martes, 4 de agosto de 2009

Los bandidos del tiempo


Los críticos de cine nos quieren convencer a veces de que el análisis fílmico es una disciplina científica, objetiva, que existen criterios universales para medir la calidad de una película. Y, sin embargo, cuando queremos hablar de cine no hacemos otra cosa que hablar de nosotros mismos, encontrando en cada obra cinematográfica esas claves que tal vez sólo resuenen con nosotros en función de nuestra sórdida biografía. Ya hablé por aquí alguna vez de por qué siempre preferiré “El quinto mosquetero” de Ken Annakin a la versión canónica de George Sidney, de modo que tampoco he de ocultaros que mi predilección por Terry Gilliam es absolutamente personal, forjada a lo largo de varios momentos de epifanía: un pase en la 2 de “Jabberwocky”, un domingo por la noche, del que sólo recuerdo, pero con un esplendor superior a la realidad, la pelea final con el bicho; “Los héroes del tiempo”, en programa doble con “Zelig” en el extinto Cinestudio Griffith, allá por 1986; “Brazil” visto en la videoteca del College of Notre Dame de Maryland en el verano de 1989; la felicidad de ver de estreno “Las aventuras del barón Munchausen” y volver caminando bajo la lluvia, en una nube, desde el cine Narváez hasta el barrio de Hortaleza.

Así pues, no se puede ser imparcial. Son esos entusiasmos juveniles que a veces te acompañan toda la vida, otras no, y que se van haciendo más raros a medida que se te pone el pelo blanco, coleccionas responsabilidades como otros coleccionan figuritas de Star Wars y tienes que poner más energía de tu parte para excitar tu líbido al nivel de antaño. Por eso alegra ver que algunos mitos mantienen el tipo, por mucho que hayas aprendido a verles defectos donde antes no los había; la madurez reside en aceptar esos defectos, porque tú tampoco estás libre de ellos. No busques perfección a no ser que tú seas, tú mismo, perfecto.

“Los héroes del tiempo” y en general toda la primera etapa de Gilliam parecen películas hechas a medida para jóvenes imaginativos frustrados con su mundo. Siempre vamos a tener un protagonista soñador que va a emplear su fantasía como arma contra la vida, sea en su infancia (“Los héroes del tiempo”), su edad madura (“Brazil”) o su vejez (“Munchausen”), mayormente con éxito aunque pagando un precio a veces alto. El escapismo está surcado de sarcasmo, el camino de baldosas amarillas siempre bordea el caos y su final, salvo quizá en “Munchausen”, por aquello de compensar en el arte los terribles problemas de su rodaje, deja un sabor agridulce o directamente amargo.

La premisa de “Los héroes del tiempo” es de una irreverencia deliciosa para una fantasía infantil: si el mundo a veces parece mal hecho, es que lo está. Al fin y al cabo, Dios tuvo que juntarlo todo en un período abusivo de tan sólo siete días, ayudado por una caótica pandilla de enanos. Al sentirse éstos menospreciados en su labor, roban el mapa de todos los agujeros existentes en el espacio-tiempo para robar los objetos más preciosos de la humanidad y disfrutar de su venta en una época en la que aún no hayan sido creados y por tanto no se les pueda perseguir por su crimen. Así, por la pantalla irán desfilando la Edad Media de Robin Hood, la Europa en llamas de Napoleón, la antigua Grecia de Agamenón, el hundimiento del Titanic y, yendo más allá de todo, el tiempo de las leyendas. Pero nada resultará tan fácil como parecía, pues la huida de los hombrecillos y de Kevin, el niño que han reclutado por el camino, se verá obstaculizada tanto por las fuerzas del Mal como las del Bien, extremos vistos como igual de fastidiosos e indeseables, cada uno a su modo.

