domingo, 14 de octubre de 2007
Flashback: Mi juventud gótica
Mis padres me dicen que no pase tanto rato en el cementerio. Sin duda preferirían que lo pasara con ellos, encadenados frente a la caja de torturas mientras el execrable Ricky Ricardo, su cantante favorito, se lamenta en empalagoso estéreo de que su amor le dejó, y que la flor se marchitó, y otras bobadas de similar percal.
Qué sabra ese imbécil de la verdadera poesía, esa que duerme fría en el blanco de la lápida, color sublime imitado por mi faz a base de evitar el sol y aplicarme con celo monacal polvos de talco y otros marmóreos afeites. Qué sabrán los infinitamente mediocres autores de esas canciones sobre el verdadero amor, el opio embriagador y pernicioso que comienza corroyéndote el corazón y de ahí va extendiendo su genocida imperio hasta disolver tus músculos, tus huesos y tu mente en un charco irisado que tan sólo refleja los portales ebúrneos del paraíso.
Qué pobre idea tendrá ese figurín de feria agrícola, hecho al abrazo fácil, fugaz e incómodo de las vírgenes fáciles de bambalinas, resbaladizas de perfumado sudor y deseo histérico, sobre las delicias oscuras cual cripta familiar que promete mi amada apenas despegando sus párpados cerrados por el sueño o por briznas fugitivas del sudario, o peinando sus díscolos bucles negros de un único gesto de su mano casi azul, sus uñas purpúreas largas y curvas como pestañas postizas.
Cómo voy a dejar de venir al cementerio, de caminar al crepúsculo, con mi fanal y mi linterna si no hay luna llena, los tres kilómetros de camino agreste y bordeado de fábricas abandonadas que llevan de nuestra ciudad estrecha y olvidada hasta la antesala del cosmos infinito, el patio donde los hijos de los dioses meriendan y juegan a la pelota con los cráneos de los mortales.
Cómo voy a mostrar de un modo más conspicuo y retador mi desprecio por las falacias de una vida vendida en envases de plástico no retornables a otras personas que no visten de negro y nunca han mirado las estrellas el tiempo suficiente para temblar ante la Gran Bestia Celestial cuyo contorno ellas dibujan temblorosas, como deseando apagarse.
¿Acaso abandonaré sumiso mi atalaya privilegiada, mi puesto marcial de vigilancia, el lecho duro y gélido donde por tanto mi sensibilidad intoxicada no dormirá, a Satán gracias, a gusto? ¿Consentiré tal vez dejar sin compañía a la dulce jovencita arrancada de toda esperanza de placer a los dieciséis años, mientras allá abajo las larvas se disputan su carne y aquí arriba yo siento chirriar el eje del mundo?
¿Cerraré tras de mí los portones del mausoleo familiar, desdeñaré por tanto los peligros líricos de la noche en ese camposanto vedado a mi carcasa, pero hogar cotidiano y jardín de recreo de aquella cuya mano enjoyada observo apartar la losa a diario, y por cuya palidez eterna suspiro sin aliento?
¿Osaré en algún arrebato heroico seguirla y así verificar de dónde viene cada amanecer, risueña, cerúlea e incitante en paso y gesto, ataviada de un modo diverso y si cabe más suntuoso en su retorno que al salir? ¿Surgiré de mis penumbras fúnebres y la interpelaré sobre la locura con que me ha infectado desde que la vi saltar desde la verja, cazar al vuelo un ave nocturna con los dientes y alejarse desplumándolo mientras cantaba una canción popular en una lengua desconocida?
No, mis padres no prevalecerán sobre mi fiebre, sus amenazas no cosecharán en mí más que una renovada persistencia en desoir sus consejos. Nada lograrán sus chantajes, sus correveidiles a sueldo a quienes encomendarán trazar un mapa de mi vida íntima, encerrarla en una jaula de paralelos y meridianos invisibles imposibles de abandonar una vez dentro, cuando la llamada del abismo deja de llegar a tus oídos ensordecidos por fórmulas químicas y proclamas patrióticas.
Sí, viviré como una bestia, cazaré en el monte bajo junto a la tapia del cementerio, me alimentaré en el bosque oscuro, calentando y ensuciando mis labios con la sangre de su vida salvaje, me recostaré al alba en una madriguera excavada con mis manos y vibraré con sueños de agitación exaltada hasta que el canto de la lechuza me ponga en pie, desnudo y temible, y me guíe hacia mi lúgubre escondrijo, el lugar de la indecisión en el cual cada noche decidiré lo conveniente o inconveniente de descubrirme ante mi amada, demandarle su secreto, y, así, volatilizar en el fresco aire nocturno tantos meses de misterio y de poesía.
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2 comentarios:
Empieza usted a inquietarme, Abuelo Igor.
Un 'post' magnífico realmente.
¡Un saludo!
Muchas gracias, Jaime, aunque le transmitiré su elogio a mi otro yo de veintipocos años , que fue quien lo escribió. Era un texto que tenía olvidadísimo, y me ha hecho gracia recuperarlo.
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