domingo, 6 de abril de 2008

Flashback: Los gozos de la lengua


Es el tipo de cosas que no suceden en la vida real. Estoy en la parada del autobús, esperando el 666 desde hace ya media hora, es de noche y la calle está vacía, tan sólo hay en la parada dos personas, yo y esta mujer madurita, de nariz francamente interesante, en quien llevo fijándome durante los últimos veintiocho minutos. Entonces pasa por la acera de enfrente un abuelete idéntico a Stravinsky, momento en el cual dejo de ser dueño de mis actos y, presa de un arrebato impropio de mi edad y experiencia, me vuelvo hacia la mujer y le digo, “¿Verdad que ese caballero de enfrente es igualito al célebre compositor ruso Igor Feodórovich Stravinsky?” Para mi considerable sorpresa, ella, en lugar de mirar hacia otro lado, me contesta con una voz como de flauta dulce un poco ronca que sí, que efectivamente, aunque se parece más a no sé qué director de orquesta alemán de cuyo nombre, y mira que es raro, no me acuerdo. Cito doce directores de orquesta alemanes y no es ninguno, manifiesto mi estupor al hallar en la vía pública a alguien que entiende de esas cosas, resulta que de pequeña vivía en París y su abuelo la llevaba a los conciertos, prosigo la conversación chapurreando en francés, del abuelo pasamos a la bohemia, de la bohemia a las drogas, de las drogas a México, de México al surrealismo, del surrealismo a la vida sexual, de la vida sexual a la metafísica, de la metafísica a Conan el Bárbaro, de Conan el Bárbaro al Señor de los Anillos, del Señor de los Anillos a T.S. Eliot, que admito nunca haber leído, de T.S. Eliot a los primeros escarceos adolescentes de ella en Londres, de sus escarceos adolescentes al rock duro, del rock duro a Aleister Crowley, de Aleister Crowley a las fluctuaciones en el precio del dinero, de estas fluctuaciones a los trucos para sacar más partido a la cesta de la compra, y mientras abordamos este nuevo y apasionante tema nos damos cuenta de que han pasado de largo tres autobuses 666, de que son las dos de la madrugada y de que ella tiene a la canguro polaca esperando ya dos horas con la niña. La acompaño a su casa y volvemos a emprenderla, seguimos con la economía doméstica, comparando los precios del mismo artículo en varios hipermercados de la capital, entre parrafada y parrafada me invita a quedarme por una noche en su casa, por supuesto acepto, normalmente no hablo con nadie y esa noche me siento ligero y sin trabas, casi una persona diferente, menos cobarde que de costumbre.

Arriba, en el apartamento, pillamos a la canguro en plena discusión incomprensible con su novio rubio, calvo y de ojos azules. Intento en vano, entre medias del trastorno y de la despedida atropellada, deducir de los ojos de la chica si mi anfitriona tiene la costumbre de ir pescando hombres por la calle. No obstante, una vez solos, ella prepara un té aromatizado, nos instalamos en el salón y la conversación sigue como si tal cosa. Claro está, se comienza con la niña, ella temía hacerse demasiado mayor para la maternidad, así que aprovechó la mejor oportunidad a su alcance. Bajo una luz progresivamente amarillenta y sobre un fondo de silencio en el cual cualquier crujido insignificante suena a explosión, ella me relata la incomprensible historia de su matrimonio, pretende elogiar a su marido con frases que suenan como insultos, describe, no se sabe si resignada u orgullosa, un cuadro idílico de esclavitud y sometimiento, un paraíso de cartón piedra que ella racionaliza con falacias, como si lo importante, a fin de cuentas, fuese tener a la pequeña, a costa de ella misma, a cualquier precio, incluso si la relación naufraga de modo permanente, al menos por los genes la niña será lista, no en balde su padre se pasa la vida en países rarísimos del Este, haciéndose de oro a base de venderles no sé qué artículos del todo innecesarios. A duras penas oculto mi incomodidad, pues me estoy quedando sin nada que decir, ella me envuelve con palabras que escuecen, me doy cuenta de que yo nunca podría ocupar el papel del pícaro mercachifle, intento cambiar de tema, maquillar, como siempre hago, las realidades que me disgustan. Pido ver a la niña, aunque sea dormida. Con suelas de plomo, entramos en su cuarto, un decorado como de habitación de Wendy en “Peter Pan”. Vuelta hacia un lado, casi no la veo, parece guapa, sin la nariz de su madre. Lo mejor que tiene, dice ésta, son los ojos, te mira y te parece que lo sabe todo, parece el gato de una bruja. Es mi ocasión para meter baza: los gatos son seres de un misterio caprichoso, desde el antiguo Egipto, son sombras que se deslizan a través de la cuarta dimensión espacial, a mi primera no-novia le gustan mucho, algo completamente lógico si la conoces, etcétera. Ella me habla de una película con muchos gatos que la asustó de pequeña, y de un caso extraño sucedido en su familia, después del cual prefiere mantener con los felinos relaciones cordiales pero a distancia, como con su marido, intervengo yo, y, cosa curiosa, le hace gracia, no nos callamos, son ya las cuatro menos veinte de la madrugada y la noche parece recién empezada.

