martes, 11 de noviembre de 2008
Compositores: Olivier Messiaen
Quienes encuentren demasiado empalagosas y reverentes las semblanzas de compositores que suelen leerse en los manuales de biografía musical, se sentirían sorprendidos al leer las palabras sobre Olivier Messiaen de un tal Lucien Rebatet en una “Historia de la música” fácil de encontrar en las bibliotecas autonómicas.
Según Rebatet, el mérito como profesor de análisis musical de Messiaen, mención hecha de su ya famosa disección compás por compás de “La consagración de la primavera”, no eclipsa sus excesos artísticos (obras para piano o para orquesta de hora y media o dos horas), sus efusiones retóricas, describiendo sus obras, que mezclan religión, entusiasmo hacia las delicias del placer conyugal, misticismo impenetrable y, dada la presunta correspondencia que el compositor percibía entre vibraciones sonoras y radiaciones visibles, más colorines que una feria (siguiendo en ello la línea de los nada austeros poemas que su madre, Cécile Sauvage, escribió mientras lo llevaba en el vientre), y un cierto tufillo hipócrita al afectar una apariencia exterior campechana de boina y camisa chillona de pueblerino pero al mismo tiempo mostrar en su obra musical y sus escritos una vanidad insoportable. La “Sinfonía Turangalila”, su más célebre obra orquestal, estaría llena de “mal gusto” y “medios toscos” (entre ellos un fortissimo final de diez minutos que sólo suena en la imaginación del autor del libro), y, en cuanto a su afición por los pájaros plasmada en muchas partituras, se trata de una manera de sublimar sus “problemas mentales y afectivos” que podía terminar “obnubilando su obra”.
Se esté o no de acuerdo, es lo de menos. Lo de más es que se trata de uno de los retratos más desfavorables y duros que he leído sobre un artista que hoy en día está por derecho propio en el panteón de los grandes, y merece la pena conocerlo por varias razones: primero, por ver en dónde quedan a menudo los juicios categóricos de la crítica, y segundo, porque, tal como Rebatet retrata a Messiaen, resulta que el creador del “Catálogo de pájaros” o el “Cuarteto para el fin de los tiempos” no es sino uno de los nuestros. Un friki, hablando en plata. Y además de la variante pretenciosa y, por ende, más entrañable.
La gracia que tiene Messiaen es que, si sus obsesiones pueden no caer simpáticas a muchos, y ahí el primer lugar lo ocuparía su convencimiento de estar transmitiendo mediante la música las verdades de su amada religión católica, en cambio el modo de plasmarlas es tan marciano, está tan apartado de los modelos de siempre, que sus piezas sacras suenan más a la exploración del espacio exterior (o interior) que a los motetes o misas de toda la vida, basadas en el canto gregoriano. Los ritmos están tomados de la India, o de Stravinsky; en la orquesta hay percusiones metálicas a porrillo e incluso a menudo se emplean las Ondas Martenot, precursor del teclado electrónico que en la mayoría de oyentes no especializados evoca la llegada de los platillos volantes en pelis de serie B de los años 50.
Por otro lado, el erotismo no es un factor desdeñable en Messiaen, cuya idea del sexo es lánguida y decadente o bien poderosa y formidable, con el orgasmo llegando del cielo como el relámpago de Yavé: la “Turangalila”, en las propias palabras del autor, es la epopeya del amor humano, y no es difícil ver en el monumental “tema de la estatua” presentado a principios del primer movimiento e inspirado en el matrimonio simbólico con la escultura de la diosa en “La Venus de Ille” de Mérimée, un símbolo, inquietante si se quiere, de la unión de la pareja, en los movimientos energéticos y bailables transposiciones del coito (en “Développement de l´amour” puede escucharse tres veces la gradual llegada, cual estornudo, del clímax) y en el adagio “Jardin du sommeil d’amour” la placidez de la carne tras el disfrute, llena de una atmósfera etérea, cantos de pájaros en la oscuridad y brillos aislados de la percusión como estrellas en el cielo.
Todo esto seguramente inspirado por el primer matrimonio del compositor, con la violinista Claire Delbos, la madre de su hijo, que sin embargo terminaría de modo dramático, casi como en la película “Betty Blue”, con la progresiva caída de ella en la locura y su internamiento en un manicomio. Guardémonos de sacar conclusiones como Rebatet e imaginar que la religión, los pájaros y la música fueron vías de escape a la desgracia, pero tal vez ahí anide mucho del carácter obsesivo y gigantista de mucha de la obra posterior de Messiaen, que en gran medida reeditó y versioneó de modo encubierto, una y otra vez, sus hitos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, si bien guardó para las obras organísticas (y si no que se lo pregunten a Björk, una gran admiradora) algunos de sus momentos más alienígenas. Pero a mí dadme las “Veinte miradas hacia el Niño Jesús”, que tal vez no cambiaría por ninguna otra obra pianística, sea de la época que sea.
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