sábado, 12 de abril de 2008

La educación de un cinéfago



Yo a veces tengo la impresión de que se malentiende un poco el concepto de “cinéfago”, popularizado, aunque supongo que no inventado, por el amigo Jesús Palacios. Un cinéfago, en teoría, es alguien que ama tanto el cine que es capaz de ver de todo, desde lo más excelso a lo más arrastrado, desde lo más intelectualmente enrarecido a lo más populachero, sabiendo ver virtudes y focos de interés hasta en lo peor de lo peor, se trate de Alexander Sokurov o de Steven Seagal, ese genio tutelar de la mayoría de últimos pases fílmicos de Telemadrid.

Pero al final resulta que no. Es irónico cómo han cambiado las cosas: antiguamente, cuando ser aficionado al cine era un signo de distinción y cultura, se adoraban las películas densas, serias, con pretensiones innovadoras. Con el tiempo, sin embargo, la lógica del entretenimiento se impuso, pero también un concepto del entretenimiento cada vez menos exigente, hasta llegar a hoy, en que las ínfulas artísticas parecen estar prohibidas, y la reivindicación de los placeres básicos del espectador, perdidos entre fárragos de arte y ensayo, se ha vuelto algo tan vulgar, tan automático, que casi da un poco de asco.

Cuando yo era jovencito, hacer el corte de mangas a los autores “serios” como Bergman o Tarkovski, liarse la mata a la cabeza y defender a Spielberg o de Palma o incluso el cine basura de la Cannon o la Troma tenía cierto glamour canalla, cierto prestigio alternativo. Por eso es triste para un pionero ver cómo ese canon del frikismo que elaboró pacientemente, durante un largo proceso de ensayo y error en las tiendas de intercambio VHS del Rastro o en videoclubs infectos de Lavapiés cuyos dueños parecían salidos de las primeras películas de Scorsese, a lo largo de interminables tardes donde joyas ignoradas se codeaban en pie de igualdad con engendros de Jesús Franco o Antonio Margheriti de los que uno no creía ir a salir vivo, es triste ver cómo esa riqueza de conocimientos, experiencia vital y genocidio de las propias neuronas se convierte en un cúmulo de tópicos e ideas recibidas que cualquier veinteañero patilludo con barbita rala y gafas de pasta recita sin ningún esfuerzo, sin haberse ganado a pulso ni un ápice de esa discutible sabiduría.

Me cae mal que ese supuesto espíritu cinéfago se quede en una reivindicación sin más de la basura, en unas ganas gratuitas de epatar con el culto a un cine que en realidad ni se ama ni respeta (como puede constatarse en cualquier festivalillo de terror y géneros similares a través de la actitud de cierto público empeñado en arruinar el único pase en pantalla grande de esas películas que veremos en nuestra puñetera vida). No veo cómo se escupe sobre determinado tipo de cine, tildándolo de “cultureta” o “gafapasta”, cuando se trata de pelis con el mismo presupuesto mínimo, con actores igual de penosos, con guión igual de improvisado, y con la misma mística de lo indefendible, de ese “algo” misterioso que encandila a una minoría selecta pero inspiraría a cualquier público normal y sensato a incendiar la sala de proyección con el equipo técnico y artístico encerrado dentro.

Yo en mi época, veía como un mismo rito de iniciación atreverme con “Stalker” de Tarkovski y con “Gemidos de placer” de Jesús Franco (toda vez que encima, gran parte de la producción de Franco, incluidas las “S”, parecía una especie de semiparodia, bastante malvada, y sobre todo con el espectador, de los estilemas del cine de arte y ensayo de los 60 y 70). Si aguantabas aquello, eras un valiente, podías considerarte un hombre, un espectador adulto. Sé que arriesgué mi cordura (si es que aún la conservo y no la dejé en el visionado de “Manhattan baby” de Fulci o “Atrapados en el miedo” de Carlos Aured), pero la verdad es que el peligro cosecha sus frutos positivos: después de haber visto cosas que ni siquiera Roy Batty creería, me guardo mucho de calificar como mala la primera obra fílmica donde no me guste el peinado de la actriz, los decorados canten un poquito o los diálogos no estén escritos por Shakespeare.

