domingo, 22 de junio de 2008
Flashback: La alcoba mística
Aquella mañana, llovieron mariposas. Tenían aspecto de grandes flores animadas, a medias oscureciendo, a medias tornasolando los rayos del sol recién levantado. Nina y yo, desde nuestro punto de observación en el campanario de la Iglesia del Socorro, donde acabábamos de travestir la imagen de un santo, vimos cómo el tío Oscar, paseando al delfín en su cubeta como todas las mañanas, era enteramente cubierto por la avalancha de coloridos insectos. Durante un buen rato, que Nina y yo ocupamos en cortarnos mutuamente las uñas de los pies, el tío Oscar no hizo el menor movimiento, ni siquiera para esquivar los coches de caballos vacíos que pasaban por la calle a cada momento. Yo propuse la posibilidad de que hubiese revertido a su condición inicial de estatua de mármol, uniforme y galones incluidos. Nina, siempre empeñada en llevarme la contraria, afirmó que Oscar, menos tonto de lo que solía dejar ver, había reemplazado velozmente su figura por un revientapájaros hecho de carne de vacuno envenenada y vestido con ropa interior de señora, todo seda y encaje. Un remolino de pensamiento me trajo a la propia Nina ataviada de un modo semejante, entonces que la edad cambiaba nuestros cuerpos y ella, en efecto, iba teniendo algo que sostener. Pero fui incapaz de proseguir tan amenos razonamientos, pues el objeto de ellos se había precipitado de pronto escalera de caracol abajo, retándome a llegar al exterior antes que ella y de ese modo arrebatarle el incontestable privilegio del ganador, consistente aquel día en romper los escaparates del centro comercial, quedando reservada para el perdedor la más ingrata tarea de cargar con el botín. Jadeando y entumecido por el súbito esfuerzo, franqueé la salida justo cuando Nina ya alcanzaba la forma inmóvil y sacudía de encima su pintoresca cobertura. De entre las mariposas en fuga surgió un anciano de barba blanca y mugrienta túnica, que nos volvió unos ojos rabiosos antes de dirigirse con paso imperioso hacia la iglesia. “Está como un cencerro”, me dijo Nina, regalándome una bocanada de su aliento, perfumado de chicle de frambuesa. Al alejarnos de allí, yo estrechándola entre mis brazos y ella pellizcándome salvajemente para que la soltase, pude oir un estruendo de destrucción emanando del templo. Aquel abuelo era un gamberro alegre, como nosotros.
El centro comercial, catedral desierta, inmensa, silenciosa salvo por los sones tontos y encantadores del hilo musical, se extendía sin límite ante nuestros ojos inocentes. Aunque jugábamos a asombrarnos, abriendo mucho la boca y los ojos, dando palmadas y emitiendo exclamaciones de sorpresa, sabíamos muy bien que habían sido una vez más los esqueletos fosforescentes quienes habían restaurado en los últimos días el humeante campo de batalla abandonado por nosotros semanas atrás. Incluso los maniquíes que yo me había entretenido en desnudar, derribar, decapitar y descuartizar me miraban de nuevo desdeñosos desde sus pedestales de superioridad. Ninguno de ellos se parecía a Nina, quien entonces fruncía el ceño y elevaba al cielo su nariz de Cleopatra, buscando en la reluciente bóveda de acero y cristal nuevas ideas que saciaran nuestra sed de variación y regocijo. Yo miraba también hacia arriba, siguiendo apenas a los colibríes en su vuelo raudo, recordando sin saber por qué aquella habitación de la Casa Grande donde Nina y yo no sabíamos de repente ni reír, ni gritar, ni cantar, bailar, saltar o desordenar, ni siquiera hablar. La cama gigantesca, como para diez personas, cubierta de terciopelo negro; las cortinas amarillentas velando la luz del día; el gramófono y todos aquellos discos de pizarra con etiquetas en blanco; el candelabro de velas translúcidas, pegajosas, que ponían los pelos de punta; el armario cuya cerradura forzamos y que en lugar de ropa no contenía sino armas, blancas, de fuego, de todo tipo, incluso tubos de ensayo sellados; el olor no identificable que nos mareaba; aquella foto, en blanco y negro, de un hombre y una mujer, él muy gordo, aunque Nina dijo después que se parecía a mí, lo cual me enfadó muchísimo, y ella con esa misma nariz de Cleopatra que yo había hecho sangrar tantas veces en el curso de nuestros juegos violentos e implacables. Algo había allí que nos calmaba, serenaba e incluso asustaba, obligándonos a abandonar la Casa con la cabeza baja, inmersos en pensamientos que no llegamos a contarnos. Después de aquello, ni siquiera el hostigar a las manadas de perros salvajes, así como la posterior carrera para huir de ellos, tenía el mismo sabor de antaño. Nina fingió haberlo olvidado todo a la mañana siguiente, sin embargo, en el curso de todas nuestras delirantes aventuras posteriores, yo no podía evitar la impresión de estar viviendo una gran mentira, una de aquellas películas zarrapastrosas que desenterrábamos de entre telarañas en vídeo-clubes ruinosos y luego veíamos en la Pantalla Más Grande Del Mundo. Nina me despertó de un cachete un poco fuerte. “Espabila, atontao, que ya sé qué vamos a hacer”, me chilló en un oído.
