lunes, 2 de julio de 2007
Casa Takeshis
Para hacerse una idea del tipo de rareza que representa Takeshi Kitano, basta imaginarse a un componente de Los Morancos o Cruz y Raya pasándose con armas y bagajes, primero al cine de acción violenta, y después a graves y sesudas películas sobre el sufrimiento de la condición humana.
De hecho, Kitano forma también parte del imaginario televisivo español mediante su papel como conductor del concurso televisivo “Takeshi’s castle”, importado a nuestros lares por Telecinco con el nombre “Humor amarillo” y reciclado en estos tiempos, debido a su valor nostálgico, por Cuatro.
El humor tontorrón y kamikaze demostrado en las pruebas del concurso (corro un estúpido velo sobre la narración en “off” incorporada en España) da pistas, no sé si queriéndolo, sobre el sentido del humor entre bobalicón y sádico que mostró luego Kitano en su cine como director: pienso en las faenas a las que era sometido el mecánico de “Hana-bi” o en los repetidos puñetazos en el ojo que propina Takeshi a Omar Epps nada más verlo en "Brother", presumiblemente porque se trata del primer negro que ha visto en su vida...
Cómo choca esto con la repetida pose de estas películas, donde la vida se ve como un callejón sin salida del cual sólo se sale mediante el suicidio (el número de personajes de Kitano que salen por la puerta de atrás es ingente), con una estética por momentos “naif” con la que se quiere intensificar el desamparo (el mayor ejemplo de ese estilo tal vez sea “Dolls”) es el gran misterio de un cineasta a quien, por alguna razón, le ha tocado ser la gran referencia del cine japonés actual en el mundo, por delante de otros autores como Shinji Iwai, Sabu, Hirokazu Kore-eda y otros que se van descubriendo con cuentagotas a través del DVD o el ocasional estreno en salas.
Tras agotar la vena “yakuza” en “Brother” y alcanzar el cénit (o el nadir) del esteticismo “depre” en “Dolls”. Kitano parece tantear nuevos caminos para su carrera. “Zatoichi”, aunque a nosotros nos sonase a algo nuevo porque no conocemos como querríamos la cultura popular japonesa, no era más que un guiño a un personaje archiconocido y visto mil veces en el cine y la televisión nipones, con toques “pop” irreverentes añadidos. Más que un nuevo comienzo, parecía casi un epílogo, un divertimento pasajero antes de la pregunta clave: ¿y ahora qué?
De hecho, la sombra de “Zatoichi” planea sobre la siguiente obra de Kitano: “Takeshis” lo muestra nuevamente teñido de rubio, con la irónica diferencia de que en aquella peli incorporaba a un héroe invencible y aquí la metamorfosis capilar es aplicada a un pobre diablo que fracasa continuamente y es objeto de todas las burlas posibles. Asimismo, vemos decorados que bien podrían ser los mismos de la película sobre el samurai ciego, así como actuaciones del grupo de claqué japonés The Stripes (The Stripes, no The White Stripes), en lo que son sólo los primeros de una multitud de guiños autorreferenciales.
Porque “Takeshis’” es en definitiva un capricho de autor, no tanto el “Inland empire” de Kitano como, salvando las distancias, su “Ocho y medio”, un punto de inflexión en una carrera que no sabe por dónde tomar y por tanto abjura responsabilidades para permitirse un desahogo narcisista, un ajuste de cuentas con el mundo en general, un replanteamiento de lo que podría haber sido (o tal vez es en el fondo) su vida, y un desafío a las “buenas maneras” cinematográficas que hace obligatoria una propuesta excesiva, fatigosa e impertinente como afirmación macarra de un ego quisquilloso (algo así como cuando Frank Zappa afirmaba con orgullo que no había nadie a quien le gustara absolutamente todo lo que él había hecho en su carrera).
En primer lugar, tenemos una mirada sobre la vida pública del verdadero Beat Takeshi, el moreno, el actor protagonista de films de yakuzas, que en un principio apuntaría al modelo felliniano de cotidianeidad delirante y personajes excéntricos (ese cantante travestido y viejo) pero se desecha pronto, como prueba de ese carácter improvisatorio que jamás se desprende de la película, en favor de la vida cotidiana de Kitano, el rubio, cajero de supermercado y aspirante a actor que se presenta a todos los “castings” sin jamás conseguir un papel.
Aquí tal vez esté lo más satisfactorio para mí de la película, esa comedia triste iniciada con Kitano maquillado de payaso (puesto que, para colmo, ni siquiera logra) y que desarrolla “gags” tan hilarantes como las pruebas para un papel de cocinero cascarrabias o de sicario “yakuza” (al cual se presenta un verdadero mafioso, cuya actuación es por supuesto pésima). A medida que sus vecinos se ríen de él y recibe una humillación tras otra, comienza a confundir los sueños con la realidad, topándose con situaciones de lo más surrealista que acepta con inexpresivo fatalismo.
