viernes, 21 de noviembre de 2008
Compositores: Alexander Scriabin
Entre los adjetivos empleados para enjuiciar las obras de expresión artística, reservo un lugar especial de oprobio y deshonor, un poco hacia atrás y a la derecha del que ocupa “sobrevalorado”, para “pretencioso”. Lo pretencioso es, por definición, aquello que al receptor se le escapa completamente y por tanto ni lo entiende ni le entretiene; no obstante, su inseguridad le obliga a mostrar un rechazo total hacia el artista y sus intenciones, en lugar de admitir sencillamente que tal producto no está hecho ni para su sensibilidad ni para su equipamiento mental, lo cual no implica que haya sensibilidades o equipamientos mentales más válidos que otros.
Como consecuencia de lo cual, a cualquier creador que revista sus obras de un barniz “cultural”, se le cuelga indiscriminadamente la etiqueta, cuando ser pretencioso de verdad supone todo un arte al alcance de muy pocos. El mejor ejemplo que se me ocurre es Alexander Scriabin, que volcó sus últimos años en la creación de una mastodóntica obra musical, el “Mysterium”, que se representaría durante varios días seguidos en un templo especial construido al efecto en el Tíbet, y cuyos efectos cataclísmicos y casi apocalípticos acabarían con el mundo tal como lo conocemos e inaugurarían una época mejor y más fructífera de la humanidad. Vamos, algo capaz de dejar a Wagner, Bayreuth y “El anillo del nibelungo” a la altura de un simple juego de niños.
La base de tan gigantescas ambiciones la podríamos encontrar en la diminutiva estatura del compositor, determinado, como autor sinfónico, a demostrar que el tamaño sí importaba, ya desde su primera sinfonía, con duración de 50 minutos y un final como coro y solistas vocales al estilo de la Novena de Beethoven, hasta su última obra sinfónica estrenada, “Prometeo, el poema del fuego”, para piano, órgano, coro, orquesta y un “órgano de colores”, que inundaba el escenario con luces de tonos cromáticos correspondientes a los distintos acordes (colores que, dicho sea de paso, coinciden a menudo con los que afirmaba ver Messiaen al escuchar los mismos sonidos). Pero el afán de superación ya vino antes, cuando el pequeño tamaño de sus manos le empujó a alcanzar el virtuosismo pianístico, practicando hasta lesionarse (de ahí la composición de su famoso “Estudio para la mano izquierda”, la única que le funcionaba bien en aquellos momentos).
En el siglo XX se puso muy de moda burlarse de las aspiraciones literarias, del misticismo con que los románticos gustaban de rodearse a veces, y Scriabin, como hemos visto, llevó esta tendencia al extremo. Pero toda esta pretenciosidad tan poco apreciada (“No se puede imponer la divinidad a un acorde”, decía de nuestro compositor el pianista vagabundo a quien daba vida Samuel L. Jackson en la película “Muerte de un ángel”) tuvo como resultado un estilo único en su enrarecimiento, en su extrañeza visionaria. Sinceramente, no me extraña que Fritz Leiber, en su clásica novela fantástica “Esposa hechicera” incluyese dentro de su arsenal actualizado de la magia una aguja fonográfica que sólo hubiese reproducido la Sonata para piano nº 9 “Misa negra”. El sobrenombre creo que es ajeno, pero se ajusta como un guante al misterio melancólico de la pieza, a ese aliento de otro mundo que la cruza y que en gran parte es producto de la armonía creada por el “acorde místico”, expresión de una escala donde los tonos completos (al estilo de Debussy) y los intervalos de séptima dominante mandan a paseo la tonalidad tradicional, tanto es así que en las partituras falta, al lado de la clave, el grupito de bemoles o sostenidos que nos suele decir cómo poner las manos.
La leyenda dice que Scriabin estaba bajo los efectos de una poderosa sustancia intoxicante mientras componía el “Poema del éxtasis” para orquesta, y la verdad es que se nota para bien, por el gigantismo y la desmesura, aunque, a un servidor, esta estructura de monobloque, en un movimiento continuo y el desfile de los temas principales por una tonalidad tras otra, le parezca una mera ampliación del esquema de las últimas sonatas para piano y le resulte quizá un tanto cerebral. Pero con Scriabin no hay término medio: las tres primeras sinfonías, aunque llenas de momentos extraordinarios (en particular, los movimientos en adagio de la Segunda y la Tercera, con su ambiente lánguido y sensual y esas flautas remedando cantos de pájaros mucho antes de Messiaen) pecan de una retórica un poco hinchada, de un plan formal que en manos interpretativas torpes puede quedar ampuloso.
Pero sea como fuere, sin sus ambiciones megalómanas y absurdas Scriabin no sería la figura fascinante que es, un paradigma del exceso y el frikismo compositivos capaz de transportarte a otro mundo sin intermediario químico alguno.
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