosplay” y la revelación a otra
persona, sin disfraces, de lo que uno tiene dentro, media una distancia,
digamos, perturbadora.
Pero, bueno, dejando los temas de fondo en el fondo, que
es su lugar, vayamos al Cine de la Prensa y dejemos en paz el sur de Francia.
Siento decir, en primer lugar, que no puedo unirme al linchamiento colectivo a
“Un pliegue en el tiempo”, por la sencilla razón de que no asistí a su
preestreno, que inauguraba la Muestra. Mi regla de no ver películas dobladas en
sala si puedo evitarlo (y, siendo más concreto, de no ver películas dobladas en
las que intervengan personajes infantiles) me robó, no obstante, una ocasión de
oro para llevar la contraria a todo el mundo. Me da que una película de
fantasía de la Disney supone blanco fácil para un público “millenial” con pose
cínica y esa tendencia a la crítica destructiva que la mente-colmena de la red
favorece y nutre. Poder defender esa película habría sido una estupenda terapia
de auto-afirmación, un ensayo general de enfrentamiento a las inevitables
críticas sarcásticas y negativas que surgirán en caso de que me anime a exponer
mis locas creaciones a las masas. Masas que a veces se equivocan: revisé en
casa “John Carter” y me llegó casi a gustar. Masas que a veces no se equivocan:
con “Oz” de Raimi el pulgar aún señala hacia abajo.
Cambiando de lo que pudo haber sido a lo que fue, me
siento satisfecho de haber aguantado el tipo bastante bien este año en todas
las sesiones de sobremesa, aunque lo tuve que pagar perdiendo el hilo en todas
las de madrugada. “As boas maneiras” trajo un Brasil distinto, sin favelas ni
narcotráfico, con un folklorismo ajeno a las contorsiones del carnaval de Río
(empezando porque no es una película carioca, sino paulista), ensamblando como
puede lo que son en esencia dos películas distintas, una sobre la relación
lésbica entre una blanca rica y una negra pobre, y otra sobre la crianza
problemática del niño de la primera, un licantropito hijo de un sacerdote
llamado Jorge Mario que crece con normalidad (salvando detalles nimios como ser
encadenado en las noches de luna llena) hasta que a alguien se le ocurre
hacerle probar la carne. Una película, como diría mi viejo conocido Pedro
Calleja, “lenta y viciosa” (los abrazos en plano corto de las dos protagonistas
son particularmente tórridos), con unos momentos musicales que paran la acción
para recrearse en los sentimientos y que me hacen pensar un poco en Almodóvar,
un lobito en CGI de lo más “kawaii” que desmiente un poco los supuestos mimbres
terroríficos de la historia, y un elogio de la diferencia al que se quiere
hacer funcionar en muchos contextos pero que habría funcionado mejor si los
guionistas hubiesen trabajado más con mentalidad de montadores.
“A day”, blockbuster coreano firmado por uno de estos
directores cuyos nombres, formados por palabras cortas y sencillas, me resultan
dificilísimos de retener (lo cual no me pasa con los japoneses: me aprendo a la
primera nombres como “Hiromasa Yonebayashi”, pero algo como “Cho Sun-Ho” me
derrota) , es prueba fehaciente de que, le pese lo que le pese a los listos, la
combinatoria del cine comercial no está agotada. El subgénero de “el Día de la
Marmota”, consagrado en el mainstream por la homónima, en inglés, “Atrapado en
el tiempo”, con Bill Murray, puede arrojar aún más variantes curiosas. No solo
se trata de una oportunidad de cambiar lo que sucede para que se anule el bucle
y la vida pueda seguir, como en “Al filo del mañana” con Cruise (que además
añadía al estofado una guerra con alienígenas), sino que tenemos a más de un
condenado del tiempo buscando lograr a la vez sus fines en conflicto con los otros. “Cahiers
du cinéma” despreciará todo lo que le dé la gana la filmografía comercial de la
Corea “libre”, pero ese oficio eficaz, esos giros que no se ven venir del todo,
esa visceralidad para la que en Occidente parece que faltan arrestos (en
Oriente parece que una demostración de emociones fuertes y que salte la sangre
tienen que ir tomados de la mano), incluso esa coda final con sentimientos
dulces a flor de piel y que tanto ofende la zeitgeist de los veinteañeros y
treintañeros guays de hoy, son todo puntos a favor del cine asiático visto como
el Hollywood de un universo alternativo, pero que está en este.
