martes, 15 de marzo de 2011
En las distancias cortas: "La desagradable profesión de Jonathan Hoag" de Robert A. Heinlein
Sorprende un poco ver al abuelo Heinlein, epítome del sentido práctico y de la exaltación del Hombre Capaz, adelantándose sus buenos 15 o 20 años a Philip K. Dick y sus historias de alienación urbana e inimaginables conspiraciones bajo la superficie de la civilización contemporánea. Pero así es: desde la escena inicial en la que Jonathan Hoag pregunta a su médico si la extraña sustancia que halló bajo sus uñas era o no sangre, para a continuación sufrir una especie de crisis paranoica en la que todo el mundo, hasta los niños, parece estar pendiente de él y que le obliga a refugiarse en la habitación de un hotel, hasta la misteriosa junta que conspira en los márgenes de la realidad, a las órdenes del Gran Pájaro, y que accede a las casas de la gente a través de los espejos, a uno le costaría creer, si no lo tuviera impreso bien claro en la portada, que el cuento está firmado por el autor de “Tropas del espacio” y no por el de “Ubik”.
Quizá entre el anarcoindividualismo y la paranoia medie una membrana más fina de lo que se pueda imaginar a primera vista. Antes de revestir los disfraces ficticios de Jubal Harshaw o de Lazarus Long, repelentes sabelotodos sin dudas sobre absolutamente nada, Heinlein debió de sentir también su terror hacia el universo, como por ejemplo en “Ellos”, donde todo el universo es una mascarada destinada a anestesiar y doblegar a un ser superior. El pulp era muy paranoico: no hay más que recordar a van Vogt y las conspiraciones bizantinas en las que envolvía a sus resueltos héroes, armados sólo con las doctrinas de pensamiento alternativo que L. Ron Hubbard trataría de hacer realidad en este mundo.
La diferencia, no obstante, entre Heinlein y los autores de los 60, más empapados de Kafka, de surrealismo y de drogas, es que el primero trata de resolver la intriga mediante una pareja de detectives, marido y mujer, que reciben del enigmático Hoag el encargo de seguirle para averiguar lo que él es incapaz de recordar, su ocupación durante el día, y que se ven atrapados en un juego de apariencias engañosas, hipnosis y represalias sobrenaturales. La manera de caracterizar personajes y construir diálogos de Heinlein siempre me ha recordado a las comedias screwball de los años 40, al estilo Howard Hawks o Preston Sturges, con lo cual el absurdo controlado de la historia me produce el efecto de una película de aquellas que se va internando poco a poco en terrenos imposibles para entonces, cuestionando la naturaleza de la realidad en un momento en que la realidad, bien tangible, era la lucha contra Hitler y sus aliados en los cuatro puntos cardinales.
¿Podríamos ver en el espíritu convulso de aquellos años la clave de que el relato no acabe en una nota tranquilizadora, de que, pese a la supuesta derrota de las fuerzas negativas, las certidumbres queden irreparablemente dañadas y que sólo la unión matrimonial, reforzada, encima, por unas esposas durante el sueño, y una huida del mundanal ruido, puedan compensar mínimamente el horror de un universo en esencia ficticio? Difícil contestar, pues incluso el propio Heinlein se guardó muy mucho de volver a transitar muy a menudo por estas áreas, después de haber llegado, allá por 1942, tal vez demasiado lejos.
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