Tomamos por asalto el supermercado. Hicimos carreras de carritos, derribando por doquier pilas de artículos. Comimos de todo y, una vez saciados, vomitamos por los rincones para probar aún más cosas. En la sección de ropa, Nina se vistió de vampiresa, yo de petimetre, los dos relamidos y enjoyados, para burlarnos por los pasillos de Fred y Ginger mientras nos cargábamos las pantallas acústicas de cinco cadenas musicales con canciones de Dean Martin y Frank Sinatra a todo volumen. Bebimos de las botellas de todos los colores, mezclando sus contenidos en boles de cristal, riéndonos a carcajadas de las caras que el otro ponía a cada trago, al tiempo que ensayábamos el tiro al blanco, utilizando huevos y con puntería pésima, en la librería, anotándose tantos extra quien acertase en un Premio Nagual o Asteroide. Después, vomitamos un poco más. Sucios, atrevidos y vociferantes, exploramos pasillos inexplorados en búsqueda de maravillas ocultas, las cuales nunca nos faltaban, pues alguien o algo, lo que fuese, se ocupaba de mantenernos felices y entretenidos realizando incontables variaciones en aquel universo que nosotros considerábamos simplemente nuestro por derecho. Aquella tarde, enormes cartones policromados nos atrajeron hacia una gigantesca exposición de cajitas de lata, brillantes y esmaltadas, decoradas con dibujos de hombres y mujeres desnudos en actitudes ridículas, por no decir repulsivas, mientras a su alrededor florecía un paisaje de plantas tropicales, orquídeas mal dibujadas y un crepúsculo o amanecer extraterrestre. Sobre la tapa de cada cajita se hallaba inscrita la marca del producto, pero las letras nos eran ilegibles, tanto o más que los títulos y letreros de tiendas en las películas de kárate tan apreciadas por Nina y yo. Intentando forzar la apertura de uno de estos intrigantes objetos, observamos que su interior latía al compás de nuestros corazones, como comprobé yo al poner una mano sobre el pecho de Nina, mano receptora acto seguido del fulminante impacto de nuestro objeto de estudio. Por supuesto, nos peleamos. Nunca lo hubiéramos admitido ni podido explicar, no obstante apenas existía un juego, por espectacular o novedoso que fuera, comparable a las viejas emociones de pellizcarse, abofetearse, tirarse de los pelos, revolcarse por los suelos, especialmente por los suelos pulidos y deslizantes del centro comercial, darse empellones, arañarse, morderse, y todo lo demás, hasta que el fluido rojo mínimamente afloraba, cesaban las hostilidades y llegaba el turno de deleitarse contemplando al perdedor retorcerse bajo las malignas caricias del alcohol. En aquella ocasión, como en tantas otras, el papel de perdedor recayó en ambos. Inmóviles sobre el suelo, analizamos con repugnancia fascinada nuestras respectivas heridas de guerra, sin percatarnos de cómo la cajita, ya casi olvidada pero aún entre las manos de Nina, recibía y absorbía en su superficie gotas de nuestra sangre. Imperceptiblemente, milímetro a milímetro, la tapa comenzó a abrirse. Nunca comprendimos cómo la nube púrpura se abatió sobre nosotros, haciendo llorar nuestros ojos, forzándonos a respirarla, contaminando a nuestro alrededor toda la gran superficie, de la cual debimos huir a todo correr, tosiendo, casi sin ver, sosteniéndonos el uno al otro.
