jueves, 13 de agosto de 2009
Miedo y aborrecimiento en Las Vegas
Si hay una película controvertida en la carrera de Terry Gilliam (al menos hasta la llegada de “Tideland”) esa es “Miedo y asco en Las Vegas”. Tras los buenos resultados en taquilla de “Doce monos”, a nuestro cineasta se le activa el gen de salirse por peteneras y, fiel a su perversidad en el sentido de Edgar Allan Poe, entrega al mismo estudio, Universal, como presunta confirmación de su fiabilidad, la que probablemente sea su película menos comercial, la más radical y con menos opciones para ganarse a un público no predispuesto.
El reportaje de Hunter S. Thompson, “Fear and loathing in Las Vegas”, ácida crónica de los días que pasó este periodista en la capital del juego mientras trataba de cubrir un par de acontecimientos bajo los efectos de todo tipo de drogas, iba a ser adaptado en un principio por Alex Cox, cineasta a quien sí le cuadra esa aureola de maldito que algunos le quieren colgar a Gilliam, pero el proyecto salió de sus manos y terminó en las de nuestro protagonista. Posiblemente Cox habría firmado una versión más ortodoxa, más del gusto de los paladares indies, más cartesiana visualmente y más centrada en sus ingredientes sociopolíticos. Gilliam, en cambio, la vio como una oportunidad de oro para ser más histriónico que nunca.
¿Un enfoque es más correcto que otro? Me da que no. El interés de Gilliam en sus dos películas anteriores por mostrar estados alterados de la conciencia encontraba un vehículo ideal en las peripecias de Raoul Duke y el doctor Gonzo, que, si iban a ser contadas en su estilo radicalmente subjetivo, debían filtrarse a través de un prisma psicotrópico, con profusión de extraños ángulos de cámara, iluminación no realista, caos escenográfico e interpretaciones desmadradas. Todo esto lo sabe hacer muy bien Gilliam, y además, dado su perfeccionamiento en el oficio, lo sabe hacer por poco dinero.
La premisa fundamental tiene mala leche: Las Vegas, como epítome del sueño consumista americano, parece ya una alucinación psicodélica. Para los dos protagonistas, atiborrados de sustancias prohibidas, esto puede ya tomar visos de verdadera pesadilla, aunque tal vez su horror ante lo que ven tenga mucho del in vino veritas de los latinos; sólo bajo los efectos de las drogas se da uno cuenta realmente del mal gusto encarnado en todo aquello, de lo absurdo y ridículo de las multitudes entregadas al juego y a un show business caduco y hortera, mientras, en algún lugar del mundo, prosiguen guerras de exterminio. El usuario de drogas, proscrito o no por la sociedad, no es sino otro tipo de consumidor, ni mejor ni peor que otro, haciendo marchar el motor de la economía exactamente igual que los demás, y, si su afición le despierta la bestia salvaje que lleva en su interior, sólo está manifestando de un modo sincero ese lado oscuro que los demás ocultan o subliman en forma de políticas exteriores filantrópicas y defensoras de la democracia.
Lo que pasa es que los detractores de la peli pueden argumentar que todo esto se dice ya en los primeros 15 minutos y que el resto son sólo reiteraciones, que no existe un progreso narrativo. Es obvio que todos aquellos lectores de los libros de Syd Field o Robert McKee no hallarán ni rastro de estructura en tres actos, de motores que hagan avanzar la trama ni nada por el estilo. Lo cual me recuerda una conversación que tuve no hace mucho sobre películas de Al Pacino, donde, a mi mención de uno de sus primeros papeles, “Pánico en Needle Park”, se me contestó que se trataba de una película aburridísima. Pensando en que esta peli de Jerry Schatzberg trataba de reflejar al estilo vérité el día a día de los yonquis, yo me dije: ¿qué tiene de entretenida, vista desde fuera, la vida de un heroinómano? Sobrevivir, buscar otra dosis, metérsela por la vena, y vuelta al círculo. Reflejar esto de un modo honesto es plasmar ese círculo obsesivo que no acaba nunca. Para las personas caídas en ese mundo, no existe esa estructura lineal de acontecimientos con forma de historia (y, si somos sinceros, para el resto de personas tampoco, e incluso creo a veces que las expectativas de vivir “un argumento” son uno de los principales motores de infidelidad entre nosotros). Novelar, o rodar, este tipo de vida, con pretensiones de dar una idea fidedigna de lo que sienten quienes la experimentan, exige salirse de los esquemas clásicos de la poética. Lo demás sería como meter conceptos de psicología freudiana en personajes del siglo XVI (aunque bueno, si Delibes lo hizo en “El hereje”...)
Este anárquico remolino de enajenación mental, destrucción hotelera (dando pie a espectaculares demostraciones de dirección artística sórdida), humanidad grotesca y atrocidades insinuadas cuya realidad nunca es confirmada por la narración nada fiable de los hechos, es también, y no es casualidad, la película más americana de Gilliam, la única capaz de incluir en su reparto a Harry Dean Stanton, Gary Busey, Ellen Barkin, Tobey “Spider-Man” Maguire o Cameron Diaz. Incluso los dos protagonistas, hoy por hoy grandes estrellas, van más lejos de lo que podría esperarse de un actor de Hollywood. Johnny Depp con calvorota y Benicio del Toro con panza retoman el testigo pythoniano, pero dándole una modulación más incómoda, haciendo de su histrionismo, de su ironía salvaje, algo casi más perturbador que divertido, tanto más que su espiral de autodestrucción huye de autocompasiones y tormentos morales (vamos, que esto no es “Leaving Las Vegas”) y se confunde con facilidad entre los miles de personas que están allí también para divertirse de maneras que para el público en general son menos destructivas, aunque tal vez no lo sean. Sólo el monólogo final de Depp busca dejar clara, para quienes no hayan sabido captarla, la perspectiva moral de las personas que han preferido destruirse en un mundo de por sí destructivo.
Claro que muchos espectadores no son capaces de llegar al final. No puedo decir que “Miedo y asco en Las Vegas” esté entre mis títulos preferidos de Terry, pero, cuando una película provoca en una sala de cine, durante su proyección, el número de desfiles hacia la salida que provocó esta, mi instinto me dice que algo tiene que tener. Porque en cosas como “Transformers” no hay deserciones. Si tomas la decisión de levantarte e irte del cine, es porque la película te ha hecho pensar en algo con lo que no te quieres enfrentar. Para ser buen espectador, tienes que ser un valiente, un sacrificado, un masoquista. Porque si no sabes nada del dolor, serás incapaz de reconocer el placer cuando te lo encuentres por casualidad...
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