lunes, 24 de noviembre de 2008

Compositores: Maurice Ravel


Entre mis razones para emprender una serie a priori tan impopular como esta se encontraba mi deseo de salir al encuentro de los muy arraigados lugares comunes sobre una serie de músicas y músicos. Por ejemplo, el que considera a Maurice Ravel una especie de científico de la composición, con un estilo solemne, elegante, pero distante y frío, a años luz del teatro emocional desplegado por los románticos en cada partitura. A Ravel se le reconoce siempre una enorme sabiduría como orquestador, pero se le discute el calor humano.

Esta visión fue apoyada no sólo por Stravinsky, para quien Ravel era un “relojero suizo”, sino por el propio compositor en su justamente famosa, y paradójica, definición de sí mismo: “Soy artificial por naturaleza”. Sin embargo, me permito, como siempre, disentir. Cuando uno está acostumbrado a salir de noche y siente el rumor subsónico de los bajos de discoteca haciéndole vibrar el corazón, queriendo desfibrilarlo a cada minuto como al protagonista de “Crank”, es posible que termine asociando esos ambientes, esos sonidos, a alguna o algunas personas que faltan o para quienes uno se ha vuelto invisible.

En esas épocas, la música de Ravel, artificial como los paraísos de Baudelaire, puede mostrar un lado secreto, una vertiente confidencial en clave que parece querer decir todo cuanto el autor calló en vida. No hay golpes de efecto sentimentales, ni melodramatismo, pero uno siempre imagina historias secretas subyaciendo al “Trío para violín, violonchelo y piano”, los “Valses nobles y sentimentales” o el movimiento lento del “Concierto en sol”, cuya melodía quizá sea una de las más grandes jamás compuestas. Esta dimensión entre confesional y enigmática fue la que movió al director Claude Sautet a incluir varias de estas obras en la banda sonora de “Un corazón en invierno”, con lo que aseguró la presencia de unos sentimientos que el resto de la película no lograba transmitir.

Claro que Ravel no se acaba así. El tópico sobre Stravinsky lo define como un camaleón artístico paralelo a Picasso, pero a veces siento que Ravel fue igual de versátil y proteico y que nadie lo dice. Hay un Ravel decadentista y etéreo al estilo Debussy en la obertura “Shéhérazade”, un Ravel rusista y enérgico, entre Rimsky y su joven alumno Igor, en “Daphnis y Chloe”, un Ravel nocturno e inquietante en “Gaspard de la nuit” (Tony Scott se lo hizo interpretar a la vampira Catherine Deneuve en “El ansia”), un Ravel furioso y anticolonial que espantaba de la sala a los veteranos condecorados, en las “Chansons madécasses”, un Ravel fantasioso e infantil en “Ma mère l’oye” o “El niño y los sortilegios”, un Ravel exigente y casi vanguardista en la “Sonata para violín y chelo”, un Ravel seguidor del swing, el ragtime y el cine mudo en el “Concierto en sol” y la “Sonata para violín y piano”, un Ravel capaz de hacer desembocar el lujo brillante de los valses vieneses en un devastador apocalipsis, en “La valse”, un Ravel visionario y casi cósmico, en “Una barca sobre el océano” o el inicio del “Concierto para la mano izquierda”... Y fíjense en que ni siquiera he mencionado esa vena seudoespañola con quien todo el mundo lo asocia a raíz de cierta obra de cuyo nombre no me acuerdo ahora...

En fin, creo que resulta obvio a estas alturas que el señor Ravel (cuyo apellido pronuncio, como prueba de una incurable pedantería, a la francesa, “Gavel” con “ufe” de “Falladolid”), está entre los señores mis dioses. Me da un poco de coraje que los listos le nieguen la relevancia por considerar que Debussy fue más innovador, etc. etc., pero al cuerno la relevancia y los cánones. En estas músicas, estén o no dentro de la cultura “reconocida”, reza la misma ley universal del oyente o espectador: “Quizá no entienda mucho, pero sé lo que me gusta”.

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