viernes, 24 de agosto de 2007
"El Consejo de Hierro" de China Miéville
El tercer novelón épico de nuestro calvo musculoso preferido es loable por cuanto tiene de voluntad profundizadora. Mi única experiencia hasta ahora con él, “La estación de la calle Perdido” tenía entre sus virtudes una prodigalidad deslumbrante, una panorámica, casi un montaje con tantos planos diferentes como Eisenstein, sobre su creación protagonista, la ciudad de Nueva Crobuzon, pionera entre los escenarios de fascinante decadencia urbana que dan su carta de naturaleza al “New Weird”, antes de “City of saints...” de VanderMeer o “The etched city” de Bishop. En esta ocasión, Miéville no desea repetirse y decide centrarse en uno de los aspectos anteriormente tratados a vuelapluma: la posibilidad de una revolución social.
No cabe duda de que esta pretensión hace casi único a China en el mundillo de la fantasía épica, pues, de Tolkien en adelante, casi se da por supuesto que las tramas de este tipo de novelas tendrán por función restablecer en el trono al rey depuesto, o derrocar al malvado y cruel usurpador en favor de una monarquía benigna, en una palabra, establecer el “statu quo”, recordar a los cuatro vientos que Dios está en su cielo y que el orden terrestre no hace sino reflejar el orden celestial, cuyo sentido es perfecto. En cambio, Miéville, como inesperado portaestandarte de una ideología tan fuera de favor como el marxismo, pinta un cuadro dinámico y por momentos lírico de las masas rebelándose contra un gobierno corrupto y explotador, brutal y sórdido, que ha sumido a Nueva Crobuzon en su estado de surreal decadencia.
La metáfora central del libro encandila con sus ecos del “western”: los trabajadores del ferrocarril que debe cruzar el continente de Bas-Lag de un extremo a otro sacuden el yugo de sus capataces, que los mantienen en su durísima labor sin recibir paga, y se lanzan a una huida fulgurante en el propio tren cuyo desarrollo debían guiar (el Consejo de Hierro del título), fraguando su camino a base de levantar los raíles que dejaron atrás y volverlos a instalar ante la locomotora, en un trayecto infinito que se alimenta a sí mismo, imparable pero sin dejar un camino transitable por otros. El proletariado desencadenante de la rebelión es, de modo significativo, el contingente de presos Rehechos, delincuentes convertidos por las “fábricas de castigo” en monstruosidades surreales, experimentos cocidos en la mente del más sádico doctor Frankenstein.
Miéville no para ahí su revista a los grupos que deben luchar por su liberación: las prostitutas del ferrocarril tienen también mucho que ver al respecto, como también, aunque en menor medida, los homosexuales. La homosexualidad desempeña aquí el papel de “erotismo prohibido” que jugó en “Perdido Street...” el amor entre especies. El amor nunca correspondido del todo que siente Cutter, uno de los protagonistas, por Judah Low, experto en la creación de gólems de combate, supone una de sus motivaciones primordiales para salir en busca del Consejo de Hierro, y se hace necesario elogiar el buen gusto en el tratamiento del tema por parte del autor: en ningún momento se cae en sentimentalismos dulzones, ni se pierde de vista que las relaciones “gays” son cosa de hombres, es decir, a menudo un alivio sudoroso, brutal e urgente entre machos. Esta consciencia de los ángulos menos “glamourosos” de la realidad, en mitad de un universo donde abundan los prodigios sobrenaturales y terroríficos, es uno de los puntos fuertes de la escritura de Miéville, distanciándolo de mucha fantasía al uso, escrita claramente para adolescentes o incluso niños.
Claro está que no es oro cuanto reluce. Estructuralmente, tengo ciertos problemas con el libro. El inicio, que nos coloca directamente en mitad de un grupo de personas que buscan el Consejo de Hierro, es aventura casi desde el primer párrafo: antes de saber quiénes son esas personas ni cuál es su motivación, ya los tenemos a la greña contra amenazas mágicas y criaturas de pesadilla. Aunque la intención sea claramente empezar con un terremoto, según la cita atribuida entre otros a De Mille, la estrategia no me sirvió para entrar en la novela, por mucho que aparecieran fantasmagóricas manos muertas que dominan cual títeres a seres de todo pelaje, mortíferos espíritus elementales de las aguas o un “cowboy” sobrenatural capaz de influir sobre la conducta ajena subvocalizando. Es significativo, aunque perjudicial para el afán diversificador de Miéville, que sea la siguiente subdivisión de la novela, un comienzo atmosférico más al viejo estilo ambientado en la ya familiar metrópoli de Nueva Crobuzon, la que me atrape como lector y me genere las auténticas ganas de seguir pasando paginas. Uno sospecha que Miéville no es tan buen escritor de acción y aventura como él piensa, sino que sus capacidades residen más bien en lo descriptivo, lo sociológico, incluso lo psicológico. Lo cual no le impide incidir en las batallas sobrenaturales una y otra vez, con un entusiasmo a veces rayano en lo cansino.
