martes, 11 de agosto de 2009

Hit the road, Jack


“El rey pescador” pertenece, junto a “Drácula de Bram Stoker” y alguna más, a ese grupo selecto de películas que en su momento supusieron enormes decepciones para quien esto escribe, pero que, con los años, aun guardando en su interior un núcleo fundamentalmente dudoso, han ido haciendo más patentes sus virtudes.

Mis razones para sentirme defraudado en su momento no son difíciles de explicar: habiendo Terry Gilliam establecido en sus cuatro largos precedentes un estilo hiperbólico, original, diferente a todos, con el que mi yo más joven se había identificado a muerte, me encontré de repente con un melodrama de redención cien por cien Hollywood, con una comedia romántica pasablemente azucarada que traicionaba el humor malvado de “Brazil” y la irresponsabilidad exuberante de “Los héroes del tiempo” y “Munchausen”, adaptando las señas superficiales de su director a un formato “seguro”, identificable, al molde que crea a su alrededor, con sólo aparecer en pantalla, una estrella como Robin Williams.

Pero con el tiempo me he percatado de que “El rey pescador” salvó la carrera de Terry tras la debacle de “Munchausen”, convenciendo a los productores de que era capaz de lograr un producto disciplinado que funcionase bien en taquilla. En un ejemplo clásico de lo que se suele llamar “run for cover”, Gilliam se dio cuenta de que había quemado una etapa, que nadie le financiaría ya sus proyectos megalómanos personales, y decidió volver a los Estados Unidos para labrarse otro tipo de carrera. El guión de Richard LaGravenese (que terminaría adaptando para Eastwood “Los puentes de Madison” tenía los suficientes puntos de contacto con los temas de su filmografía anterior (idealismo, extravagancia, miseria, romanticismo visionario, Edad Media, humor exagerado) para hacer menos traumático el cambio a otra manera de rodar y de narrar e incorporar a sus características reconocibles otro tipo de elementos que no solían asociarse a su cine.

A veces me tienta establecer un paralelismo entre la carrera de Gilliam y la de Jack Lucas, el locutor de radio interpretado en la peli por Jeff Bridges. Jack, según lo vemos al inicio de la película, es un arrogante, un ambicioso, alguien que, como se refleja en el picado con grúa que capta su imagen desde lo alto, se ve por encima del mundo y de sus habitantes. Pero su falta de humanidad le pasa factura: animado por sus ácidos comentarios contra una población yuppie de la que él mismo forma parte, un oyente solitario y trastornado provoca una matanza en un restaurante. Jack, sintiéndose culpable, desaparece de la luz pública y dedica sus energías a hacer feliz a Parry, un profesor universitario enloquecido por la muerte de su esposa en aquel restaurante hasta el extremo de refugiarse en sus conocimientos sobre el medievo y creerse un caballero andante al socorro de los débiles.

Aprovechando que Jeff Bridges es una especie de versión idealizada del propio Gilliam (como Mastroianni lo fue de Fellini o Kyle MacLachlan de David Lynch), podríamos considerar el desastre de “Munchausen” como la consecuencia nefasta de la arrogancia del director, y su compromiso con una peli pequeña, de personajes, con una humanidad un tanto meliflua a flor de piel, como su penitencia para con la industria. Una decisión arriesgada, pero de un éxito irónico: “El rey pescador” está producida por Columbia, al igual que “Munchausen”, con lo cual su realización puede leerse como una vuelta al redil pero también como un desafío.

La película tiene virtudes obvias: ese retrato de Nueva York como una sórdida metrópoli medieval, llena de muros fortificados, de torreones inaccesibles con escaleras a lo Escher, de cortes de los milagros, de una estratificación social con mucho de feudalismo; esa manera de superponer el barroquismo imaginativo a un escenario real y palpable, definiendo ese subgénero, la fantasía contemporánea, en el cual está aún casi todo por decir en lo que al cine se refiere; la reinvención de un estilo visual que, al no poder contar de ahora en adelante con grandes alardes escenográficos o de efectos especiales, creará extrañeza a través de encuadres, angulares o movimientos de cámara cada vez más excéntricos, así como haciendo de la dirección artística toda una labor de investigación entre la basura y los materiales de desecho, dándose cuenta de que lo abigarrado no tiene por qué ser bonito o estar limpio.

La transición entre el mundo de la locura, tema que hace su primera aparición fuerte en la filmografía de Gilliam, y el universo intimista de cuatro solitarios urbanos en busca del amor (al estilo de un “Manhattan” de segunda fila) se realiza a base de claroscuros con luz cálida, de pequeños detalles que encapsulan sin alardes los conceptos del guión (pienso en cuando Jack adapta uno de sus trajes para Parry fijando los dobladillos con una grapadora) y desmienten el concepto muy extendido según el cual Gilliam carece de sutileza.

