domingo, 22 de julio de 2007

Poema sinfónico para 100 metrónomos


Lo considero uno de los muy contados momentos lamentables de la edición completa de György Ligeti que emprendió Sony y remató Teldec.

La idea era la siguiente: el famoso compositor húngaro presentaría una nueva obra cuya naturaleza se mantendría en secreto hasta su mismo estreno. Una vez llegados los espectadores a la sala, se desvelaría el enigma. Cien metrónomos, ajustados cada uno a diversas velocidades, se pondrían en marcha al mismo tiempo. La pieza consistía en las interconexiones rítmicas de estos aparatos mecánicos, operados sin intercesión humana, hasta que se les agotara la cuerda y todo quedara en silencio.

Muy ingenioso, muy irreverente, muy provocador, muy John Cage, muy “Fluxus”. Muy de los años 60. Ligeti, en las notas al disco de Sony, se ufana de que las cintas de vídeo que contenían el acontecimiento original eran consideradas “material prohibido” por la televisión holandesa, y continúa afirmando que experimentar con la superposición de distintos metros y velocidades fue muy relevante para el resto de su carrera compositiva.

Pero yo veo en toda la experiencia una mala baba que considero poco simpática. Las implicaciones maliciosas del “Poema sinfónico” son varias:

1) El hecho de que los metrónomos sean 100 aproxima la “plantilla” a una de las orquestas sinfónicas elefantiásicas del período postromántico, al estilo Richard Strauss o Mahler. Se insinúa que los músicos de gran orquesta son esencialmente máquinas que ejecutan mecánicamente partituras preestablecidas, y que tanto ellos como los pentagramas caducos que interpretan irán decayendo y finalmente muriendo.

2) El carácter casi litúrgico de un concierto sinfónico, cercano casi al de una misa con su oficiante (el director), sus corifeos (la orquesta) y los feligreses, viene subvertido en una especie de parodia atea, donde no existe el director, ni hay elemnto humano, y el espectador se encuentra solo ante un laberinto de golpecitos rítmicos, tímbricamente homogéneo, y de un prosaísmo y banalidad deliberados para mejor contrastar con los éxtasis seudomísticos al estilo Bayreuth.

3) La denominación “poema sinfónico”, considerada por los contemporaneístas como sinónimo de romanticismo trasnochado y cursi, gestos melodramáticos por doquier, e imágenes sonoras estereotipadas como el “canto del cuco” inmortalizado por Beethoven en su “Pastoral”, viene aplicada, a modo de burla, a un artefacto sonoro de una objetividad que ni Stravinsky ni Hindemith habrían soñado en su vida, y absolutamente nada sospechoso de connotación extramusical alguna.

Por mi parte, me temo que el diagnóstico de Ligeti sobre la muerte de la orquesta sinfónica tira a certero (o al menos los metrónomos están a apenas un cuarto de su cuerda), pero me duele un poco esa acritud contra el concierto como ceremonia. Dado que no creo en lo sobrenatural, desplazo mi necesidad de mística (que todo ser humano siente) hacia ritos como las proyecciones de cine o los conciertos sinfónicos, y no puedo evitar encontrar bella la experiencia de ver cómo la música surge, en el momento, de la unión, del concierto, de un grupo de músicos dispares, surgiendo del silencio y desarrollándose ante un público congregado para ver cómo el milagro se repite. Si uno es incapaz de ver nada más que técnica y mecánica en una interpretación sinfónica, no vamos bien encaminados.

Por otro lado, la animosidad hacia el término “poema sinfónico” me parece injusta. Ya hemos mencionado sus aspectos negativos, pero también convendría recordar que el término surgió, creo que de la mano de Franz Liszt, dentro del afán romántico de romper barreras y géneros. Hasta entonces una obra orquestal era una sinfonía, en la onda de Haydn, Mozart o el Beethoven menos rebelde, cuyo plan formal, en número de movimientos, el carácter de estos, su estructura o incluso los compases a utilizar, era fijo e inmutable. Liszt y sus seguidores, en cambio, postulaban una pieza de un movimiento único que trataría de seguir de manera más o menos fiel las imágenes que un determinado poema u obra literaria le inspirasen al compositor.

Ya sé que esto repele a los postulantes de la “música pura”, mi tocayo Stravinsky entre los primeros, pero considerad que, en primer lugar, la inspiración no condiciona necesariamente los resultados, y que uno no necesita conocer ni siquiera de manera aproximada el “programa” de un poema sinfónico para disfrutar de él (a veces, como en el caso de la “Sinfonía doméstica”, de Richard Strauss, casi es mejor desconocerlo), y, en segundo lugar, que, mal que les pese a algunos, toda pieza musical desarrollada en un tiempo más o menos largo adquiere un carácter narrativo casi a su pesar, y se le puede hacer contar casi cualquier cosa (véanse las mil y un interpretaciones “políticas” perpetradas contra las sinfonías de Shostakovich, por ejemplo). Pretender que la música no evoque imágenes y sentimientos es una utopía cerebral imposible de realizar, y pocos compositores, incluyendo a los más “modernos” se han librado del tipo de altisonantes pretensiones poéticas que Ligeti quiere parodiar en su “happening”.

Pero lo peor de todo es que la broma se grabe y publique como si fuera una composición meditada. Es el tipo de decisión que da un mal nombre, esa aureola de “tomadura de pelo” a la música contemporánea, casi equivalente a los famosos cuadros en blanco de Jasper Johns o los famosos tubos fluorescentes que ocupan una sala del Reina Sofía. A Ligeti, que es un técnico e imaginador de primer orden, y uno de los pocos autores de las últimas vanguardias capaces de subyugar a un público no iniciado (aunque sea a través de Kubrick) se le ocurre un día un chiste que le podría haber venido a la cabeza a cualquier persona sin conocimientos musicales, lo escribe en una sola página de partitura, se lo pasa en grande apareciendo en el estreno con un frac varias tallas más grande, en plan “director”, se gana un poco más de fama de “niño terrible” y sigue su camino de apasionantes búsquedas sonoras.

Pero 30 años después llegan los de Sony grabando la obra completa del húngaro, y resulta que el “Poema sinfónico” es una “obra”, así que, para las generaciones futuras, nos queda una “pequeña eternidad” (que diría Zappa) de chasquidos entrechocados durante 20 minutos, sin el componente espectacular de estar allí presenciándolo, que es lo que tendría la gracia, y que termina hastiando al más predispuesto. Dar categoría de registro fonográfico a lo que no pasa de una coña marinera a costa de las ínfulas pretenciosas del “establishment” clásico, hace un flaco favor a Ligeti si a alguien le da por verlo como una de sus creaciones más características y representativas (como hizo la Sony francesa al incluirlo, craso error, en un recopilatorio de la colección “Les Absolus”).

Yo, sin arrepentirme lo más mínimo, prefiero mil veces escuchar “Una vida de héroe”.

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