miércoles, 12 de agosto de 2009
El Ejército de los Doce Monos
Quizá por mi amor de toda una vida a Monty Python, siempre sentí un apego especial hacia la primera etapa de la filmografía de Terry Gilliam, desde “Los caballeros de la mesa cuadrada” hasta “Munchausen”, por su manera de elaborar, refinar y desarrollar los componentes puramente fantásticos de la obra del grupo, que en la serie debían resolverse bastante deprisa a base de los decorados o vestuarios disponibles y con un trabajo de cámara bastante básico. Gilliam, en cambio, como demuestra una comparación entre “Los caballeros” y “Brian”, esta última firmada en solitario por el más pragmático Terry Jones, sabe perfectamente cómo dar un empaque visual convincente a los más delirantes vuelos imaginativos, y no sólo eso, sino también hacer sátira, horror, romanticismo o drama con sólo una posición de cámara, un objetivo, un decorado o una composición de plano.
Lo cual no quita para que la primera etapa de su obra esté muy anclada aún en Python, sea por la presencia más o menos testimonial de miembros del grupo (Palin, Jones, Cleese o Idle), por la traslación, en ocasiones poco afortunada, de los esquemas pythonianos de construcción de escenas, o por la inmersión en todo un estilo interpretativo de comedia inglesa del que Python fue un eslabón más. Los actores secundarios de “Jabberwocky” no eran miembros de Python pero bien podrían haberlo sido.
Por eso el salto al otro lado del charco fue todo un choque, sobre todo porque a partir de ese momento Gilliam demostró una vez tras otra su capacidad de crecimiento y reinvención, adaptándose más al material ajeno que le servía de base y abandonando poco a poco esa base pythoniana que le sirvió de apoyo en sus inicios. Aunque la pregunta es si la abandonó del todo. Esa exuberancia caótica nunca deja de estar ahí, a veces para bien, a veces para mal, e, incluso en una faceta tan subvalorada de su trabajo como es la dirección de actores, Gilliam siente la necesidad de convertir en miembros honorarios de Monty Python a los actores más insospechados.
Si nos fijamos por ejemplo en el Brad Pitt de “Doce monos”, veremos una de esas composiciones actorales tan típicas de Michael Palin o Eric Idle: esos velocísimos diálogos, esa mímica incontrolable. Siguiendo la tradición shakespeariana, este tipo de figuras grotescas suelen ser empleadas como portavoces ocultos de la verdad, y su presunta sobreactuación siempre tiene un trasfondo oscuro que no podría comunicarse a base de economía expresiva. Pero una de las características más apasionantes de la película es ver cerca de Pitt a una estrella tan carismática de los 90 como Bruce Willis y darse cuenta de lo buen actor que puede ser en manos de un director que sabe convencerlo de sacar sus registros ocultos. Willis es aquí todo desconcierto y vulnerabilidad, y sus muestras de poderío físico son sólo ladridos de un perro asustado que no sabe si luchar o huir con el rabo entre piernas.
Una faceta inesperada entre las muchas que tiene la película: “Doce monos” pilló por sorpresa a casi todo el mundo con su complejidad narrativa, su tono oscuro y su profusión de elementos en apariencia contradictorios que sólo se ensamblan bien al cabo de múltiples visionados. Es uno de esos casos de manual en los que una película “difícil” se cuela en las carteleras del cine comercial a base del carisma en pantalla de grandes estrellas consagradas (Willis y la entonces muy en boga Madeleine Stowe) y de nuevos nombres populares en busca de reafirmación (Pitt buscaba convencer de que era más que un buen cuerpo para rellenar unos vaqueros). Que una de las películas más densas y exigentes de Gilliam sea también uno de sus mayores éxitos no debe extrañar en un as de las paradojas como es Terry, pero esa es una de las grandes ventajas de integrarse en el sistema: si tienes a Brad Pitt, a Leonardo di Caprio o a George Clooney, da igual que hagas “El año pasado en Marienbad”, que la podrás estrenar en multisalas. Palabra de honor.