Pero nunca me ha quedado claro que las dos películas, el drama fantasioso y la comedia romántica, se fusionen de una manera muy perfecta. Bridges está magnífico mostrando un amplio abanico de emociones, y Williams, con su energía improvisadora que puede resultar estomagante, cumple con eficacia el rol pythoniano que nunca dejará de aparecer en las películas americanas de Gilliam, y los dos se desenvuelven con soltura en todos los niveles de la historia, pero no sé si se puede decir lo mismo de los personajes femeninos, en especial el de Lydia, el interés amoroso de Parry.

Anne (Mercedes Ruehl), la novia de Jack, es una persona sensata y pragmática, de un carácter fuerte y apasionado que sirve de contrapunto a la autocompasión y las ideas negras del ex locutor, pero Lydia (Amanda Plummer, hija de Christopher) es para mí el gran punto débil de la trama amorosa. Quizá por perpetuar la tradición de huir de los tópicos, o por aproximarse en versión neoyorquina a la eterna paradoja de Dulcinea, Parry, el caballero urbano, elige como dama de sus sueños a una mujer que no es ni especialmente guapa, ni distinguida, ni espiritual, ni inteligente. Pienso que la dirección actoral de Gilliam fuerza demasiado la nota a base de acumular torpezas, tono de voz chillón y hábitos personales irritantes. Todo lo cual sería perfectamente aceptable de no ser porque se supone que debemos encontrarlo entrañable, comprender en cierta medida el sentimiento hacia ella del pobre Parry. El resultado final me parece demasiado patético, una prueba más de que no se puede empatizar con una historia de amor si tú mismo no serías capaz de enamorarte de su protagonista.

Que esta relación incomprensible (toda vez que Parry es un personaje muy interesante y la película es incapaz de demostrarnos el interés que pueda tener Lydia) sea la vía de escape del universo de la locura, simbolizado, en un alarde de genialidad, por ese Caballero Rojo de magistral diseño que nunca llegamos a ver bien del todo, es la clave de por qué la película, en el último análisis, no funciona. Todos los apuntes “serios” sobre el darwinismo social, la responsabilidad de los medios de comunicación, los grupos marginales (ese cantante gay cuyas intervenciones, sobre todo su pastiche de Sondheim en la oficina, suben el coeficiente de guayismo y de excentricidad gratuitos de modo harto peligroso), la sociología de los solitarios (ese monólogo de Lydia sobre los rollos de una noche, que no se creería ni Iker Jiménez: ¿quién en su sano juicio querría acostarse con una mujer así, tal como sale en la peli?) palidecen al lado de cualquier buen momento visual de la película.

Es imposible reconciliar el azúcar que rezuma de la pantalla en momentos como aquellos en los que Parry canta “How about you” con lo extremadamente brutal del flashback sobre el asesinato de la esposa de éste (igualita, por cierto, a la Jill en plan princesita de “Brazil”), donde a un impacto de bala en la nuca de ella sigue la salpicadura de los sesos en la cara de Williams. Son escenas de dos películas diferentes. La idea de la fantasía como refugio y cárcel simultáneos merecía algo más que un Woody Allen de medio pelo (o más bien de cuarto de pelo, porque Woody me parece de medio pelo de por sí).

“El rey pescador” es una película densa, desigual, llena de ideas, de ambigüedad sobre el papel que en ella juega lo fantástico, un trabajo arriesgado en el que Gilliam, como siempre, se vuelca de lleno, pero hoy por hoy la considero sobre todo una peli bisagra, cuyos puntos de interés no se organizan de un modo totalmente satisfactorio pese al agrado con que se sigue. Pero sin ella no tendríamos ni “Doce monos” ni nada de lo que vendría después, así que me callo.

2 comentarios:

Juan Díaz Olmedo dijo...

No estoy de acuerdo en los dos puntos fundamentales de tu crítica:

- Amanda Plummer es atractiva, y el personaje que interpreta en esta película es un verdadero encanto. Supongo que todo será cuestión de gustos.

- La película funciona total y completamente, y es una de las mejores de su director.

Abuelo Igor dijo...

Bueno, para gustos, colores.

A mí, la verdad, la película me gusta ahora mucho más que cuando se estrenó, pero, ni puedo con la Plummer, ni puedo librarme de la idea de que, al adaptarse a modos de hacer cine más "normales", Gilliam perdió algo por el camino. De todas maneras, es un punto de inflexión imprescindible en su filmografía.

Me gusta tener este tipo de comentarios, porque demuestran que quienes los realizan tienen sentimientos fuertes y opiniones sólidas sobre lo que se está tratando.

Que siga la polémica.