lunes, 3 de noviembre de 2008
Compositores: Francis Poulenc
Aunque parezca mentira, hubo una época del siglo pasado, el XX, en la que no se consideró imprescindible que un creador de música “seria” tomase como referentes estéticos la desolación, la aridez y la pose desesperada. Eran los tiempos del manifiesto de Cocteau “El gallo y el arlequín”, y un compositor como Francis Poulenc podía burlarse de la seriedad de los ciclos de canciones publicando como Opus 1 su “Rapsodia negra”, cuyo texto, supuestamente obra del liberiano “Makoko Kangourou”, comenzaba: “Honoloulou, Honoloulou...”
El itinerario creativo de Poulenc puede trazarse desde la operita cómica en un acto “Les mamelles de Tirésias”, que abordaba con su guasa aquel caso de transexualismo primigenio que nos legó la mitología griega, hasta la ópera seria y extensa “Diálogos de carmelitas”, según la obra de Bernanos que narraba las ejecuciones de monjas durante la Revolución Francesa. Pero no creamos que Poulenc fue cien por cien frívolo al principio y cien por cien devoto desde que su amigo Pierre-Octave Ferroud murió en accidente de automóvil.
Poulenc fue más bien un excelente practicante del pastiche entendido en su sentido más positivo. Si quisiéramos medir, al estilo del test del Ph, la tolerancia hacia el eclecticismo de un aficionado a la música clásica, bastaría con ponerle el “Concierto campestre” para clavecín y orquesta, donde, comenzando en estilo seudobarroco y serio, uno termina codeándose con el music-hall, las melodías populares, rusismos varios, e incluso fanfarrias de viento que no estarían fuera de lugar en la banda sonora de algún “peplum”. Mientras el guiso supiera bien, no se despreciaba ningún ingrediente, llegando en algunas partituras a “tomar prestados” melodías completas de conciertos de Mozart o el primer clímax orquestal de “El mar” de Debussy.
Pero Poulenc era así, efervescente y desvergonzado, siempre con un trasfondo melancólico que a veces saltaba a primer término, como en “Aubade” o en esas pequeñas joyas que son las “Novelettes” para piano solo. A eso antes lo llamaban el “estilo francés”, hasta que la combinación fatal de las depuraciones de postguerra y Pierre Boulez como administrador de subvenciones culturales lo mandaron a hacer compañía al pájaro bobo. Incluso sería posible entender el ciclo final de sonatas para instrumentos de viento y piano como el menos retórico de los réquiem, dedicado por Poulenc no sólo a sus compañeros muertos (entre ellos Prokofiev, con quien tanto jugó a las cartas), sino a toda una manera de hacer música que se vio obligada a refugiarse en la “chanson”, el jazz o el cine.
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