Otra curiosidad, en un momento en que la palabra remake inspira reacciones de asco instantáneas, es que “Doce monos” es precisamente eso, un remake, aunque no uno común y corriente. Chris Marker contó en 1962, mediante una sucesión de fotos fijas y un solo plano en movimiento, una sugerente historia sobre el apocalipsis, el amor loco y la memoria, que sirvió de base para un guión completamente nuevo co-escrito por el mismo David Peoples que había estampado ya su firma en “Blade runner” o “Sin perdón”. Varios críticos exquisitos se echaron las manos a la cabeza ante el escándalo que suponía para ellos que un modernete como Gilliam pusiera sus zarpas sobre un clásico intocable del entorno de la nouvelle vague, pero el tiempo ha dado la razón al de Minnesota. Catorce años después, la película no ha envejecido, y supone uno de esos raros triunfos del arte sobre el negocio que le devuelven a uno la confianza en el cine.
Al igual que “En la boca del miedo” de John Carpenter es una de las mejores adaptaciones de H.P. Lovecraft, sin incorporar expresamente material de ninguna de sus obras, “Doce monos” se me ha antojado siempre la mejor versión fílmica de Philip K. Dick, la que traslada de modo más elocuente su universo fluido y cambiante de paranoia, desesperación, paradoja y humor absurdo. James Cole, habitante de un apocalíptico futuro subterráneo, es enviado al pasado para recabar información sobre el origen de la plaga que exterminó a la mayoría de la humanidad, pero sus esfuerzos toparán con la resistencia de una sociedad dispuesta a considerar locos a aquellos que proponen conceptos radicalmente diferentes.
El psiquiátrico de “El rey pescador” se vuelve un lugar mucho más amenazador, con elementos del “Bedlam” pintado por William Hogarth y sin ángulos rectos en su arquitectura, para albergar a un vagabundo de conducta violenta cuyas alegaciones sobre sí mismo carecen de sentido. No es muy frecuente que el cine, acostumbrado a tratar las ideas de la ciencia ficción de una manera muy estandarizada, insinúe que un procedimiento tan radical como enviar a una persona al pasado podría afectar su salud mental. Cole se pasará toda la película planteándose si está loco o cuerdo, trasladando su duda, tarde o temprano, al espectador.
Por eso, lo vuelvo a decir, el estilo visual que algunos tildan de hiperbólico me parece completamente justificado. Ese uso intensivo de los grandes angulares, amén de aportar grandiosidad a decorados de proporciones modestas, también tiene el efecto de crear subjetividad, sugerir que estamos ante una visión distorsionada de la realidad y por tanto no muy fiable. Gilliam disfruta dando pistas contradictorias, minando nuestras certezas, dando pie a interpretaciones diversas. A diferencia de otros cineastas muy centrados en el diseño visual de su obra, por ejemplo Ridley Scott, Gilliam es aficionado a “marear” su material, a darle vueltas de tuerca constantes, de ahí la incomodidad y la confusión que sus películas producen en algunos.
Pero, amén de la excelencia de la trama de ciencia ficción, el ritmo implacable de su carrera hacia el desastre y el vértigo de su pelea ineficaz contra el destino (llevada a sus últimas consecuencias, sin arrepentimientos vergonzosos como en “Minority report” de Spielberg), lo que da a “Doce monos” gran parte de su condición de clásico moderno es lo convincente de su dimensión humana. Willis, de ordinario el héroe invencible, está aquí indefenso, desnudo (literalmente dos veces), en manos de fuerzas que rebasan su comprensión, pero su misión le proporciona una oprtunidad para huir. Donde los Michael Bay de este mundo habrían acumulado las escenas de persecuciones de coches, Gilliam decide durante bastante tiempo dejar en un segundo plano el argumento apocalíptico y dar prioridad al descubrimiento por parte de Cole de la luz del sol, del aire fresco, de la música pop y del amor de una mujer que, como en “Brazil” domina sus sueños.
