
He de confesar que desconozco el sentimiento de formar parte de un grupo. Uno tiene ese maldito gen individualista que hace sonar la señal de alarma cada vez que se encuentra demasiados rasgos en común con otras personas y se aferra a la búsqueda encarnizada de las diferencias. De ahí la fascinación con los grandes grupos de rock o con
Monty Python, donde la convivencia de personalidades muy fuertes y distintivas logró amalgamarse en una misteriosa homogeneidad.
En el caso de
Monty Python, parece ser que este proceso de amalgama tenía sus puntos de contacto con el infierno. En las reuniones creativas todos eran extremadamente críticos con el trabajo de los demás, había una división clara en facciones más o menos enfrentadas, y era necesario luchar todo lo posible para que determinadas ideas o escenas terminaran en la pantalla. Tal vez acostumbrarse a esa disciplina temprana ayudase a
Terry Gilliam a no desfallecer durante una carrera accidentada, llena de encontronazos con los productores, frustraciones en los rodajes o incomprensiones por la crítica y el público.
Aunque la filmografía de
Gilliam comienza realmente con
“La bestia del reino”, su debut oficial como director es
“Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores”, segunda película para cines de
Python, en la que compartió la silla de director con su colega del grupo
Terry Jones. Merece la pena detenerse un rato en ella porque proporciona bastante pistas sobre los inicios de
Gilliam y prefigura toda la primera etapa de su filmografía.
Es lo que tienen los grandes grupos: es difícil que un disco de
Paul McCartney no suene a
Beatles, es difícil que
Mick Jagger en solitario no suene a los
Stones. Aunque el contraste de estilo entre los dos
Terry,
Gilliam y
Jones, no pueda ser más acusado (el primero mucho más visual y ambicioso, el segundo más centrado en el guión y las actuaciones, sin ambiciones plásticas), ambos participan de la energía anárquica de
Python, su afán por darle la vuelta a las convenciones y desinflar todo tipo de tópicos.
En el caso de
“Los caballeros”, el afán por hacer metaficción se explica también por los precarios medios técnicos. Cuando
Arturo y sus caballeros encuentran el castillo de
Camelot y muestran su asombro y maravilla, el escudero que incorpora
Gilliam observa despectivo:
“Es sólo una maqueta”. Es la vieja estrategia de la
nouvelle vague: si dejas ver en todo momento tu consciencia de usar medios cutres, conviertes tu cutrez en una herramienta intelectual. Pasa lo mismo con los caballos sustituidos por mitades de coco entrechocadas, que incluso dan lugar al
gag metaficticio que cierra la película, y que no todo el mundo entiende.
Cuando un historiador comienza a relatar en un bosque las andanzas de
Arturo, rey de los bretones, un caballero medieval montado a caballo lo degüella de un espadazo. Su viuda llama a la policía, que hace investigaciones hasta que al final, en el momento menos oportuno pero conveniente para la modesta producción de la gran batalla, los guardias irrumpen para detener a los actores y a todo el equipo de rodaje, incluyendo al cámara que es obligado a parar la filmación. Y, sin embargo, es evidente que ellos no pueden ser los responsables de la muerte del historiador, pues el asesino llegó a caballo y el equipo de la peli
sólo tiene presupuesto para cocos...
Postmodernismo, pues. Es sólo una ficción, pero me gusta. Adaptar a la gran pantalla el estilo del
Flying Circus suponía insistir en la destrucción de la narración, en atomizar y sabotear el discurso, algo que va contra la tradición fílmica del discurso unitario en hora y media o dos horas, y que obligó a los
Python a buscar todo tipo de mecanismos para dar cierta coherencia a una sucesión de sketches más larga de lo habitual, hasta que al final, en
“El sentido de la vida”, tiraron la toalla volviendo a las minihistorias inconexas.
