jueves, 20 de septiembre de 2007

Josef Zawinul (1932-2007)


Da un poco de rabia leer algunos de los comentarios aparecidos en la prensa a raíz de la muerte del gran Joe Zawinul, porque reciclan de manera más o menos descarada los lugares comunes sobre músicos de jazz y dejan entrever que están redactados por personas que poco o nada conocen su obra. Me acuerdo del primero que leí, creo que fue en La Vanguardia: “Zawinul era conocido por su gran capacidad de improvisación”. Hombre, es evidente, ¿no? Si tocas jazz, pues improvisas, forma parte del oficio. Pero quedarse ahí es no decir apenas nada: si muchos pianistas de jazz son aplicados artesanos del Barroco, ceñidos a los cánones arquitectónicos del “bop” y orgullosos practicantes de una música bien hecha y no demasiado personal, Zawinul fue el romántico que sacó los pies del tiesto, el pintor de paisajes lejanos, el ambicioso constructor de sonidos extraños, el hereje grandilocuente que vendió su alma de alquimista étnico a la maquinaria del “pop”.

Aunque musicalmente no le veo mucho parentesco, me tienta ver en Zawinul, nacido en Viena, el eslabón perdido entre el romanticismo germánico, a veces ensoñador, a veces enérgico, a veces descriptivo o contemplativo, y la tradición americana del jazz analizada con un ojo clínico de antropólogo, de explorador buscando en el África profunda las fuentes musicales del Nilo. El primer gran éxito de Zawinul como compositor fue aquel “Mercy, mercy, mercy”, soulero, vacilón y “funky”, para la banda del infravalorado Cannonball Adderley, pero antes de volver a tan carismática extroversión, Josef daría una pequeña vuelta al globo, artísticamente hablando.

El tema inicial de “Bitches brew” de Miles Davis se titula “Pharaoh’s dance”, la danza del faraón, y viene acreditado a Josef Zawinul, que a mi juicio es uno de los artífices principales del sonido de un álbum que, a juzgar por las reacciones negativas que sigue cosechando entre los puristas del jazz, algo bueno debió de tener. Esas sesiones atmosféricas, casi espaciales, donde los teclados eléctricos apilan extrañas armonías y la sección rítmica dibuja poderosas líneas que suspenden el tiempo durante 20 o 30 minutos, son casi los primeros esbozos de Weather Report, incluso con el saxo soprano de Wayne Shorter, que sería el otro gran socio de la empresa, a juicio de los jazzistas enrollados el honesto artista del saxo atrapado en las artificiales redes electrónicas de Zawinul, el malo de la película, el brujo de los teclados, el desnaturalizador de la esencia acústica del género en aras de oscuros intereses comerciales.

Si un gran aficionado al jazz como es el novelista británico David Mitchell reniega de Bill Evans cuando se sentaba al piano eléctrico, ¿qué no diría de los sintetizadores al borde de lo psicodélico del amigo Zawinul? Una de mis imágenes sonoras por excelencia de Weather Report es el inicio de la versión de “Scarlet woman” (tema que por cierto, extraña conexión, se inspira en la lectura de un libro de Aleister Crowley) en el directo “8:30”: una cuenta atrás, el efecto sonoro del lanzamiento de un cohete y la entrada del tema con un ritmo de timbales. Aquello era para mí música de otro mundo, y nunca más que en la infravalorada primera etapa del grupo, con el contrabajista checo Miroslav Vitous: si una pieza musical merece ser clasificada como “jazz onírico” sería por ejemplo “Unknown soldier”, del “I sing the body electric”.

Podría llenar páginas y páginas con mis “momentos Zawinul” favoritos: el piano eléctrico con pedal “wah wah” de “Boogie woogie waltz”, tal vez uno de los acompañamientos de teclado más “funky” y con peor yogur jamás grabados; las bucólicas estampas étnicas donde Zawinul grababa él mismo todas las pistas de instrumentos a cual más exótico e incluso cantaba la melodía de manera peculiar y entrañable, como por ejemplo “Badia” o “Jungle book”; las cabalgatas de colorido africano como “Nubian sundance”, “Black market” o esa pequeña joya del etno-pop instrumental electrónico que es “The pursuit of the woman with the feathered hat”; la que tal vez sea la melodía más alegre y optimista que yo haya escuchado nunca, “The man in the green shirt”.

Y si sigo, no paraba. Un grande. Y nunca lo llegué a ver en vivo.

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