Afuera, nada era como lo conocíamos. El trazado armonioso, limpio y clásico de nuestra ciudad privada sufría rabiosas transformaciones. El pavimento embaldosado de alabastro y mármol se arqueaba y combaba en contracciones irregulares que nos hacían rodar por tierra, blancos indefensos para las lluvias de hollín y herrumbre supurados sin tregua por las fachadas. El sol, eclipsado por un planeta errante, cubría con mantos de penumbra el vuelo rasante de los murciélagos, tan cercano a nuestros rostros. Los autómatas musicales, liberados todos a un tiempo, arrastraban sus pies entre un caos aleatorio de polkas, tangos, valses y rag-times. Corríamos sobre alfombras de basura, resbaladizas con alcohol, aceite y variados fluidos corporales, erizadas de cristales, alambres de espino, agujas contaminadas, bajo las cuales cuerpos de incorrupta belleza rehusaban morir, removiendo el terreno, alargando manos amarillentas hacia nuestros tobillos. Arrimados al muro de un callejón, aguardamos que el tío Oscar, dirigiendo fuera de sí la “Segunda Rapsodia Húngara” con una navaja barbera en lugar de batuta, finalmente pasara de largo y nos permitiera exhalar el aliento contenido. Luego llegaron los mosquitos, las langostas, las ratas, los muñequitos de cuerda, las culebras, los gusanos, las arañas, todo menos las mariposas. Semejante acumulación de extrañeza nos apabullaba, nos echaba sarcásticamente en cara nuestros pretendidos descaro, arrojo y valentía, empequeñecía nuestras ilusiones de dominio hasta ponernos a merced de los poderes desatados. A punto de ser alcanzados por una patrulla uniformada de hombres-lapa, dimos con el portal de la Casa Grande, que franqueamos y atrancamos al instante, segundos después de ver caer el primer meteoro de fuego. Sin pensar en nada más, fortificamos todas las puertas y ventanas. Ya tendríamos después tiempo suficiente para preguntarnos si allí estábamos seguros.
Nunca supimos quién construyó la Casa Grande, ni quién vivió en ella. Apenas teníamos la vaga consciencia de que nuestros pasos cansados solían conducirnos allí a cada declinar del sol, cuando las sombras difusas del portal nos conferían aspecto de fantasmas hambrientos, y cada palabra murmurada tomaba cariz de inquietante amenaza dirigida al otro. La masa arquitectónica, crujiendo en la noche, dando si cabe más relieve a la atmósfera de museo funerario que las cuatro suntuosas paredes exhalaban, bastaba para convencernos de que el uno mataría al otro, en un rapto de sadismo infantil, si el manto del sueño llegaba a arroparnos a ambos sobre el mismo lecho. Incluso entonces, acosados por las fuerzas desencadenadas del cosmos, no deseábamos ni mirarnos bajo aquel techo, convencidos de que, teniéndonos a nosotros, ya no necesitábamos peligros exteriores. Confiando en que el temporal de cataclismos pronto amainaría, nos entregamos con fingida alegría al juego de las adivinanzas macabras, mientras luchábamos por mantener nuestros párpados abiertos, costara lo que costara. Uno de los embarazosos silencios nos reveló la presencia de otras personas en la Casa. Hablaban con voces lentas y rotas, usando palabras muy largas sobre un fondo sonoro molesto, rechinante. Nina apagó al instante la luz y la oscuridad nos invadió como una pérdida de sentido. Sólo escuchábamos los rumores distantes de la calle, débiles rugidos, silbidos, confusos estrépitos militares, y las presencias ignotas del interior aproximándose a nosotros de manera paulatina, insoportable. No comprendíamos su lenguaje, sus frases sibilantes cuya escucha nos hacía sentir frío, ni los chirridos metálicos que acompañaban su paso, ni siquiera sabíamos cuántos eran, aunque, en el fondo de mi consciencia, yo sospechaba que eran dos: un hombre y una mujer, que, por azar o estupidez, habían dormido juntos en aquella casa. Cuando les escuchamos intentar reír en agónicos estertores, comprendimos que no debíamos dejar que nos alcanzaran. Así comenzó nuestra huida por la oscuridad.
Tanteando, rozábamos seda, caoba, mármoles, nos arañábamos con filos y puntas desconocidos. Objetos de cristal caían quebrándose en el piso, sus estruendos majestuosos provocando nuestra agitada fuga. Por dentro y alrededor de las paredes tenían lugar carreras frenéticas cuyo desarrollo aparentaba seguir nuestro camino. Entre las tinieblas, se divisaban de cuando en cuando, vigilantes, las cuencas luminosas y vacías de bustos griegos o romanos reposando en hornacinas. Cada cierto tiempo, se oía el ulular de un búho, seguido del batir inconstante de sus alas. Poco a poco dejábamos atrás, olvidándola, la causa primera de nuestro deambular. Incluso íbamos perdiendo memoria de cuantos desastres se habían desarrollado en el mundo exterior, sin que siquiera nos importara si semejantes calamidades continuaban aún, o nos esperarían a la salida. En el allí y entonces, el concepto de salida se había desvanecido de nuestras cabecitas locas. El centro de aquel laberinto albergaría alguna criatura fantástica, y nosotros deseábamos verla cara a cara, inhalar su aliento. Mientras aporreábamos a ciegas y con gozo un enorme piano de cola al cual tratábamos de arrancar melodías de cabaret, se fue haciendo la luz a lo lejos, en los recesos de un amplio pasillo. Corrimos al instante hacia la claridad, atraídos cual polillas.