Siguiendo con la estructura, de nuevo nos topamos con un probelma ya encontrado en “Perdido...”: la incapacidad para generar un tercio final de verdadero interés. El clima de descontento social apoderándose de la ciudad, las andanzas de una banda de renegados criminales que planean el asesinato de la alcaldesa, y la resolución del Consejo de Hierro de interrumpir su huida para regresar a la ciudad y servir de apoyo moral en el ascenso del Colectivo (léase el partido comunista revolucionario) no son capaces de crear la suficiente intriga en el lector, no albergan la suficiente promesa de revelaciones, como tampoco sucedía con la plaga de “polillas del sueño” de la novela anterior. Aunque se desconozcan detalles incidentales que pueden llegar a sorprender, y a menudo lo hacen, el nivel de incógnita es bajo: se sabe con bastante aproximación qué va a suceder, de manera que sobreviene un cierto cansancio más o menos a la altura de la página 400 y pico... de 614.
Quizá el problema resida también en un estilo a veces innovador y brillante, con una notable capacidad para codificar todo un mundo mediante exóticos neologismos (esa parte virtualmente intraducible del género fantástico), pero a veces farragoso y fatigoso, a veces grotescamente redicho, a veces vulgar sin complejos. Miéville no se anda con medias tintas y se ha pronunciado más de una vez en el sentido de que no se puede vehicular un universo extraño mediante una prosa “razonable” e invisible. Su intención es convertir el “pulp” en arte, pero no estoy seguro de que el ritmo de sus períodos albergue la suficiente variedad para sostener durante grandes extensiones una historia ambiciosa pero limitada, poblada por gente de acción no siempre bien construida al nivel de personajes. Una vez más nos topamos con un talento y unas ideas por encima de los resultados finales.
El clima de guerra con otra potencia lejana y desconocida evoca certeramente el conflicto estadounidense con Irak, las tribulaciones del renegado Ori ponen en escena la complejidad moral del acto terrorista, el convencimiento realista de que una revolución no puede ganar en el mundo actual desemboca en una imagen sorprendente y memorable, el destino final del comité rebelde abre interrogantes sobre lo legítimo o no del fatalismo, sobre si la derrota nace de un escepticismo ante la victoria. “El Consejo de Hierro”, una novela más elocuente en lo político que muchos libros partidistas y previsibles que andan por ahí, triunfa más en el plano de las ideas que en de su plasmación. “La estación de la calle Perdido” encerraba muchos posibles libros en uno solo; “El Consejo de Hierro” pretende desarrollar con rigor uno solo de ellos, pero a mi juicio Miéville es más un autor de partes que de todos. Al igual que su compatriota Clive Barker, al que me recuerda en ocasiones, puede pasar de lo inquietante y sublime a lo pedestre y grosero, de la audaz originalidad al plagio más descarado de sí mismo. Siento curiosidad ante su libro de relatos, “Looking for Jake”, donde quizá su imaginación fantástica se concentre y refine más que en enormes novelas de 600 páginas donde a menudo las confrontaciones con criaturas de pesadilla se convierten en algo enojoso de puro frecuentes y producen un hastío comparable al de los peores momentos de animación infográfica en el cine de Hollywood, cuando lo asombroso deviene en rutinario. Pero la fuerza de Miéville es su desmesura, y a menudo sus virtudes son función de sus defectos. A la espera de su obra definitiva, apreciemos más sus mejores momentos, sus delirios más populosos. Quedémonos con sus ambiciones promiscuas y dejemos de lado sus conatos de profundidad filosófica. Releamos “La estación...”, que, a la espera de “La cicatriz” (sobre la cual me muestro escéptico), sigue siendo el manifiesto definitivo de lo que China Miéville puede aportar al paisaje contemporáneo de la CF y la fantasía.
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