miércoles, 6 de agosto de 2008
Los archivos de la penumbra
Creo que fueron los Alphaville los cines que pusieron de moda, al menos en Madrid, lo de facilitar al público una hoja con la ficha técnica, sinopsis y otros datos de la película que se iba a ver. Decían las malas lenguas que aquello se debía a que aquellas salas estaban especializadas en cine de arte y ensayo, deliberadamente oscuro y raro, y que por tanto el público, que iba allí para no enterarse de nada y luego tirarse el pisto, necesitaba un poco de ayuda para la conversación subsiguiente en la cafetería.
Fuera o no esto cierto, a la salida del cine quedaba un recuerdo de lo que se había visto, a menudo con información útil como la ficha completa o incluso las piezas musicales que sonaban en la peli, y si uno las conservaba podía ir atesorando un pequeño testimonio de su vida como espectador, o al menos como espectador de salas de versión original. Ahora que el verano deja más tiempo para tareas entretenidas e inútiles, me ha dado por archivar otra vez mi colección de hojas de sala, que abarca ya 22 años, y me he dado cuenta de varias cosas.
Primero, que la hoja de sala es un arte en extinción. Las mejores, a mi juicio, siguen siendo las primigenias del Alphaville, que no tenían fotos pero sí la mencionada ficha técnica (que hoy en día está reducida a su mínima expresión) y una cantidad tremenda de texto que, si bien a menudo se reducía a la abracadabrante crítica de un plumífero de “Cahiers du cinéma”, otras veces incluía entrevistas bastante valiosas. Con la manía del diseño gráfico, ahora tenemos mucha fotito pero poca información, y la que hay es un vulgar refrito del “press book” de turno. Nadie se lo curra como antes.
Segundo, que antiguamente, o al menos antes de la irrupción de salas como los Ideal, había una distinción muy clara entre las películas que podían verse en versión original y las que no. Ahora, si te da la gana ver en inglés subtitulado “Transformers” de Michael Bay, puedes hacerlo, pero antes el ghetto estaba reservado a los Alan Rudolph, Eric Rohmer o Stephen Frears de turno. En aquellos años 80 y 90 aún no se había abierto la veda asiática que tanta locura está trayendo a nuestras pantallas “cultas”, y la verdad es que hubiese hecho falta. Mejor un delirio coreano que una de Peter Greenaway... aunque, para gustos, colores.
Tercero, que la llegada del DVD se cargó las reposiciones de clásicos en pantallas comerciales. Aún recuerdo el impacto que causaron los redescubrimientos, en salas que se especializaban en ello, de títulos como “La noche del cazador”, “Los contrabandistas de Moonfleet” o “La vida privada de Sherlock Holmes”. Si me pongo a pensarlo, yo descubrí la mayoría de los grandes títulos de Billy Wilder viéndolos en pantalla grande... y muchos de Hitchcock también. Y hablo de los años 80. Cosas impensables como “Un ladrón en la alcoba” de Lubitsch o el “Freud” de John Huston... que creo que no están ni editadas. En cambio, apenas se reponían clásicos del cine francés o italiano.
Cuarto, que la historia del cine se sigue escribiendo y que la decisión de ver una peli u otra durante su paso por salas, y no en su edición doméstica, supone presenciar los acontecimientos de esta historia cuando se están produciendo. Así, cuando fui a ver una película que se titulaba “Reservoir dogs”, nadie sabía quién era aquel Quentin Tarantino, tan sólo que le había apadrinado Monte Hellman, el director de culto que había hecho “Carretera asfaltada en dos direcciones”, con Warren Oates, y “Cockfighter”, con Harry Dean Stanton. Hoy en día, nadie se acuerda de quién fue Hellman y en cambio Tarantino es el Petronio Árbitro de los frikis. Pero otras obras como “Tuvalu” de Veit Helmer, delicia visual sin diálogos a medio camino entre Jeunet y Kusturica, cayeron en el saco roto de la indiferencia y ni siquiera las editoras videográficas las sacan del olvido.
Quinto, que entonces como ahora era bastante improbable que una película de género, en especial fantástico, pudiese verse en versión original, a no ser que se tratara de clásicos indiscutibles como “El increíble hombre menguante”. La idea de la versión original como un filtro del público, como un marchamo de exquisitez, ya estaba en marcha, aunque no siempre fue así: en su época, léase la transición, las salas “de arte y ensayo” funcionaban por el morbillo de una escena de violación en la búlgara “Cuerno de cabra” o por las transparencias sicalípticas del “Faraón” de Kawalerowicz.
Para acceder mínimamente a un tipo de imágenes “prohibidas”, había que pasar por el suplicio de oír un idioma extraño y leer letreritos. Cuando ya dejó de haber imágenes prohibidas, las salas de versión original se mantuvieron a base del esnobismo de una “inmensa minoría” y del público extranjero. Y no creo que se haya cambiado mucho, en el fondo. Al público en general le gusta ver el cine doblado, aunque se oigan siempre las mismas voces, las actuaciones sean clónicas y sin matices y se desvirtúen hasta el rídículo los diálogos con tal de hacerlos cuadrar en los movimientos de la boca. Reivindicar las versiones originales, entre la “gente normal”, es como decir que te gusta la música clásica: o sea, ser un friki de tres pares de narices.
Pero algunos, que somos conscientes de nuestro frikismo y elitismo, lo vemos como lo que es: un mecanismo de autodefensa, y aquí tengo esta enorme carpeta de recuerdos, desde “Jo, qué noche” hasta “Tropa de élite” para probarlo. Y esperando disfrutarlo otros 22 años como mínimo... aunque, si entonces queda alguna sala comercial de proyección, en la versión que sea, me extrañará bastante.
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3 comentarios:
La verdad es que comentar en público que una solo ve cine en V.O. es casi como declararse antisocial. Tengo un amigo que colecciona burradas derivadas de un doblaje mal traducido o desvirtuado para que encaje como tu comentas. Da susto.
Lo peor de todo es que, a nivel de calle, se sigue pensando que, si se va a salas de versión original, es para hacerse el guay y el inteligente, y que si defiendes tu opinión encima lo haces para quedar por encima de ellos y dejarlos como tontos.
En la última novela de Houellebecq puede leerse una sobrada del narrador según la cual los españoles no soportan que les hables de cultura y cuando lo haces reaccionan como si les estuvieras insultando. Yo no sé hasta qué punto se trata de una mentira.
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