No nos gustó lo que vimos. Desde una habitación adyacente, éramos escudriñados con firmeza por una pareja de personas mayores hacia la cual experimenté un raro sentimiento de familiaridad. Además, sin sabérmelo explicar, sus actitudes me irritaban, me causaban nerviosismo. Nina, cuyo temperamento ha sido siempre más expresivo y sincero que el mío, dio voz a nuestras impresiones, insultando al hombre y a la mujer, echándoles en cara nuestras recientes penalidades, nuestros momentos de miedo, en definitiva la pérdida de nuestro mundo. Y, tomando de un mueble un viejo candelabro metálico, lo arrojó con vigor hacia ellos.
El cristal se quebró en una telaraña estrellada de facetas luminosas. Consternados, retrocedimos insensibles, viendo delante de nosotros a esos espectros de caleidoscopio que avanzaban hacia el infinito. De improviso, una puerta se cerró, interponiéndose a nuestra mirada. Esa puerta no quería dejarse volver a abrir. Eramos prisioneros, tan sólo nos bastaba darnos la vuelta para saber de quién o de qué.
Era la habitación. Aquella habitación. La de la cama recubierta de terciopelo, las cortinas amarillentas, el gramófono, el candelabro repugnante, el armario lleno de armas, la foto, entonces vuelta hacia la pared, de aquellos personajes que con razón me habían resultado familiares allá afuera, en la antesala, donde nuestros perseguidores iniciales, mecánicos e inhumanos, volvían a hacerse oír, esta vez haciendo sonar la inconfundible música de los cuchillos siendo afilados. Presas de temblores histéricos, nos dejamos caer sobre la enorme cama. Allí iban a terminar nuestras travesuras, pensé. Nina y yo nos estrechamos hasta hacernos daño, casi con hambre de fundirnos en un ser único, soltar las riendas y dejar todas las responsabilidades al otro. Quisimos retomar nuestro eterno juego de lastimarnos, de hacernos saltar las lágrimas. Ella me mordió el labio, yo se lo mordí a mi vez, tratamos de paladear la sangre, pero terminamos saboreándonos el uno al otro, con un abandono lento, casi doloroso. No sabíamos ni qué estábamos haciendo, sólo que era peligroso, que nos hacíamos mutuamente vulnerables y que uno o ambos ingenuos podíamos resultar muertos. No importaba. Nuestro fin estaba sellado, de todas maneras.
Con un anticuado mechero de gas, Nina encendió, una a una, las abominables velas. Su aroma golpeó casi al instante mi cerebro, difuminando y alterando en mi retina los contornos de ella mientras se despojaba de su antaño encantador modelito de niña prodigio y mostraba temerosa su cuerpo pálido, frágil pero resistente a mil batallas, inocente pero jalonado de señales, huellas de heridas pasadas y presentes. Besé, lamí levemente, un largo arañazo en su espalda, sin preguntarme por qué. Ella me paró, me dijo: “No seas tramposo, te queda algo por hacer”. No me quedó más remedio que desnudarme a mi vez, pasando más vergüenza de la que hubiera podido imaginar nunca, tratando en todo momento, inútilmente, de esquivar su mirada. No era la primera vez que nos veíamos así, descubiertos como recién nacidos, pero en aquel momento era diferente, no nos reíamos ni asombrábamos de nuestras diferencias, más bien las temíamos, temíamos no descubrir su razón de ser y así permanecer separados en el mismo instante en que el mundo cayera sobre nosotros. Nos acercamos, mirando cada uno para un lado, hasta una distancia prudencial. Yo la toqué, y ella me tocó a mí, en todas las regiones del cuerpo que nos distinguían. No hablábamos, casi no pensábamos. Recuerdo mi alborozo aterrorizado, o mi terror alborozado, lo que fuese, al constatar nuestras extrañas metamorfosis, cómo crecíamos, nos ensanchábamos, nos humedecíamos, cambiábamos de color. La faz ruborizada de Nina, a medias avanzando y retrocediendo cuando mostré misteriosas intenciones ofensivas en relación a la nueva arma con que me vi provisto. Su respuesta improvisada fue copiar mi arrebato inicial de crío antihigiénico, cubriendo de babas dulces y cálidas mi piel quebrada por los golpes. Casi fue peor el remedio. Durante mucho tiempo no pude comprender qué me impulsó a obrar con tanta violencia, a tirar a Nina del pelo, torcerle los brazos, pellizcarla más fuerte que nunca, forzarla a adoptar una posición incómoda en la cual la rompí, introduje con furia asesina en su interior, una y otra vez, mi arsenal biológico, al tiempo que su expresión facial, vista por mí como en un sueño, revelaba el pánico de verse cara a cara con la muerte, esa muerte que también me llegó a mí cuando me sentí derramarme, perder mi esencia vital entre espasmos de gozoso desgarro tras los cuales no podía haber nada más, ni en este mundo ni en ninguno. Inmóvil, sin siquiera salir de ella, aguardé el último holocausto.