Gilliam, en
Python, solía ser uno de los grandes disgregadores, mediante sus animaciones con recortes, cuya presencia en
“Los caballeros” es mayor que en las películas posteriores del grupo, y que en cierta manera dan la pista sobre sus posteriores ambiciones megalómanas, siempre frustradas. Los que desprecian las películas estilo
Gilliam afirmando que son poco más que un cine de diseñador no andan enteramente desencaminados: acostumbrado a manejar y mover en dos dimensiones los objetos más insospechados, el cineasta se acostumbra a tener muy claros sobre el papel conceptos visuales muy complejos y difíciles, y a buscar la manera de realizarlos. Convertir en imágenes reales el
sketch del loro muerto es sencillísimo: basta con rodar a
John Cleese y a
Michael Palin en un decorado de tienda de animales; convertir en imagen real una animación en la que los edificios de una calle se desplazan y derrumban, o en la que un coche acecha y devora a los transeúntes, ya sería un poco más peliagudo. En
“Los caballeros”, las apariciones de
Dios encomendando la búsqueda del
Grial o del monstruo que persigue a los héroes en la cueva son confiadas a
Gilliam para ahorrar en efectos especiales, pero
Dios aparecería, en la persona de
Ralph Richardson, en
“Los héroes del tiempo”, mientras que la bestia carnívora, modestamente construida pero de un diseño admirable, haría acto de presencia dos años después en
“La bestia del reino”.
Nunca he encontrado casual que
Gilliam, el único miembro de
Python que no era actor, contribuyese en sus apariciones junto al grupo a elevar el componente grotesco de las escenas, prestándose a las caracterizaciones más monstruosas o repugnantes. Esa tendencia a lo grotesco, a lo descompensado, marcará también su estilo visual hasta nuestros días. Para
Gilliam, la potencia visual puede manifestarse en composiciones equilibradas y armoniosas, pero también, y casi mucho más a menudo, en batiburrillos caóticos que casi se desbordan del fotograma. Sabiendo desde el inicio de su carrera que la mayoría de los rodajes de obras distintas e independientes se van a desarrollar en la pobreza,
Gilliam aprendió a cultivar el barroquismo de la basura, a convertir el
síndrome de Diógenes en una opción artística como otra cualquiera.
De ahí también la obsesión por una
Edad Media sórdida y miserable que comienza en esta película. No sólo se desmonta el medievo limpio, brillante e idealista de las películas del
Hollywood clásico, también se aprovecha la posibilidad de crear ambiente mediante humo, suciedad y decorados ruinosos, insinuada ya aquí en lo que es una especie de ensayo para
“La bestia del reino”, en la que esta tendencia se apodera de la pantalla y casi del olfato del espectador. No es coincidencia que
“Los caballeros” sea la película más interesante en lo visual de
Python, con multitud de momentos atmosféricos sin ninguna intención paródica. Aunque el enfrentamiento con los
Caballeros de Ni sea un clásico de la estupidez (en el buen sentido) pythoniana, el vislumbre gradual de éstos al fondo de la imagen, entre los troncos del bosquecillo sumidos en la niebla, no desentonaría en una película seria de aventuras, al igual que el desfile de la comitiva de
Arturo por un horizonte lejano, surgiendo, se diría, de la órbita de una calavera colocada en primer término del plano, imagen casi a lo
"Iván el Terrible" que delata a
Gilliam como una rata de filmoteca (y si no lo digo reviento: ¿cuántos veinteañeros de hoy conocen el cine de
Eisenstein? Y eso que les debería gustar, porque monta tan rápido, o más, que
Michael Bay).
Como temática, gran parte del cine de
Gilliam ya está aquí: esos idealistas en búsqueda de un sueño imposible, chocando con una realidad sórdida y grotesca, reaparecerán en película tras película, e incluso el
Santo Grial, real o ficticio, volverá a la palestra en
“El rey pescador”. Incluso, dado que
Gilliam es un creador visual y no un guionista, a falta de material dramático que conecte adecuadamente las imágenes, recurrirá durante toda una etapa por defecto a mecanismos pythonianos como la paradoja, el absurdo lógico o la estupidez surrealista, así como a las interpretaciones anárquicas que permitirá una y otra vez a ciertos actores de sus películas, conformando ese fuerte sabor estilístico que varias personas, entre ellas la práctica totalidad de nuestra crítica, encuentran tan estomagante. Pero si consideramos que el resto de los
Python ya casi están para hacer realidad aquel proyecto chungón de
Eric Idle,
“Monty Python Live in Vegas”, va a resultar que es
Gilliam el único en seguir manteniendo un poco alto aquel pabellón de locura y creatividad que barrió el mundo durante los 70 y que se echa de menos en el que debe de ser uno de los momentos más previsibles de la historia del entretenimiento.
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