Cuando Terry Gilliam puso a caldo el segundo “Piratas del
Caribe”, siempre tuve la impresión de que hablaban los celos y el
resentimiento, el despecho por la negativa de Johnny Depp a co-protagonizar el
aún, a día de hoy, no realizado “Quijote” y la injusticia de que a un
treintañero se le dejase hacer una aventura estrambótica de estética tenebrosa
y dirección artística exuberante, como las que hubiera podido hacer él de
haberse llevado bien con los grandes estudios, en lugar de verse abocado a
rodar cada cinco o seis años con presupuestos muy por debajo de sus ideas y la
obligación de solventar las carencias a base de ingenio.
Ya sé que muchos opinan que las dos continuaciones de “La
maldición de la Perla Negra” se alejan de las simples tramas aventureras de
toda la vida, que son largas y de ritmo irregular y que caen en una cierta
ampulosidad, pero no puedo evitar una cierta querencia hacia ellas dada su
manera de llevar a las pantallas comerciales el tipo de película
innecesariamente barroca, de narración serpenteante, deseosa de llamar la
atención sin tregua sobre su propia extravagancia y dotada de un universo
visual intransferible que uno creía relegada al ámbito restringido del cine “de
autor” o “de culto”. Ese mundo extraño, de fealdad concentrada y un tanto
repelente, de Davy Jones y su tripulación, esa mitología, familiar pero hecha
extraña por el contexto, de corazones palpitantes que conservan el alma
inmortal, hechiceras antillanas que convocan a los muertos desde su pantano o
brújulas que solo señalan al verdadero objeto del deseo, para mí superan a la
trama de la entrega inicial, que con su recurso a maldiciones del oro azteca y
similares casi recordaba a nivel de concepto, muertos vivientes aparte, a los
desafortunados “Piratas” de Polanski.
Hay un sentido de la recomplicación, una complacencia en
recargar por recargar, que en efecto tira por la borda el control mucho más
férreo de la narración en la primera película, pero a cambio hay momentos de
absoluto desenfreno, como la célebre set piece de la rueda de molino, que le
reconcilian a uno con el blockbuster como fuente de pulsiones dionisiacas por
excelencia en el espectador de cine, o ese ataque del Kraken que mucho cinéfilo
rancio, haya visto la peli o no, pondrá por debajo de cualquier secuencia de
Ray Harryhausen, como si Harryhausen, de haber contado con ordenadores en su
momento, no se hubiese lanzado con entusiasmo a animar escenas de esa manera.
Posiblemente, si no hubiese sido necesario incluir el romance
obligatorio entre el chico guapo y la chica guapa, los secundarios cómicos y
los animales graciosos que deben aparecer en todo producto con la marca Disney,
la peli habría llegado a la hora y media canónica, pero su desmesura no me
molesta. Cuando ya incluso en los productos de entretenimiento empezamos a
exigir que sean bajos en calorías, es que empezamos, o a envejecer como
civilización, o a volvernos tontos perdidos.
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