Nina no tuvo esa paciencia y nos separó bruscamente, con cara de no entender nada, levantándose para atisbar el exterior detrás de los visillos. La oí exclamar con ahogada sorpresa, en medio de las nieblas flotantes entre las cuales yo nadaba boca arriba con los ojos cerrados. Aún agitada, volvió junto a mí, me besó, me mordió, me arañó, quiso hacerme reaccionar, llegando su mensaje apenas a mi carne estúpida, a mi instrumento de destrucción que se enderezó como bostezando y que ella absorbió desde arriba, desde el mismo lugar donde yo la había herido, subiendo, bajando, como una amazona, diciéndome, “no vayas, no mires”, agarrándose a mí sin piedad alguna, buscando con frenesí morir tal como yo había muerto, hasta lograr la descarga, la convulsión suprema, con la cabeza en alto, los ojos en blanco y mordiéndose el labio hasta hacerse de nuevo sangre. Sacándome de ella, provocándome de un modo reflejo un segundo desbordamiento de aquella esencia vital distinta de la que yo había imaginado, Nina se dejó caer con pesadez hacia atrás, en sentido contrario al mío, para permanecer sin moverse un tiempo indefinido. Creo que fue entonces cuando se paró el reloj de pared, aunque tal vez siempre estuviese parado.
Dormida Nina, y sorprendido de aún vivir, quise acercarme a la ventana, ver aquello que tanto la había trastornado. No pude creerlo. De todas las esquinas, de todos los rincones, surgía una multitud ingente, agitada, caleidoscópica, hambrienta en los ojos, nerviosa en las manos. Era ya imposible distinguir el simple e hipnótico dibujo del pavimento, ensombrecido y camuflado bajo un movimiento perpetuo de humanidad que persistía en la retina como un obstáculo constante. Incluso el cielo había empalidecido, perdido su capacidad para deslumbrar, condenado a servir de fondo desvaído al perfil de una ciudad repentinamente mundana, construida con hierro frío y hormigón pesado incapaces de levantarse en arquitecturas insensatas, aptos tan sólo para proveer de esqueleto y carne a moles ominosas cuyos portales eran custodiados por centurias acorazadas insensibles a la humana necesidad de jugar. Comprendí que, en efecto, el mundo había terminado, aunque para ser reemplazado por otro, menos acogedor, menos complaciente. Las mariposas surcaban el vacío cósmico en sus crisálidas hacia galaxias más favorables, los esqueletos luminosos regresaban vacilantes a sus ataúdes tras el canto del gallo, el tío Oscar, nuestra única referencia familiar, se perdía para siempre en un mar de caras anónimas. Ahora que se nos había arrebatado el mundo, sólo me quedaba Nina, sólo yo le quedaba a ella. Decidí no perturbar ni interrumpir su sueño, intentando, mientras no llegara el despertar, acostumbrarme a la gente de fuera, vigilando su paso firme y decidido, el brillo del metal afilado entre sus dedos, su rapidez suicida a bordo de vehículos de pesadilla, su suciedad indeleble, su aislamiento gregario, su temor, su sometimiento. Los estudiaba con todas mis fuerzas, formulando en mi cabeza los primeros planes estratégicos para cuando vinieran a echarnos de la Casa y nos hiciera falta probar fortuna en la calle, camuflarnos entre la muchedumbre hasta que no se nos distinguiera, en apariencia, de ella. Ninguno de mis planes poseía un ápice de sentido, todo eran caracoles inteligentes formando mensajes sobre el suelo, auroras boreales embotelladas, piedras preciosas surgidas como productos de desecho de nuestro organismo, parientes estelares llegados de tras las nubes, en fin, idioteces vanas, carentes de toda utilidad. Menos mal que Nina abriría pronto sus ojos de ámbar. A ella, sin duda alguna, se le ocurriría algo.
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