lunes, 17 de noviembre de 2008

Compositores: Darius Milhaud


Hay personas que parecen nacidas fuera de su tiempo y lugar. Por ejemplo, a Darius Milhaud, con su oronda figura y su expresión extrovertida, le habrían bastado una buena peluca y un buen traje del siglo XVIII para encajar de maravilla en el clasicismo o el barroco, épocas en las que la afición a un melodismo casi popular y una enorme fecundidad compositiva no constituían, como en el siglo XX, obstáculos para el reconocimiento entre la gente que sabe.

Pero que conste que Milhaud, pese a sus trazas de hombre de otra época, intentó adaptarse a la suya, si bien se quedó un poco a las puertas, figurando en la historia de la música a título un poco testimonial pese a que algunas de sus piezas son bastante conocidas. Conocidas, pero en ocasiones de un modo despectivo, en plan un poco perdonavidas.

Por ejemplo, entre los melómanos más progres se tiene a Milhaud como uno de los ejemplos por excelencia de la incapacidad de los autores de formación clásica para captar la verdadera esencia del jazz, que habría quedado, en obras como “La creación del mundo”, reducida a su superficie de swing bailable pero sin incorporar el carácter improvisativo que da el alma al estilo y sin combinarlo bien con el estilo fugado a la barroca de otras partes de la partitura. Lo cual es ciertamente injusto, pues, por un lado, el resultado se acerca más, durante el trepidante final, al espíritu desenfrenado de una jam session que en la mayoría de experimentos similares, y, en segundo lugar, ni el Milhaud de aquí, ni el Stravinsky del “Concierto de ébano” pretendían hacer jazz, sino más bien una de sus propias obras aderezada con elementos contemporáneos vistos en otro contexto. Lo cual sería como si los sesudos vanguardistas de postguerra, tipo Stockhausen o Xenakis, hubiesen introducido maneras del pop o el rock en sus trabajos. Pero eran otros tiempos.

A Milhaud se le conoce también como a una especie de aprendiz de innovador, que no sólo fue el introductor en Francia del “Pierrot lunaire” de Schoenberg, sino que acabó desdeñando la atonalidad reglamentada de este último a favor de una explotación contumaz de la politonalidad, donde la extrañeza surgía no de la ausencia de una jerarquía convencional de los sonidos, sino de la superposición de escalas tonales de toda la vida, interpretando acordes y melodías de toda la vida pero que chocaban entre sí constantemente. El concepto, bien utilizado, podía dar su nota picante y evocadora a la composición (por ejemplo, “El buey sobre el tejado”, la “fantasía cinematográfica” que evoca la estancia del autor en Brasil, debe su atmósfera entre festiva y soñadora, su conseguido aire nocturno y melancólico, al sagaz uso simultáneo de tonalidades no relacionadas, como si se tratase de charangas tocadas a la vez en barrios vecinos), pero también, sobre todo en manos interpretativas poco capaces, puede llevar al cansancio y a la confusión, pues a menudo uno no sabe qué línea seguir, como si, haciendo caso a Ives, se estuvieran escuchando dos obras no relacionadas pero ejecutadas al mismo tiempo. De hecho esto último Milhaud lo llegó a hacer: tiene un octeto de cuerdas que resulta de simultanear las partituras de dos de sus cuartetos...

Pues ya veis, entre falso jazzista y falso innovador, Milhaud termina por ser una de las figuras más prolíficas y más desconocidas entre los compositores del siglo XX, reducida a cuatro tópicos y cuatro obras de un total de más de trescientas, pero uno siente que en todo ese catálogo deben acechar bastantes sorpresas. Yo recuerdo por ejemplo un concierto para violín y orquesta sin politonalidad, ni jazz, ni brasileñismos, que tenía bastante dignidad y dramatismo y no se iba olvidando durante la audición. O unas brevísimas sinfonías, concentradas en cinco o seis minutos cada una, que recogían el testigo del Stravinsky popular y juguetón, genio inspirador en la sombra de todo aquel “Grupo de los Seis” donde también estaba Poulenc. Investigar en la obra de Milhaud puede resultar a veces fatigoso por lo desigual del conjunto, pero demos una oportunidad a este hombre que, a pesar de su nacimiento fuera de época y sus serios problemas de salud, dio muchas lecciones de luminosidad y alegría musicales en una época en que el pensamiento único obligaba a la música “artística” a ser gris, tediosa y convencionalmente desesperada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ni Milhaud, ni Stravinsky, tampoco Shostakovich o Juan Carlos Paz, deseaban hacer jazz. Se aproximaban a él. Y muy bien. Pero estrictamente hablando ni Gershwin, ni Copland, ni Berntein lo hicieron. Pero ewsto quiere decir que el sentido de la esencia del jazz está a la interpretación y no en las composiciones. Gary.Vila.Ortiz@hotmail.comnon