martes, 18 de noviembre de 2008
Compositores: Sergei Prokofiev
Aunque nos pese, todos comenzamos como punkis rebeldes empeñados en derrocar el orden establecido, para terminar pensando de una manera muy parecida a la de nuestros reaccionarios padres. Son fases inevitables del desarrollo: de jóvenes nos gusta llamar la atención, causar escándalo. Más tarde, si ya hemos conseguido esa atención, no resulta necesario seguir epatando, a no ser que seamos exhibicionistas patológicos o no tengamos otras cosas que contar u otras habilidades aparte de dar la nota.
Sergei Prokofiev, aunque hoy en día se le vea como un viejo carca entre otros muchos, comenzó su carrera rompiendo moldes y cabreando a sus profesores. La agresividad de sus primeras obras sigue cautivando a los amantes de la intensidad y el ruido, por ejemplo en aquella "Suite escita" que provocó en su estreno la salida airada del director del conservatorio, Glazunov, y cuyo segundo movimiento, “El dios enemigo y la danza de los espíritus de las tinieblas”, no desentonó en un disco de rock unos sesenta años después, con el único añadido de la batería de Carl Palmer.
Lo que Prokofiev quería ser de mayor era Stravinsky, y la verdad es que no le faltaba talento: como pianista era bastante superior, y su don para el humor, el virtuosismo diabólico y la violencia sonora hacía presagiar un duelo de titanes. Siguiendo los pasos de Igor, Prokofiev acudió a los Ballets Rusos de Diaghilev para ofrecerle su réplica a “La consagración de la primavera”, “Ala y Lolli”, que sin embargo no gustó al empresario y acabó reconvertida en la ya citada “Suite escita”, un monumento sin desperdicio al exceso juvenil cuya orquesta requiere unos 13 percusionistas más o menos (lo digo porque, en un concierto, los conté). Sergei no cejó y produjo su respuesta a “Petrushka”, “Chout”, pero los resultados no eran los esperados ni aquí, ni en las primeras sinfonías, de violencia martilleante, ni en las óperas de asunto escabrosillo (aunque el clímax de “El ángel de fuego”, con esa histeria monjil colectiva digna de “The devils” de Ken Russell, se come con patatas a todo Rossini y Donizetti).
Prokofiev se cansaba. No era capaz de adaptarse a la existencia cosmopolita, errante y desarraigada, de su gran rival, y era consciente de que su fuerte estaba en un modo de expresión más cálido y sereno, como en su “Concierto para violín nº 1” o en sus “Visiones fugitivas” para piano (título que me suena de algo, no sé de qué). La nostalgia le pudo a Prokofiev, y por eso aceptó acomodar su cuello en el nudo corredizo que le tendía la Unión Soviética de Stalin. Uno de los cambios principales en su vida fue la deportación a Siberia de su primera esposa, Carolina Codina, y su reemplazo por Mira Mendelson, a quien el KGB había encomendado el espionaje de su marido.
Como Prokofiev mantenía su talento, dio origen a momentos musicales imborrables, como “Alexander Nevsky” (música de cine aún hoy copiada en toda escena de batallas que se precie, incluya o no guitarra heavy) o el ballet “Romeo y Julieta”, aunque otras veces se tiene la impresión de que el impulso punki inicial se perdió del todo y simplemente se aplica un toque excéntrico a melodías y armonías un poco de andar por casa, quizá por miedo a las acusaciones de formalismo burgués que podían hacerte aterrizar de cabeza en el gulag. Pero lo importante es que Prokofiev no necesitó coartadas históricas ni psicodramas encubiertos, como Shostakovich, para brillar en su creación. La pena es que creyera en el mito de los honrados maestros de capilla , al estilo de Haydn, capaces de desempeñar su oficio sin problemas a la sombra de sus amos políticos. Un ejemplo más del daño que puede hacer el clasicismo.
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