En oposición al “pequeño”, por supuesto. Estoy tentado de
emprender una ambiciosa semblanza sobre el que quizá sea el astro
más fascinante de la galaxia de Hollywood, un señor que tiene un
Óscar y estuvo en la “A list”, sobrino de uno de los grandes
directores de todos los tiempos, que sustituyo su apellido de
alcurnia cinéfila por la conjunción contra natura de un compositor
de vanguardia norteamericano que ponía tuercas y objetos raros entre
las cuerdas de un piano y un superhéroe negro de la Marvel que
llevaba camisa amarilla y una diadema metálica, que llegó a pagar
una millonada por un cráneo fósil de dinosaurio que al final tuvo
que devolver por tratarse de mercancía robada (y que le disputó
hasta el final en la subasta nada menos que Leonardo di Caprio) y que
prefiere ser cabeza de ratón en seis o siete series B al año que
cola de león de la gran industria de los blockbusters, que aportan
sustanciosa recompensa económica pero te roban la libertad. Y que,
sin ser en absoluto un mal actor, hace ya bastante tiempo que se pasa
por el forro el concepto tradicional de lo que es “una buena
actuación”, no dándosele un ardite el qué dirán.
Y es
que, bueno, si consideramos que lo hemos visto, por primera vez en la
Muestra fuera de las autopromociones del canal SyFy donde se le
vitorea al más mínimo fotograma, en “The color out of space”,
que acepta el desafío de adaptar al “inadaptable” H.P.
Lovecraft, uno recuerda aquello que decía China Miéville de que el
estilo hipertrofiado, altisonante y “antes muerto que sencillo”
de mucha literatura fantástica “pulp” era la única manera de
estar a la altura de argumentos y situaciones ultraterrenos. Uno
trata de imaginarse un relato sobre dioses primordiales alienígenas
insinuándose en nuestra realidad escrito en las frases desnatadas y
concisas de Raymond Carver revisado por Gordon Lish y la verdad es
que la tortilla no cuaja. El bueno de Nicolas encuentra siempre una
manera inusual
de interpretar hasta la situación y el diálogo más anodino, pero
¿os dais cuenta de lo demás que está sucediendo en pantalla? Y más
importante aún, ¿no supone la expectativa de “por dónde va a
salir Nicolas” una fuente de entretenimiento en sí misma, incluso
al margen de la propia peli?
Creo
(no estoy en Internet, así que no puedo recurrir a Wikipedia) que
“The color out of space” es el regreso al cine tras larguísimos
años de ostracismo de Richard Stanley, quien a día de hoy sigue
pensando que utilizar la brujería para que Marlon Brando aceptara
hacer “La isla del doctor Moreau” fue buena idea, sin imaginar
que hacer que las potencias superiores, o inferiores, se fijen en ti
puede tener su precio. Stanley, de quien vi de estreno “Hardware,
programado para matar”, en el cine Imperial, el mismo que vio nacer
la Muestra (entonces “Calle 13” y no “SyFy”) en 2004, es un
encantador excéntrico inglés, un William Beckford del frikismo,
accidentalmente nacido en Sudáfrica, que iba camino de ser una
especie de ser una especie de Víctor Erice del fantástico, con solo
tres películas, hasta que le surgió la oportunidad de rodar esta
resultona película lovecraftiana que suple sus medios discretos con
bastante locura desde su comienzo con una jovencita dedicada a sus
rituales Wicca hasta que un tal “Howard Phillips”, de raza negra
(ya he manifestado alguna vez por aquí la opinión que me merece la
etiqueta de fascista y racista que hoy por hoy se le pega tan
alegremente, incluyendo a mi admirado Joann Sfar, al pobre Lovecraft)
se acerca a pedirle información sobre la situación de un pantano.
Aquí no hice mis deberes, como con Osamu Dazai: no volví al relato
original y por tanto no puedo valorar la película como adaptación,
pero sí la veo consecuente con un concepto serio del fantástico,
que no interpone distancias ni ironías entre el espectador y las
otras realidades, y que logra transmitir un verdadero mal rollo ante
la inevitabilidad de la enfermedad y la muerte, en este caso ayudadas
(otra peli profética) por un visitante externo cuya verdadera agenda
no nos será dado comprender. La dureza de algunos momentos tiene su
contraste en lo visionario de otros (estamos ante otra de las
Películas Psicodélicas de Nicolas Cage, subgénero iniciado, quién
lo iba a decir, por ¡Paul Schrader! en “Dog eat dog” cuando el
estilo trascendental de Dreyer, Bresson y Ozu se le quedó pequeño para lo que quería contar),
en la entrega inicial de una proyectada serie de películas
Lovecraft-Stanley-Cage que podría y debería ser la respuesta de un
desquiciado siglo XXI a aquella de Poe-Corman-Price. Esperemos que
“The Dunwich horror” llegue a ser una realidad y tengamos otra
bizarrada memorable, no apta para los más pusilánimes, que celebre
desde el exceso el legado de un escritor tan legendario como
incomprendido.
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