domingo, 2 de noviembre de 2008

Compositores: Charles Ives


O cómo tirar la toalla y abandonar las incertidumbres de la música para dedicarse a la productiva existencia de un empresario de seguros, sin saber que uno terminaría convertido en una gloria nacional póstuma.

El pequeño Charles Ives encontraba un motivo inagotable de fascinación en algo tan tonto como dos bandas de viento desfilando por el campo en sentidos contrarios y encontrándose mientras interpretaban piezas que no tenían nada que ver, ni en melodía, ni en ritmo, ni en tonalidad. Especialmente si se trataba de canciones patrióticas o himnos eclesiásticos: si se encontraban por azar al aire libre de Connecticut, cuanto más disonante y cacofónico el resultado, mejor.

Estudiando en el conservatorio, le fastidiaba lo suyo la insistencia de su profesor de composición, Horatio Parker, en que los acordes de sus piezas siempre debían resolverse y acabar en la tonalidad de origen. Por eso la Segunda Sinfonía acaba en una pedorreta chirriante y vengativa que supone uno de los ejemplos más tempranos de atonalidad en la música de Occidente.

Ahí está la clave: Ives podía ser la versión compositiva del típico inventor chiflado estadounidense que inventa la máquina del tiempo en un garaje de Montana, es posible que ni él mismo supiera cómo debían sonar sus superposiciones rítmicas y sonoras, y no toda su música raya a la misma altura ni mucho menos, pero descubrir que un compatriota había roto en pedazos las reglas musicales mucho antes que Schoenberg, Stravinsky o Bartók motivó que el establishment cultural de los EEUU se lanzara en brazos de un excéntrico ignorado durante la mayor parte de su vida.

Aunque yo a veces me quedo un poco en la duda: en “Tres lugares de Nueva Inglaterra”, por ejemplo, la marcha heroica del regimiento negro que combatió en el bando nordista suena triste y resignada en lugar de heroica; la celebración patriótica del Cuatro de Julio en “Putnam’s Camp” deja una impresión histérica, casi amenazadora, mientras que el paseo a orillas del río con la señora Ives descrito en “The Housatonic at Stockbridge” es soñador hasta el punto de lo extraño, como si la corriente del río retratada en los trémolos de la cuerda ocultase algún secreto oscuro.

Uno no sabe si lo chocante del mundo sonoro de Ives se debe a experimentalismos que aciertaban por casualidad, a una torpeza expresiva que buscando alegría encontraba crispación, o a un odio y resentimiento soterrado contra el mismo americanismo entusiasta de barras y estrellas agitadas al viento que sus creaciones en teoría exaltaban. Sea como fuere, piezas como “Central Park in the dark” o “The unanswered question” no pierden su carácter inquietante con los años.

1 comentario:

Aura dijo...

El "aduanero" Rousseau de la clásica. me ha picado el gusanillo.