Me sorprende bastante la cantidad de comentarios
negativos dedicados a “Downrange” de Ryuhei Kitamura, que sin embargo es el
tipo de película que justifica una muestra fílmica como la que nos ocupa. Una
serie B, con todo lo que ello conlleva (estoy seguro que si en una película como esta se les ocurriera
a los cineastas llamar a Anthony Hopkins y Emma Thompson y ponerles desarrollos
de personajes al estilo de “Lo que queda del día”, los que le reprochan a
“Downrange” sus personajes cutres y sus actores tirando a malos serían los
primeros en quejarse), efectiva a la hora de graduar la tensión entre un
momento de violencia burra y otro y capaz de sacar lo máximo de los elementos
más mínimos (no olvidemos que hablamos básicamente de una carretera, un coche,
cinco o seis actores y un árbol), no merece el vitriolo que se ha rociado sobre
ella, a no ser que ese vitriolo sea el sustituto homeopático de la emotividad
progresivamente perdida en las relaciones personales. Toda vez, encima, que el
visionado fue de los más festivos del evento, gracias a ese icono de la Muestra
que es desde ya Todd Acosta, personaje de la película cuyo involuntario significado en
español llevó a que se coreara su nombre a cada ocasión en que intentaba burlar
la vigilancia del sádico francotirador, por ejemplo buscando cobertura para su
móvil gracias a su “palo selfie”. Ejemplo de un cine que toma todo su
significado en un visionado colectivo, “Downrange” hace pensar en la triste era
de Netflix que nos espera, cuando las películas van dejando de llegar con los
filtros de antaño y cuando la sabihondez de espectadores sin nada que perder
amenaza con sustituir al viejo “comité de expertos” que solía filtrar y
recomendar lo que valía la pena, de manera muchas veces manipulativa e interesada, lo sé, pero con unos criterios editoriales ajenos al desfogue emocional que, ya
dije, parece ser gran parte del combustible que hace arder las redes. “Downrange”, si se estrenara en Netlflix, sería vapuleada por doquier, pero en su pase festivalero
me lo pasé teta, como se suele decir en claro arrebato de añoranza materna.
Mucho peor para mi gusto fue, pese a las expectativas
creadas por la anterior obra del guionista y director S. Craig Zahler, “Bone
Tomahawk”, el drama de acción carcelaria “Brawl in Cell Block 99”, que trata de
repetir rasgos de la anterior como la narración cocinada a fuego lento, la
llegada, paulatina, pero a la postre explosiva, de una violencia dura y poco
complaciente, y la inevitabilidad fatalista del enfrentamiento con la muerte.
Los puntos interesantes no faltan: sacar de su contexto cómico a un actor como
Vince Vaughn, dejar claro desde el principio su potencial para la furia en la
escena en que, habiendo sido despedido de su trabajo y engañado por su esposa,
a quien se niega a poner la mano encima, destroza un coche con sus propias
manos; adoptar un tono de serie B oscura, como un Carpenter más trágico, y a la
vez huir de muchos de los tópicos del cine de prisiones, y enfocarlo todo como
una especie de viaje a los infiernos, suena muy bien sobre el papel, pero a un
servidor le pareció que la peripecia era demasiado breve para la dilatación
narrativa que se aplicaba. Concedo que se comunica mejor la sensación de
encierro y pérdida de libertad con un largo plano fijo en el que el protagonista
está tumbado sin hacer nada que con un ágil montaje compaginando variadas
acciones, pero supongo que es necesario entrar más en la propuesta de lo que yo
hice. Las peleas cuerpo a cuerpo son de una violencia dura y brutal, pero el
efecto de choque se atenúa a la tercera o cuarta vez que aparecen y se emplean
idénticas coreografías y efectos gore. Este presunto hiperrealismo contrasta
con la trama, que mejor será no analizar con rigurosa mala leche, en la que
Vaughn es obligado a usar la brutalidad por Udo Kier, que tiene en sus manos a
su esposa embarazada y a un “abortista coreano” capaz de hacer cosas muy feas
al bebé “in utero” (este año, ya vimos como tres veces en la tarde del viernes,
fue la Muestra de los embarazos chungos). A mí no me casa muy bien esa
desmadrada línea argumental con la gravedad que se nos vende, como también me
cuesta empatizar con un personaje que es básicamente un pedazo de carne
inexpresivo, un intento de nueva encarnación del clásico “strong, silent type”
que empezaron a barrer de las pantallas en los 70 judíos bajitos y parlanchines
como Woody Allen o Dustin Hoffman. Si de lo que se trata es de hacer “Libertad
para morir”, con van Damme, pero tomada en serio, en plan sangriento y con un
sentimiento trágico de la vida, quizá prefiera ver “Libertad para morir”. Pero
me consta que hay a quienes la peli de Craig Zahler sí les ha convencido.
La sesión golfa, “Mayhem”, dirigida por un tal Joe
Lynch, me recordó bastante a “Bloodsucking bastards”, en el sentido de que usa
el gore, en aquel caso vertiente vampírica y en este de infectados rabiosos,
para ajustar cuentas con un ambiente de trabajo percibido como alienante y
lleno de falsedades, haciendo pensar en a qué se dedicaron en el pasado (o en
el presente) los autores de los guiones, y, por desgracia, dejando una similar
impresión de chistes ya un poco gastados. Se deberá a esa supuesta falta de
sentido del humor que advirtió en mí una bilbaína, pero lo cierto es que
raramente considero el gore gracioso, lo respeto como recurso pero yo lo veo
como una herramienta para conseguir mediante el desagrado lo que la belleza no
es capaz de hacer. Que sí, que está bien desfogar la animosidad inevitable que
despiertan compañeros trepas, jefes manipuladores, ladrones del mérito ajeno y
demás fauna de la empresa pública y privada, pero para dejarme arrastrar por
una presunta gamberrada que no deja títere con cabeza preferiría que fuera más
virtuosa en lo formal o en lo narrativo. Aunque supongo que la película
cumplirá su cometido si no has visto muchas del mismo tipo. El abogado
protagonista, un “asiático-americano” llamado “Derek Cho” probó que, tras “Todd
Acosta”, el viernes fue el día de los nombres de personajes chistosos con juego
de palabras incorporado. Solo faltaron el vaquero “Johnny Melavo” y el
camorrista “Armando Guerra Segura”.
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