domingo, 15 de febrero de 2009
De la página a la pantalla: "El increíble hombre menguante"
A veces da la impresión de que ciento y pico años de cine no han servido de nada, o de que se ha dado marcha atrás en muchas conquistas del pasado. Una de las batallas perdidas parece ser la de la densidad textual, habiéndose rechazado, algunos dicen que desde el remontaje de “Intolerancia”, de Griffith, la superposición de capas literarias, visuales o sonoras, en un tipo de tejido que es moneda común en ámbitos literarios, en favor de una “línea clara” que mantenga siempre a la vista un esqueleto básico de tres actos y un diagrama para parvulitos que nos recuerde los objetivos y las motivaciones de los personajes. Supongo que se trata de compensar a través de la ficción la insatisfactoria y opaca complejidad de la vida real. Supongo que el cometido de la ficción, como buena prima hermana de la religión que es, se cifra en consolar a la gente con mentiras.
Pero no dejan de llamar la atención ciertas comparaciones. Por ejemplo, “El increíble hombre menguante”, una de las películas más justamente queridas de la serie B de los 50, legendaria por su inusual concepto y por el ingenio fantasioso de sus trucajes, queda malparada en muchos aspectos si la cotejamos con su casi homónimo original literario, “El hombre menguante”. Hecho tanto más llamativo cuanto que el guión para la pantalla fue elaborado por el propio autor de la novela, Richard Matheson, que se las arregló para que se mantuviera respetuosamente la idea original y no se descendiera a lo trivial o a la comicidad autoconsciente.
Habría sido francamente ilustrativo poder asistir a las reuniones entre Matheson y el productor Albert Zugsmith, donde a buen seguro se enumeraron los aspectos de la novela que no resultaban “adecuados” para la película (empezando, posiblemente, con “¿Cómo que toda la narración en flash-back? A empezar por el principio y terminar por el final, como Dios manda”). Quizá cabría achacar muchas de las decisiones al clima social de los años 50, poco propicio a un entretenimiento atrevido, y menos todavía en una película serie B de ciencia ficción (aunque, bien es verdad, incluso hoy en día muchos de esos mismos temas “adultos” continúan estando “fuera de límites” en una peli de ficción científica, donde teóricamente prima el espectáculo sobre todo lo demás).
“El hombre menguante”, la novela, es básicamente una versión pulp de Franz Kafka con algunas gotas de Charles Darwin e incluso del Nabokov que por aquel entonces escandalizaba al mundo desde las imprentas parisinas de Olympia Press. El proceso de empequeñecimiento del protagonista, Scott Carey, propiciado por la contaminación y la radiactividad, puede ser leído como la gradual desaparición del orgullo y la dignidad masculinos, asediados por la indiferencia de una esposa inmersa en sus labores y en su trabajo, por un ámbito profesional donde uno no es más que una pieza reemplazable del engranaje, por una sociedad de consumo y unos medios de comunicación hambrientos de morbo y de novedades constantes, por unos hijos mimados que tiranizan a los padres y juegan con sus sentimientos, e incluso por un hogar antaño acogedor pero convertido gradualmente en la más amenazadora de las junglas.
El panorama que pinta Matheson no es muy halagüeño, como buen reflejo de la histeria encubierta bajo la superficie brillante y optimista de los años 50. Los temores de la época van surgiendo uno tras otro, asediando a Scott a medida que su metamorfosis va haciéndolo más vulnerable: la juventud delincuente (esos adolescentes que maltratan a Scott en plena calle), la homosexualidad (el pedófilo que se le insinua tras acogerlo en su coche, confundiéndolo con un niño) e incluso simplemente la sexualidad en su aspecto más general, vista como un impulso arrollador cuya represión atormenta y degrada al hombre (la angustia que se apodera de Scott a medida que su pequeño tamaño le veda las relaciones sexuales con su esposa Lou, y su caída en el voyeurismo, favorecido por su ínfima talla, que le permite espiar con mayor facilidad a Catherine, la rellenita adolescente encargada de cuidar a la hija del matrimonio).
