sábado, 8 de noviembre de 2008

Compositores: Claude Debussy


No os llevéis a engaño: ni yo, ni tú, ni casi ninguno de los que viven y respiran en este mundo tenemos la más puñetera idea sobre arte y cultura. Nuestros conocimientos son escasos y fragmentarios, y una gran parte de cuanto creemos saber no son sino ideas recibidas que llevan pululando ya unos cuantos años desde que alguien que tampoco tenía ni puñetera idea se tiró a la piscina formulando una aproximación de medio pelo a propósito de determinadas obras o creadores. Como el esfuerzo titánico de crear una opinión propia debió costarle a aquella persona la mitad de sus neuronas amén del internamiento en el Cotolengo de Santa Eduvigis, los demás nos limitamos a repetir aquel apriorismo sin tener la menor idea de lo que estamos diciendo.

Por ejemplo, la idea de que la música de Claude Debussy es el equivalente sonoro de la pintura impresionista. ¿Por qué? ¿Porque son fenómenos contemporáneos? ¿Porque Claude incurrió en muchos títulos descriptivos que evocaban la naturaleza, como si hubiese sido el primer músico en hacerlo? ¿Porque sus mezclas de timbres sonoros, sus armonías ambiguas que se saltaban sutilmente las reglas académicas, podían recordar a las medias tintas cromáticas de un Monet o un Cézanne? Es un buen intento, pero se puede rebatir. El impresionismo, como búsqueda de un nuevo realismo plástico más allá de la fotografía, casa mal con el carácter abstracto de la música, que no representa nada al margen de sí misma. Los títulos de las piezas, los programas literarios o ideológicos que los compositores afirman haber seguido, son sólo marketing, ganas de convencer a un público a quien las expresiones “escala aumentada”, “cuartas perfectas” o “resolución en la dominante” les sonarían a chino cantonés. Apelar al bucolismo campestre como fuente de inspiración es lo más socorrido y poco original del mundo. Por eso agradecí tanto conocer “El mandarín maravilloso” de Bartók, del que sabemos, sin necesidad de explicaciones, que comienza en pleno jaleo urbano de motores, bocinas y multitudes enfebrecidas.

Pero volviendo a Debussy, para mí siempre ha estado claro que su mundo es el de los paraísos artificiales del simbolismo y la decadencia, sumidos en la bruma opiácea y en la placidez del vicio a la que aludió más de una vez Mallarmé. El “Preludio a la siesta de un fauno” se hizo famoso por los movimientos obscenos del bailarín Nijinsky mientras observaba a las ninfas. El clima de alucinación que permea los “Preludios” y otras piezas da pistas de lo lejos que estamos de la robustez bohemia de Chabrier y lo poco que tiene que ver la estética de Debussy con la representación del mundo real. Si incluso accedió a una colaboración con D’Annunzio en “El martirio de San Sebastián”: tanto compromiso con una retórica barroca y sórdida me convence para considerar a Debussy más cercano, ya que hablábamos de pintura, de un Moreau o un Redon que de la crónica social realista y putera de un Degas o un Toulouse-Lautrec.

La estética de Debussy no es luminosa ni tiene contornos definidos: es oscura y misteriosa al mismo tiempo que soñadora, es sensual al mismo tiempo que irónica, y no le faltan sus momentos tiernos como “Children’s corner” o sus excursiones hacia lo inexplorado como su adaptación operística, inconclusa, de “La caída de la casa Usher” de Poe. Los hay, como Ligeti, que veían en Debussy una rémora del romanticismo más cursi, el de salón, sin reparar en lo rápido que “Pelleas y Mélisande” suele expulsar del teatro a los forofos del belcantismo italiano. Los hay, incluyéndole a él mismo, que lo ven como la antítesis de la retórica musical wagneriana, cuando el “Fauno” es puro “Tristán” y “El martirio...” es puro “Parsifal”. Los hay que quieren ver en él un precursor de las vanguardias de postguerra, cuando en realidad hay que escucharle con “Las flores del mal” en una mano, alguna novela guarrindonga de Pierre Louÿs en la otra, y un vaso de absenta encima de la mesa.

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