De la misma manera, la relación entre Willis y Stowe, a la que secuestra para que le ayude en su cometido, retoma la tradición de “39 escalones” en el que es sólo el primero de los guiños a la figura de Hitchcock, y consigue hacer convincente que, pese al clima constante de tensión y peligro y la más que razonable sospecha de que Willis no sea sino un psicópata, ella no escape en el coche a la primera oportunidad, gracias a un más que competente trabajo con los actores y esa cualidad tan escurridiza que alguns llaman “química”. Al contrario que en “El rey pescador”, la historia de amor, marcada por la fatalidad, trabaja a favor de la película, dándole una fuerza y un romanticismo oscuro realzados, más que impedidos, por los elementos discordantes. Ese clímax final no sería tan conmovedor sin esa peluca, ese bigote o esa camisa imposible que lleva Willis, ni ese teñido de pelo tan sumamente artificial de Stowe. La manera en que el cumplimiento final del sueño aúna los aspectos de “thriller” y de historia de amor trágico, la comprensión gradual, detalle a detalle, de lo que va a suceder, revela, como el resto de la película, una inteligencia planificadora, un control sobre el material, muy por encima de ese concepto peyorativo que algunos tienen de Terry como un imaginador impulsivo e indisciplinado.
Aquí Gilliam consigue ser un buen director de Hollywood al viejo estilo, transigiendo lo justo con la industria pero sabiendo llevarla a su terreno: la iconografía de tecnología invasiva, amenazadora, el tono de oscuro humor, retrotraen a “Brazil”, película de la que “Doce monos” es muy digna heredera, pero con un romanticismo menos adolescente. La decisión de llevar el humor a un segundo plano, pionera en la filmografía de Gilliam, es básica para mantener esa tensión de “cuenta atrás” que se va apoderando poco a poco de la pantalla. Pero sin embargo no se renuncia a lo extraño: esa voz que aconseja y advierte a Cole en diferentes escenas de la película parece, al final, haber sido un producto de su imaginación, insinuar que la locura de Cole y su trabajo forzado para los científicos del futuro bien pueden ser explicaciones coexistentes y compatibles. Claro que, si nos metemos a considerar las implicaciones de esto, nos pasaríamos debatiendo la trama hasta el infinito, y es que “Doce monos” es una película que no se agota por más que vuelves a verla y a repensarla.
No quisiera dejarme en el tintero secuencias tan excelentes como la excursión inicial de Cole, durante los créditos, a la ciudad nevada y desierta, estableciendo un tono y una situación como pocas veces se ha hecho en el cine de CF o el cine en general; el envío de Cole en una máquina del tiempo con un diseño entre industrial y orgánico, haciendo del viaje temporal casi una función de excreción, una metáfora del cuerpo viajando al interior de sí mismo que no habría desagradado al Alain Resnais de “Je t’aime, je t’aime”; la fuga de los animales del zoo por la ciudad de Filadelfia, logrando surreales imágenes de jirafas corriendo por un puente de la autopista o bandadas de flamencos rodeando un rascacielos; o la propia pesadilla recurrente, ofrecida en versiones contradictorias y majestuosa en lo visual y sonoro, con esa fotografía sobreexpuesta, ese ralentí, esa inolvidable música con violín solista creada por Paul Buckmaster. El contraste entre toda esta poesía visual y los momentos de violencia sórdida e incluso desagradable o de agobiante descenso a los abismos de la locura deja clara la versatilidad de Gilliam, su visión caleidoscópica reflejada en lo que inicialmente parecía otro proyecto de subsistencia al estilo “El rey pescador” pero acabó siendo, por esas carambolas del destino, uno de los puntos más altos de su carrera, y una prueba irrefutable, para el escéptico que fui, de que hay mucha vida después de Monty Python.
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