Frente a semejante laberinto psicológico y social, la lucha primaria por la vida, desarrollada desde el momento en que Scott decide autoexiliarse en el sótano, casi representa una liberación, un acto de autoafirmación masculina libre de complicaciones innecesarias. La seguridad, el sustento, la libertad de movimientos, pasan por un único trámite: matar a la araña, que encarna sin ambigüedad alguna al Mal. Cuanto más desciende a un nivel primario de astucia, instinto y supervivencia, más libre es Scott, más vivo se siente. Da la impresión de que bajo el relato late la nostalgia hacia una vida más simple, menos constreñida por leyes y cortapisas sociales, una vida casi de aventuras juveniles irresponsables, de impulsos espontáneos como el que empuja a Scott al lecho de Clarice, la enana de la feria, de viajes y experiencias sin final alejadas del sedentarismo, las deudas y los roces domésticos. La revelación final de que cada universo encierra a su vez otro acaba convirtiendo la amenaza mortal del encogimiento en una promesa de vacaciones y aventuras eternas, en una recompensa para el protagonista tras sus muchas tribulaciones en una civilización hostil y claustrofóbica para el individuo.
Todo esto, no obstante, parecía demasiado para una simple película de CF de bajo presupuesto. El juicio negativo hacia la sociedad se ve sustituido por la más socorrida amenaza nuclear. La angustia sexual sigue presente, aunque de una manera mucho más sutil, en miradas, en frases de la narración con un doble sentido. Se evitan completamente temas tan controvertidos como la homosexualidad, el abuso infantil, el adulterio consentido o el deseo sexual hacia una menor. El Código Hays no perdonaba. Matheson sin duda comprendía que las modificaciones domesticaban su historia, la convertían en una historia de aventuras mucho más inofensiva, menos ácida y furiosa, pero sabía que aquel guión le abría las puertas de Hollywood y aceptó de buen grado las nuevas reglas. La película de Jack Arnold acabó siendo un clásico, incluso si dejaba a un lado muchas de las implicaciones más oscuras del original.
Tal vez por eso, para compensar, el final terminó siendo más extraño, menos complaciente, que el de la novela. Eliminadas la angustia erótica, la rabia contra la sociedad y la puesta en cuestión del matrimonio y la familia, cobra mucha fuerza la idea de que el empequeñecimiento no es sino una metáfora de la muerte que se acerca de modo inexorable. Ante la negativa a plasmar la entrada en un nuevo universo (quizá fuera del alcance de los efectos especiales de entonces, para consternación de quienes soñaran con aventuras sucesivas del Hombre Menguante en planetas cada vez más extraños), el discurso final ante el cielo estrellado adopta una ambigüedad casi de misticismo “new age”, de fusión trascendental con el universo y el mismo Dios, que contradice el tono sencillo y aventurero de todo lo precedente tanto como el rayo final de esperanza contradice el pesimismo antropológico de la novela. Mientras el libro consigue burlar a la muerte, la película la acepta casi con alegría, en una de las conclusiones más desconcertantes y menos comerciales del cine clásico.
Aun con eso, uno se pregunta qué podría surgir de una adaptación cien por cien fiel de la novela original de Matheson, sin eludir sus aspectos más conflictivos y permitiendo una plasmación visual más convincente de los cambios tal como los experimenta Scott y del infierno en que se van convirtiendo los lugares más cotidianos. Claro que esto no sucederá nunca. Una película donde los seres humanos reducen su tamaño siempre será algo como “Cariño, he encogido a los niños”, y no como un drama de David Cronenberg. La inversión en efectos visuales obligará a no ofender a ningún espectador y se perpetuará la división entre innovación visual e indagación psicológica. En cierta manera, y no sólo en el cine, tampoco se ha cambiado tanto desde los años 50.
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