Creo que las películas se rechazan con demasiada alegría, que se confunde la antipatía hacia lo que te están relatando, la falta de relevancia subjetiva de la historia, la nula sintonía con un estilo narrativo o estético, con la falta de calidad o validez. Para un jovencito de hoy cualquier película puede ser mala, entre otras razones porque los valores artísticos están devaluados, son cosa de viejos pesados y pretenciosos. Por eso encuentro que el estudio del mal cine es imperativo. Un recorrido por el terror español de los 70, por el bajo vientre del cine de género italiano de la mano de pájaros como Umberto Lenzi, Ruggero Deodato o Bruno Mattei, o por el cine erótico “soft core” de cualquier época y nacionalidad, abre mucho los ojos, disipa muchos prejuicios estéticos. Después de un ciclo completo de Julio Pérez Tabernero, a ver quién es capaz de ver una peli de Tony Scott sin que se le llenen los ojos de lágrimas de arrepentimiento por haber dicho cosas tan feas en el pasado sobre el hermanito de Ridley.

Y la cosa funciona también en la otra dirección: ves obras prestigiosas de Antonioni y similares y reconoces un poco ese ritmo cansino de una peli serie B europea, esa falta de concesiones hollywoodenses. Ya dije en cierta ocasión que Argento tenía mucho de Antonioni, incluso en esa arquitectura de sus planos. Lo mejor que he visto últimamente en una película, que es ese desenlace de “El eclipse”, donde asistimos a un universo donde ya no se desarrollará ninguna historia, en un fluir cósmico indiferente, con devastadora fuerza plástica, podría haber sido el escenario de los asesinatos de cualquier “giallo”. La gravedad filosófica de ese cruce desierto, con el edificio en construcción como enigmática anticipación del futuro, habría sido sustituida por una trama “pulp” de asesinatos, cuyo absurdo incoherente, sin embargo, sería síntoma de idéntico vacío existencial.

Eso sería lo bueno de ser un cinéfago de verdad; leer a Antonioni en clave de Argento y a Argento en clave de Antonioni. Pero al final todo termina reduciéndose a un catecismo basado en el despiste. Recuerdo un día, yendo con un colega friki a la tienda “Cambalache” del barrio del Rastro, en busca de material infame, y señalándole cómo, en la carátula de “El lago de las vírgenes”, de Franco, podía leerse “Basada en la novela de Robert Louis Stevenson”. A mi comentario, Stevenson debe de estar revolviéndose en su tumba”, mi amigo replicó, “No lo sé, porque, como no sé quién es ese Stevenson...”

Moraleja: si sólo sabes de cultura y no sabes de caspa, no llegarás a ningún sitio, pero, para saber de caspa, es igualmente necesario saber de cultura. Y la verdad, no sé si los frikis de hoy tendrán en la lista de espera de la mula tantos títulos de Visconti o Alain Resnais como de Takashi Miike. Quizá me equivoque, pero me da que no.

2 comentarios:

Iris dijo...

De acuerdo en muchas. cosas. Precisamente la semana pasada vi El eclipse y esas arquitecturas donde ya no hay presencia humana son increibles. Ese fluir del que hablas pone en evidencia que lo que se eclipsa es la persona. Al igual que el criterio artístico. Nunca se presumió tanto de ignorancia como hoy en día.
Qué le vamos a hacer. Todavía quedamos unos cuantos que oímos a Takemitsu y aplaudimos a David Lynch

un abrazo

Abuelo Igor dijo...

La gracia está en aplaudir a Lynch y a Takemitsu al mismo tiempo. Takemitsu, además, era un friki del cine de mucho cuidado: le gustaban el buen cine y también el malo en ingentes cantidades. Cada vez que viajaba a un país, se metía en un cine a ver lo que hubiera, aunque no tuviese ni idea del idioma.

Tengo bastantes discos de Takemitsu, aunque es verdad que su música tiende mucho a parecerse. Sin embargo, esa manera de suspender el tiempo y de crear, en diez escasos minutos, un microcosmos que parece no tener final y prolongarse antes del principio y después del final de la pieza, me resulta inimitable. El amigo Toru fue mucho más que ese "Debussy oriental de serie B" que algunos querrían hacernos ver.