viernes, 21 de marzo de 2008
"La Cicatriz" de China Miéville
No se puede uno ya fiar ni de su puñetera madre, y en cuanto a juicios artísticos menos aún. Un servidor llevaba ya tanto tiempo leyendo reseñas no muy elogiosas de “La Cicatriz”, segunda novela ambientada en el mundo imaginario de Bas-Lag por China Miéville, viniendo de autores y críticos bastante dignos de respeto, que terminó abriendo el volumen con resignación, por completismo de lo que hasta el momento es una trilogía, y también, no voy a mentir, por si algún espíritu afín captaba el mensaje en alguna cola de la Muestra de Cine Fantástico.
Y en fin, atribuídlo a las bajas expectativas, pero la novela terminó parecíendome, si no la mejor del calvo musculoso izquierdista, sí la mejor rematada, la más interesante a nivel de ideas y de personajes, la más desarrollada a nivel de trama, la que encuentra un mejor equilibrio entre acción y reflexión, amén de la más arriesgada, al buscar conscientemente un alejamiento de “La Estación de la calle Perdido”, su gran revelación mundial como estrella de la literatura fantástica.
Por supuesto, es difícil superar el impacto de “La Estación...”, con la exuberancia de su mundo, su acumulación de elementos mágicos y tecnológicos, su visión oscura y compleja de la realidad, alejada del maniqueísmo al que nos acostumbró demasiado Tolkien, su atmósfera fascinante que debe mucho al steampunk con su sabor a un siglo XIX de máquinas de vapor, aerostatos y locomotoras, su mensaje político que contrapone a un orden castrador modos de vida alternativos, individualistas o colectivistas, blasfemos para el saber oficial, ofensivos por sus costumbres sexuales.
Lo que sí podía reprochársele a aquel primer hito era lo que hasta el momento sigue siendo la mayor debilidad de Miéville: su dispersión, su fertilidad que le hace anunciar los comienzos de muchos libros posibles pero le sume en una confusión de la que escapa adoptando soluciones fáciles. Así pasaba entonces: mucho barroquismo descriptivo y miserabilista en la onda Mervyn Peake, mucho feminismo radical para dejar a Joanna Russ en pañales, muchas invocaciones a Satán o a ese Tejedor que parece no ser otra cosa que el mismísimo Dios vuelto loco, mucha adquisición de autoconsciencia por los robots, para que todo desembocara en la típica escena de “vamos al nido de los Aliens y quemamos todos los huevos”.
“La Cicatriz” busca otra cosa, empezando por un énfasis mayor en los personajes, por una prolongada introducción que a buen seguro aburrirá a quienes busquen una batalla contra monstruitos tras otra, pero que revela facetas inesperadas del autor, su capacidad para retratar no sólo magia impensable o gore purulento, sino emociones casi tan inéditas como aquellas, como puede ser el vértigo de aprender a leer casi en la edad adulta. En ese sentido, es sintomático que el punto de vista sea el de una erudita y bibliotecaria, una mujer desengañada, casi al margen del mundo, capaz de una notable frialdad en sus relaciones íntimas, de mantenerse fiel a todo aquello que en la superficie desprecia. Miéville sabe lo que otros autores de tochos de fantasía ignoran: que mucha acción no es garantía de interés por parte del lector, y que los mismos hechos pueden causar una impresión muy diferente si vienen filtrados a través de figuras que evitan el estereotipo.
Lo cual no quiere decir que no haya espectacularidad: Armada, la ciudad flotante pirata construida a partir de barcos capturados y enlazados sobre los que se ha seguido construyendo, es otra tentativa de reeditar el esplendor a lo Gormenghast de Nueva Crobuzon, pero de otra manera, anticipando la potente metáfora de la comunidad revolucionaria y fugitiva de “El Consejo de Hierro”, el tren que sigue adelante a base de quitar las vías por donde pasó y volverlas a colocar delante, si bien un servidor prefiere esta evocación de las viejas aventuras marinas a los ecos del western de la novela posterior.
No faltan tampoco criaturas monstruosas ni razas peculiares, desde el “avanc”, un Moby Dick visto por Lovecraft, que remolcará velozmente Armada hacia su incierto destino, pasando por los “anophelii”, cuyas hembras-mosquito mostrarán una peligrosa voracidad vampírica, y una plétora de terroríficos seres donde no puede faltar, dado que se le echó en falta en “La Estación...”, un trasunto de Drácula que recibe el apelativo, que le agradezco a China recuperar dado mi intensivo uso de él en mis años juveniles para referirme a un chupasangres rústico, de Brucolaco.
Pero lo que hace notable a mis ojos la novela no es tanto esta exuberancia, que, como dije, fue muy superada en la primera visita al mundo de Bas-Lag, sino su carga personal y emotiva, esa Cicatriz que no sólo es la fractura en la realidad a donde quieren dirigirse los Amantes sadomasoquistas que gobiernan la ciudad, sino también la superación de la pérdida, de la traición, del engaño. La trama de espionaje y contraespionaje, la pasión homosexual implícita pero nunca concretada del ingeniero Rehecho, Tanner, por el grumete Shekel, la compleja amistad de la protagonista, Bellis, con Uther, el inquietante guerrero encargado de proteger a los Amantes con su Espada de Probabilidad, con Silas, el espía que la sumirá en una red de engaños, o con Johannes, el zoólogo con una ingenua pasión por las criaturas marinas que le conducirá a afrontar espantosos peligros, todo esto dota del necesario contrapunto a los segmentos espectaculares, a las batallas navales, a las escenas de lucha, a las manifestaciones sobrenaturales, atreviéndose incluso a finalizar, como ya es habitual en su obra, en una nota agridulce y ambigua que no otorga soluciones fáciles.
Se pueden pasar un poco por alto las irregularidades del estilo, esplendoroso o redundante casi sin término medio, el exceso de prolijidad en algunas descripciones o la falta de detalle en otras, el ritmo que a veces colea; Miéville es la desmesura, la herencia pulp modificada, puesta al día, aplicada a propósitos más actuales, lejanos del reaccionarismo evasivo que sigue atribuyéndose, sin motivo, a la narrativa ambientada en reinos imaginarios. Este libro tendrá sus defectos, pero me confirma, en mucha mayor medida que “El Consejo de Hierro”, que veo como un pequeño paso atrás, el valor y la considerable promesa de un narrador que a mi juicio es capaz de logros aún mejores, y que, ay, no parece haber cosechado entre nuestros lectores la popularidad que sin duda merece.
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2 comentarios:
Y una estupenda posibilidad, porque iba en el último saldo de La Factoría. De hecho, fue el único libro que compré del lote (los demás o los tenía o no me interesaban, aclaro).
¿No ves? Si se salda eso, mala señal. Y eso que China, junto con Jonathan Carroll y el breve flirteo con mi amigo VanderMeer, fue una de las mejores apuestas de La Factoría. Ahora sacan la novela esa de Stonehenge del abuelo Jack Williamson y se creerán que se van a comer algo. Pero con tanto nostálgico del "pulp" suelto , quién sabe.
Por cierto, releí mi crítica de "El Consejo de Hierro" y la verdad es que le daba unos cuantos palos guapos, mientras que con esta soy bastante amable. Será que mis penalidades de estos dos años me han ablandado, pero lo cierto es que con "La Cicatriz" me lo pasé como un enano. Piensen ustedes lo que quieran.
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