domingo, 21 de agosto de 2011
Leone 61: Il colosso di Rodi
Leer sobre cine suele aburrir por el afán de los autores en hacer encajar la realidad en sus ideas preconcebidas. De ese modo, el discurso que cabe esperar de alguien que aborde “El coloso de Rodas” sería la demostración de que ahí ya estaba en germen todo Sergio Leone: su énfasis en la violencia, Rory Calhoun como icono del western serie B, de expresividad limitada y chulería a prueba de flechas (que no de balas), transplantado a un escenario mucho más anacrónico que Almería, la presencia de un aliento fatalista que hace de los humanos muñecos frágiles en las manos crueles de la historia, el énfasis narrativo en momentos como la elección de los atacantes del Coloso eligiendo la ramita más corta, etc.
Pero la verdad es que, si borrásemos de los créditos el nombre del director, nadie diría hoy que fuese Leone. Cabría incluso hacer un ejercicio de historia (del cine) alternativa e imaginar al director romano probando fortuna sin suerte en subgénero tras subgénero: del peplum al spaghetti western, del spaghetti western al giallo o al poliziesco, terminando tal vez en los 80 con algo titulado “C’era una volta i cannibali”, con Ian McCulloch, Laura Gemser y David Warbeck. Quizá la frontera entre Sergio Leone y gente como Umberto Lenzi o Lucio Fulci no esté tan clara, y sólo fue el caprichoso azar quien regaló al primero la oportunidad de desarrollar todo su talento y lograr éxito mundial mientras los segundos iban dando tumbos hasta caer en la caspa.
Pero “El coloso de Rodas”, aun sin encajar en la teoría de los autores, es un despropósito muy disfrutable, un delirio completamente anacrónico que hace de sus incongruencias toda una fuente de entretenimiento (para muestra un botón: si se quiere encadenar a los prisioneros del reino, ¿para qué ponerles una cadena tan larga? ¿Para que puedan mover mejor los brazos intentando escapar? ¿Para que ataquen a sus guardianes a cadenazos o los estrangulen?), a menudo fascinante en su escenografía, con puntos extra para la estrella titular de la película, la estatua del coloso, escenario de una lucha casi surreal cuya evidente inverosimilitud (está claro que es un decorado situado a poca distancia del suelo) da la clave del atractivo de este tipo de cine, definido con cierta condescendencia como “camp”: hoy por hoy es imposible tomarlo en serio, por sus múltiples imperfecciones y lo desfasado del estilo, pero, viéndolo con ojos favorables y nostálgicos, termina por configurar todo un paraíso artificial de la memoria, retrotrayendo a tiempos más felices en los que la perfección y la credibilidad importaban menos que el entretenimiento irresponsable.
Amén de que, faltaría más, la película está bien dirigida para lo que era muchas veces el peplum, e incluso podría verse como la demostración definitiva de que Leone era ya un gran director desde sus inicios, pues ni el guión daba mucho de sí ni se contaba con grandes actores: Rory Calhoun, en la primera de las tres actuaciones que le elevaron al olimpo de los actores de culto cómplice (las otras dos son “Motel Hell” y las dos partes de “Angel”), se pasea por el plató italiano con una sonrisilla macarra y pelea exactamente igual que en un western; por su parte, Lea Massari aparenta odiarlo con todas sus fuerzas, pese a ser en teoría su gran amor fatal, y Conrado San Martín es un villano tan de guardarropía que resulta entrañable. Hay un tono de cierto desprecio hacia el melodramatismo, endémico en el subgénero ya desde “Cabiria” de Pastrone y no digamos en su vertiente hollywoodense, que resulta vivificante. Desde casi el primer momento se nos sitúa en el reverso, en la trastienda: el primer coqueteo entre Calhoun y Massari desemboca en la cámara de las momias; la monarquía de Rodas, amiga de torturar mediante gotas de líquido hirviente o las vibraciones de una enorme campana colocada sobre el prisionero, está más cerca del fascismo en que se dearrolló la infancia de Leone que de un paraíso histórico idealizado; las escenas de lucha hoy hacen reír un poco, pero pretenden ser más brutales y sucias de lo que era habitual, e incluso resaltan de una manera más o menos malintencionada todo ese subtexto homoerótico del cine “de romanos”, como en el momento en que el personaje de Angel Aranda muere asesinado por detrás, con una postura corporal, de la víctima y del verdugo, bastante inequívoca.
La catarsis final, con maremoto y terremoto incluidos, aparenta estar fabricada con retales de “Los últimos días de Pompeya”, en una nueva muestra representativa de cómo se producía entonces. Resulta difícil imaginar a Leone llegando a donde llegó haciendo peplum: viendo “El coloso” uno se imagina a su director nadando contra la corriente, esperando una ocasión mejor para plasmar sus ideas, pero el resultado termina entreteniendo perversamente, incluso si, mirando la filmografía de Leone como un todo, te puedes olvidar de ella sin problemas.
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