martes, 22 de julio de 2008

Lluvia de misiles


Resulta curioso pensar que, hasta hace apenas veinte años, se consideraba verosímil o incluso probable que los grandes bloques mundiales, comandados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, llegaran a enzarzarse en un conflicto nuclear de aniquilación mutua. Lees “Watchmen” y la sombra de la guerra fría planea con la nitidez de un titular de prensa, incluso escuchas a Andy Partridge de XTC cantando “This world over” y no te parece que el gafitas cante sobre un Armagedón imaginario, sino sobre algo que podría suceder.

Ahora parece que la preocupación nuclear ha pasado a un segundo plano (cuando, seamos sinceros, con tanto arsenal disuasorio suelto por ahí al alcance del mejor postor, la pesadilla aún es factible), pero en los años 60 la histeria estaba casi en su apogeo, como resultado de la eficaz maquinaria de propaganda que en cada momento de la historia enseña a la plebe a dónde debe dirigir sus pequeños pensamientos. Por ejemplo aquí y ahora, en España, donde lloramos por una crisis económica que ya la querrían multiplicada por diez en Burundi o Burkina Faso.

Si entonces el gran monstruo era la Bomba, el subtítulo de la peli de Kubrick enseñaba a dejar de preocuparse y amarla. Se volvía a la idea de “Senderos de gloria”, la guerra como un negocio que beneficia mucho a unos pocos mientras mutila o extermina al resto, con la diferencia de querer exorcizar los demonios mediante esa arma desmitificadora que es la risa. “Dr. Strangelove”, atrevida y arriesgada en concepción, quedaría como uno de los momentos irreverentes por excelencia del cine de los 60 y como el tratamiento fílmico más recordado del tema de la guerra nuclear. Si el humor sirvió más que el drama para alejar la posibilidad real, o si el miedo colectivo no dejó de ser un fantasma ficticio para poder desarrollar una serie de planes socioeconómicos, eso habría que preguntárselo a héroes difuntos y canonizados de la lucha contra el comunismo, como Nixon, Reagan o el papa Wojtyla.

Pero si a uno le toca ser sincero, va a ser que algo se le escapó siempre de esta película. Entré a verla en el cine Bellas Artes, con el pase ya comenzado y un primer plano de Sterling Hayden con el puro sobre la pantalla. Como me parecía una historia simplemente interesante pero no tan divertidísima como siempre se dijo, me quedé a la sesión siguiente (entonces se podía hacer), y tampoco se me abrieron las nubes. Un servidor era jovencito, 16 años o así, pero incluso entonces no me parecía una increíble revelación que los políticos fueran unos codiciosos obsesionados por el sexo, o que los militares sublimaran a base de tanques y cañones su incapacidad para hacer estallar su propio obús en el campo enemigo del sexo opuesto. Los blancos de la sátira me parecían tan obvios que se me escapaba el supuesto gran mérito de aquel guión. Amén del tema Peter Sellers, claro. Me gustaba “El guateque”, pero el indio era un empalagoso; el que me hacía reír de verdad era el camarero borracho, actor de cuyo nombre casi nadie se acuerda.

No obstante, he ido reconociendo con el tiempo otro tiepo de virtudes, sobre todo visuales. El maníatico detalle con que se reproducen los elementos tecnológicos, desde los bancos de ordenadores a los controles del avión B-52, síntoma de un fetichismo tecnofílico visto como aliado inseparable del ansia autodestructiva. El elemento erótico que representa Tracy Reed, hijastra de sir Carol, primer ejemplo obvio del tipo de mujer alta y estilizada cual modelo que parecía activar la líbido de Stanley y que fue apareciendo en casi todo su cine subsiguiente, de “La naranja mecánica” a “Eyes wide shut”, pasando por la memorable aparición en la bañera de “El resplandor”. La tensión creciente a bordo del avión que terminará arrojando la bomba en Rusia, subtrama casi épica salvando detalles de humor fácil como hacer de su comandante un cowboy con sombrero, y que prefigura en cierto modo el viaje a Saturno de “2001”. El espectacular decorado de la Sala de Guerra, tan corpóreo y rico en detalles que Ronald Reagan pidió verlo nada más llegar a la Casa Blanca (obviamente, no existía). El realismo documental del ataque a la base, propio de un noticiario en contraste con la iluminación contrastada del resto de escenas. El inolvidablemente sarcástico videoclip final de “We’ll meet again”, con un montaje de explosiones atómicas que casi permite amar la bomba desde un punto de vista estético, y que insinúa, en la línea de los últimos parlamentos en la Sala, que la guerra es algo consustancial al ser humano y que podemos contar con su resurgir incluso después del peor apocalipsis.

Otros subtextos curiosos son los que plantea del personaje de Dr. Strangelove, científico nazi al servicio estadounidense, en clara caricatura de von Braun. Especie de homenaje a los sabios maléficos del expresionismo alemán, recordatorio del mal representado por el nazismo, al que se creía erradicado aunque sólo duerme en las sombras (tal vez por eso Strangelove era un tullido, pero, ante el desencadenamiento del horror en el mundo, le es posible volver a andar), emblema de un saber tecnológico que sin embargo escapa al control humano (como ese brazo artificial, tal vez mecánico, que ejecuta sin control el saludo nazi e intenta estrangular a su propio dueño), símbolo de un positivismo racionalista que no oculta sino ambición y vicio, resulta una figura inolvidable, al menos para los que no recuerden con desagrado, por empalagosa, su creación del Dr. Senff, otro perturbado germánico, en “Lolita”. De veras que el fenómeno Sellers sigue siendo para mí un pequeño misterio. ¿Por qué todo el mundo le reía las gracias? ¿Por qué aquí todos se las ríen al Gran Wyoming? ¿Por qué esta reseña de “Teléfono rojo” es la más corta de este ciclo? ¿Será porque, en esta revisión del verano 2008, es hasta ahora la que menos aprecio de su autor?

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