No es frecuente poder soltar de una vez la jauría de ideas que uno mantiene tanto tiempo ociosas en el cerebro que terminan por comérselo de aburrimiento, resulta raro ver las palabras revoloteando por el aire, enlazándose con las de otra persona, construyendo entre ti y ella pactos y conspiraciones disparatados que requerirían firmarse en sangre. A la postre, se crea una intimidad plenamente física, la penetración de una cavidad corporal, un oído receptivo, mediante el latigueo de la lengua, húmeda, cálida, resbaladiza. Mi interlocutora, mediante su discurso pausado, constante, hace visible lo invisible, crea una nueva imagen de sí en la cual sus rasgos toman un nuevo carácter, hacen la imperfección bella, animan el deseo de abrazar al ente inaprehensible capaz de fabricar semejantes lazos de lenguaje, al ente encarnado sobre esta esfera celeste en un cuerpo, por alguna razón, jamás satisfecho de sí mismo. Por eso yo voy cambiando mi voz, la hago casi inaudible, varío el tono, hablo como los gemelos univitelinos lo harían entre sí en el útero, si supieran. Ella me imita, fuerza que nos acerquemos. Hablamos sin parar, de asuntos triviales, incluso del tiempo o los cotilleos de las celebridades, mientras nos deshacemos de la ropa, la dejamos doblada por los rincones, buscamos interminablemente la posición cómoda para ambos en la que realizaremos el acto físico de acercamiento, la imposible tentativa de acercarnos más de lo que podrían hacerlo las palabras. Lo hacemos despacio, sin callarnos, pellizcando y cosquilleando también nuestras mentes calenturientas ya tras tanto diálogo insinuante sólo entre las líneas. Parece inexplicable, pero no estamos nerviosos, somos capaces de retrasar de manera indefinida el instante supremo de silencio, como si el sonido de nuestras voces nos mantuviera los pies sobre la cuerda floja, permitiéndonos recombinar nuestros cuerpos, llevar a cabo modalidades sucesivas y renovadas del abrazo primigenio, en las cuales no figuraría, por necesidad, la estimulación oral, practicada ya entre nosotros desde nuestro encuentro, y de un modo, valga la redundancia, bastante más estimulante de cuanto puedan soñar esos seres lúbricos con glándulas salivares secas.

El amanecer despunta sobre los tejados ennegrecidos, ya se escuchan los primeros rugidos del tráfico, el techo ya cruje bajo las pisadas malhumoradas del vecino madrugador, no obstante seguimos en ello, apenas susurrando, entendiéndonos a la perfección, alargando las palabras, no deseando terminar, tener que callarnos y estar obligados a escuchar la música concreta de todos los días. Son unos pasitos leves los que nos sacan del trance. Es la gatita morena, buscando a su madre. La llamada de la especie nos desenlaza, me sume en el mutismo al tiempo que observo cómo ella atiende a su cría, la cual me mira, no sé por qué, como si comprendiera algo, sin timidez ninguna, pese a mi desnudez y mi considerable embarazo. Mi amiga afirma que no he de temer nada, total ella qué sabe, no llega ni a los dos años, y ademas ni siquiera ha llegado a hablar todavía, el tonto de mi marido teme que haya salido muda, pero a lo mejor soy yo que la confundo hablándole en cinco idiomas, quién sabe. Desayunamos en la cocina de anuncio, hablamos de televisión, de publicidades polémicas. Me parece oír cantar a un pájaro no sé donde, aunque es imposible en el barrio en que estamos, deben ser alucinaciones auditivas. Hemos de despedirnos en breve, pues el marido de ella llega al aeropuerto a las doce y allí deben estar ambas para esperarle, con su instinto detectivesco de Sherlock ella deducirá con qué tipo de zorras él se la ha estado pegando por esos mundos, lo pasarán bien los tres una hora de cada diez y las demás ni fu ni fa tirando a mal, él se volverá a ir y tal vez ella y yo volveríamos a vernos para terminar lo que habíamos empezado. En el portal, antes de tomar el taxi, ella me da un número de teléfono, yo le doy el mío, me besa con la mirada, la niña se me despide sin palabras, de un modo muy simpático, y allí me quedo, de pie sobre la acera, viendo irse al coche.

De vez en cuando, en los respiros que me permite mi empleo como Agente de Contingencias Crediticias, recuerdo aquella noche, evoco entre mis eternamente silenciosos compañeros a la mujer que pudo haberme cambiado, vuelvo sin soltar prenda al piso donde sólo me espera, cuando le da por volver, la gata que compré en un impulso hace unos meses, agarro el receptor telefónico y marco el teléfono ya casi borrado de la servilleta de papel donde ella lo apuntó. La mayoría de las veces, no contesta nadie. Otras, contesta una voz, con estrafalario acento extranjero, afirmando que me he equivocado, aunque en algunas ocasiones la misma voz de hombre, un poco disfrazada, me dice que ella no está, que anda de viaje por Albania o algo así, que puede que vuelva pronto, o puede que no. A veces incluso me atrevo a frecuentar el portal. Veo luces encendidas en su piso, no obstante el portero automático no funciona, nadie contesta ni abre al cartero comercial. Colándome en el edificio aprovechando las raras entradas o salidas de los vecinos, subo al piso y llamo al timbre. La puerta se abre con cadena y allí está la canguro polaca, con el inexpresivo novio detrás de ella, explicándome con pobres modales y peor español que su jefa, como dice ella, tardará aún un rato en llegar, y que por qué debería dejarme entrar para darle a la niña el regalo que le he comprado. Abajo, en la calle, se me hacen las tantas y tengo que volver, el trabajo obliga. Nunca había pasado tanto tiempo en la parada del autobús 666 como lo hago ahora, pero, mal que me pese, y por más que espero, ni siquiera veo reaparecer al enigmático anciano, imagen viva de Igor Stravinsky.

1 comentario:

Iris dijo...

Magnífico relato. He empezado a leerlo y no he podido parar. Esto en mí y tratándose de un blog es raro. Soy adicta a la lectura en papel, aún. Pero, al fin y al cabo, todo son palabras, y estas, como es sabido, están llenas de posibilidades, van más allá de las letras, de los ojos y de los cuerpos.