martes, 4 de noviembre de 2008

Compositores: Richard Strauss


Por si tratarse de creaciones de “hombres blancos europeos muertos” no bastara para instaurar la música clásica en el panteón de las artes políticamente incorrectas, casos como el de Richard Strauss añaden, si cabe, más leña al fuego. Exponente de un modo de vida burgués germánico al que llegó a cantar lírica y un punto grotescamente en el programa literario de la “Sinfonía doméstica”, egocéntrico sin parangón que llegó a componer “Una vida de héroe” inspirándose en sí mismo, amante del lujo decorativo de una época de la que sus pentagramas proveen una ilustración sonora memorable e incluso amiguete en su vejez de políticos tan simpáticos como Hitler o Goebbels, Richard Strauss figura por derecho propio en la galería de villanos de mucho melómano progresista.

Pero a mí siempre me ha costado un poco entender por qué se les puede reprochar a Strauss, o a Prokofiev, una supuesta connivencia con regímenes totalitarios, y en cambio nadie pone en el banquillo retrospectivo a Haendel o a Lully por contribuir al aparato propagandístico de la monarquía absoluta, por poner sólo un ejemplo. Amén de que Strauss, en la época nazi, ya era un anciano de edad más que provecta y quizá no muy en sus cabales. Pero bueno, ya se sabe que a los partidos estéticos les gusta convertir su causa en ideología, por la sencilla razón de que los asuntos de gusto son opinables, mientras que la muerte de seis millones de judíos en los hornos crematorios, diga lo que diga algún elemento, no lo es.

Todo acaba reduciéndose a si la épica es condenable en sí misma, o si la condición para disfrutarla es no creérsela. Los poemas de Strauss, en la estela de la ópera wagneriana, dan épica rimbombante y sentimental a escala grandiosa, del tipo que, según una frase que siempre he encontrado bastante necia, da ganas de invadir Polonia. Pero la exquisitez sonora (que en los casos de “Así habló Zaratustra” y la misma “Vida de héroe” llegó a seducir a alguien tan poco sospechoso de filofascismo como Bartók) debería ser suficiente para hacer de esta serie de obras una fuente inagotable de placer. Será que Strauss transmitía demasiada confianza en sí mismo; su gran rival, Mahler, sabedor de no ser un superhombre, sembró su obra de prolijidad y vacilaciones, la hizo más ardua, menos disfrutable, más del gusto de la crítica de ahora.

Pero Strauss podía ser engreído, pero no un tonto: no se le pudo escapar el lado oscuro de aquel comienzo de siglo esplendoroso, y lo plasmó en dos óperas, “Salomé” y “Elektra”, de inquietante barroquismo decorativo y extrañas pulsiones psicológicas que habrían hecho las delicias de Sigmund Freud, además de una exageración de las armonías cromáticas de la que no se podía volver. Pero el compositor, que fue un buen lector de Nietzsche, sabía que si miras demasiado tiempo el abismo, el abismo te devuelve la mirada, y por tanto, sabedor de haberlo hecho bien una vez, se conformó con seguir siendo un prepotente y talentoso caballero burgués, componiendo en su torre de marfil mientras el mundo explotaba poco a poco a su alrededor.

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