martes, 10 de marzo de 2009

Por qué me gustan las sonatas para clavecín de Domenico Scarlatti


Contra la música clásica suelen esgrimirse argumentos bastante poco meritorios. Uno de los más socorridos es que sus seguidores lo son en gran parte para distinguirse de la plebe mediante lo intelectual y exquisito de sus gustos. Yendo al grano, que un melómano es básicamente uno que se la coge con papel de fumar. Pero entonces entra en escena un servidor reivindicando a Scarlatti y ya la hemos liado.

De ordinario, el barroco musical me causa bastante indiferencia. Me dan igual la perfección inalcanzable de Bach o la serie completa de los conciertos de Vivaldi, todos iguales al injusto decir de mi tocayo Stravinsky. Pero Scarlatti me cae bien. Podría ser hipócrita y esgrimir gafapastadas como que su presencia en la corte madrileña le hizo fusionar los procedimientos cultos de la época con las esencias populares del flamenco, o que su espíritu latino, conciso y bailable lo separa tanto de los brumosos monumentos contrapuntísticos de los alemanes como del refinamiento distante de los franceses.

Pero, si he de decir la verdad, aprecio a Scarlatti porque una de sus piezas fue escogida por Walerian Borowczyk como fondo musical para la secuencia culminante de su película “La bestia”.

Como todo buen friki del euroerotismo setentero sabrá, “La bestia” es una comedia negra y claustrofóbica que pone en solfa la represión sexual por parte de la iglesia y la moral burguesa, al estilo Buñuel pero con mayor desfachatez y menos chistes de curas. En realidad, toda la película está construida en torno a un episodio que Borowczyk había descartado de su peli anterior, “Cuentos inmorales”, y que aparece aquí como un sueño de la protagonista.

Y entonces comienza a sonar el clavecín de Scarlatti, como acompañamiento de una peculiar persecución, la de una especie de hombre oso, con una caracterización digna de la serie B más casposa, que se afana por alcanzar a una guapa moza vestida a la usanza del siglo XVIII, pero que, vaya por Dios, va perdiendo piezas de su atuendo a medida que éstas se enganchan en los árboles del bosque. Cuando por fin el monstruo la alcanza, la lleva contra una gran piedra y la somete a una intensa sesión de lo que Alex de Large solía llamar “The old in-out, in-out”. El caso es que la expresión facial de la chica deja bien claro su enorme disfrute de la experiencia y pronto es ella quien toma las riendas de la situación, masturbando el obviamente falso pene de la criatura con los pies y entregándose tanto a la tarea que el pobre bicho muere de placer.

Si, por asociación con tan edificante escena, no os convertís de inmediato en seguidores del bueno de Domenico y sus sonatas, es que carecéis de la más básica cultura musical.

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