A partir de lo cual asistimos a un resumen de toda la carrera de Kitano, desde la autoparodia de sus films “yakuza” (ese tiroteo inicial en el que Beat Takeshi dispara siempre hacia abajo y no recibe ni una sola bala) hasta el borde del mar como lugar de descanso, reflexión y catarsis (el apocalíptico tiroteo final tiene lugar allí), el humor estúpido en el buen sentido, o los caprichos estéticos que revelan su experiencia como pintor “naif” a la par que cierta imaginación visual que brilla en medio de una puesta en escena funcional y utilitaria (retengo por ejemplo las luces nocturnas de los tiroteos, asemejadas a constelaciones en el cielo).
Se añadiría también un aspecto que raramente hemos visto en las películas de Kitano y que no resulta muy políticamente correcto: la óptica misógina con que se observa a los personajes femeninos: esa misteriosa mujer madura que irrumpe siempre para fastidiar (obviamente la figura de la Esposa), la competente asistente joven, atractiva y siempre dispuesta a servir sexualmente a los poderosos (la bonita Kotomi Kyono, de quien vemos frecuentes “flashes” desnuda y al borde del orgasmo) o la típica “fan” adolescente que persigue a los famosos como si de semidioses se tratara (aunque el retrato de esta última sea el menos ácido y dé pie a uno de los mejores planos de la película, cuando la vemos caminar en mitad de una situación peligrosa y sus padres, salidos de la nada, la observan de espaldas en primer término). Incluso en el número musical del “disc jockey” se identifica el manejo de los platos y consolas con las caricias eróticas a una de las actrices de la peli, dando una visión mecanicista, fría y desmitificadora del sexo.
Pero el verdadero clímax de “Takeshis’” será violento, en ese tipo de “vendetta” fílmica contra las frustraciones de una carrera que nos sirven de vez en cuando los cineastas veteranos (sin ir más lejos, John Carpenter, que en su “Vampiros” parece desquitarse de todo lo divino y lo humano a base de macarrismo). El hallazgo de una bolsa llena de armas, abandonada por los “yakuza”, llevará a una espiral de robos y confrontaciones armadas en compañía del alter ego travieso de la guapetona, sin que llegue a saberse a ciencia cierta si cuanto sucede es real, forma parte de un sueño o de alguna película en la que Kitano ha sido finalmente aceptado como protagonista.
Esa es la clave de “Takeshis’”: la frontera imprecisa entre sueño y realidad, entre “set pieces” impresionantes como la lenta y cuidadosa conducción a lo largo de una carretera sembrada de cadáveres y momentos en que Kitano, el fracasado, suplanta, se identifica con o se enfrenta al celebérrimo Beat Takeshi, en un ejercicio de introspección que en ocasiones huele a una autocompasión muy dudosa, como si se nos quisiera decir que, a pesar de la adulación y de los momentos de éxito, en el fondo el gran Kitano se siente solo en el plató o en medio de la línea ferroviaria, donde la muerte, personificada chuscamente en un actor de color con una linterna sobre la cabeza, vendrá siempre a buscarte lo quieras o no.
O quizá, en un toque, este sí, muy lynchiano, hayamos asistido a las fantasías del soldado japonés moribundo a quien los soldados americanos, vencedores de la II Guerra Mundial, llegan para rematar en la primerísima secuencia de la peli. Esta dimensión histórica del Japón contemporáneo como una pesadilla ridícula y absurda condicionada por la ocupación y tutela estadounidenses, proporciona el barniz “serio” a lo que en el fondo no es más que la travesura seudo-autoral de un director cuyo interés indudable lleva tiempo buscando corresponder, sin éxito, al papel de punta de lanza de su cinematografía que los festivales occidentales, Venecia en concreto, le han hecho asumir.
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2 comentarios:
Interesante lo que planteas en el primer párrafo. ¿Qué debe ser este hombre para los de su tierra? Le ven en Humor amarillo haciendo payasadas y, acto después, sale en una película de autor, que el mismo dirige, impartiendo balazos o katanazos, a cual más violenta o extraña. Tiene que ser un tipo bizarro por allá. De ahí que este mucho más reconocido fuera de su pais, pues ese desconcierto puede jugar en su contra.
Eso es precisamente lo que me fascina de Japón y su cultura, la manera en que unas frikadas suceden a otras hasta el infinito. Yo me jugaría lo que fuera a que Kitano ni siquiera es uno de los personajes más extraños de por allá.
Lo he dicho más de una vez respecto al cine de lugares como Japón o Corea: ¿para qué ver pelis sobre extraterrestres cuando podemos ver pelis hechas por los propios extraterrestres?
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