Aquí ya tenemos a un Gilliam totalmente maduro y formado, al revés que en “Jabberwocky”, que tenía mucho de embrión a medio cocer. Ya aparecen esas imágenes fundamentales, recurrentes, que según la más aburrida teoría de los autores señalan la coherencia interna de una obra. El comienzo, con ese caballero medieval explotando de un armario, quizá no guarde una relación muy fuerte con el resto del desarrollo, salvo sugerir que el dormitorio de Kevin alberga uno de los famosos agujeros en el continuo, pero, como metáfora de la imaginación encerrada que al final escapa violentamente no tiene precio. Claro que otro fantasmagórico caballero medieval será utilizado en “El rey pescador” para representar el descenso a la locura, pero esos son los riesgos de tener una mente hiperactiva y hay que aceptarlos.

También surge aquí el modelo estructural, sumamente libre y con un solo aparente aroma a descontrol, que será el preferido de Gilliam salvo cuando ha tenido que trabajar con un guión preexistente. “Los héroes”, como muchas de sus películas, funciona de una manera episódica, desdeñando la construcción en tres actos para configurar una especie de “viaje de las maravillas” donde la atención del espectador ha de mantenerse en el momento presente sin querer mirar demasiado hacia delante como pretende la narrativa más usual. Es un poco el modelo de Fellini, aunque Gilliam sea una especie de Fellini infantilizado sin mucho interés por el sexo o la sociedad. No en balde Gilliam presentó una edición en DVD de “Ocho y medio”.

Pero en todo caso, estructura episódica o no, el impulso hacia delante de “Los héroes del tiempo” es tremendo, tal vez el mayor de toda la filmografía de su director. El dinamismo de los cambios de época, la urgencia de la doble persecución, la constante variedad visual, convierten a la película en un clásico de la fantasía aventurera sin muchos precedentes o continuadores, con una curiosa armonía entre elementos muy dispares que, sobre el papel, debió de dejar a más de un posible financiador rascándose la cabeza. Los seis enanos, los “bandidos del tiempo” del título (en España se debió de pensar, con cierto regusto tardofranquista, que los padres no llevarían a sus hijos a ver una película sobre delincuentes) parecen una caricatura de los seis miembros de Monty Python, es decir, una caricatura de una caricatura, pero la presencia de Sean Connery como Agamenón da a la peripecia un corazón de seriedad y distinción aventurera que, después de las visiones desmitificadoras de Napoleón o Robin Hood, evita encasillar la historia en lo burlesco y ridículo y proporciona curiosas resonancias emocionales en torno a la insatisfación familiar y el deseo de un padre distinto al que en realidad se tuvo.

Si nos pusiéramos bordes, toda la película podría ser la fantasía de Kevin: si miramos con atención la pared de su cuarto, allí se pueden encontrar los elementos de todas las aventuras, desde la Edad Media de los caballeros andantes hasta los guerreros griegos o los ejércitos del XIX. La pared es la barrera de separación contra una familia entregada de lleno al consumismo hasta el punto de ni siquiera quitarles el plástico a los sillones y el sofá. Kevin quiere un mundo de aventura e incluso peligro: es bonito el detalle de su interés en el número de maneras de matar que tenían los pueblos de la antigüedad, poniendo de relieve suavemente una verdad esencial de la infancia, su fascinación por la violencia y la crueldad, que pronto practican despreocupadamente, como pueden, hasta el momento de convertirse en adultos responsables. Si éste llega, claro.

Pero cuando se ha llegado muy lejos ya no se puede volver: el desenlace, impensable en un film familiar como los otros, en el cual los padres de Kevin explotan al tocar el último fragmento del Mal, hace todo menos restablecer la normalidad. La presencia de Agamenón, o al menos de un avatar suyo vestido de bombero, parece insinuar que el universo de la aventura aún está presente en el mundo real, pero Kevin acaba la película confuso, sin familia y sin casa. La energía visual, los decorados y maquetas grandilocuentes, el barroquismo decorativo, la realización ambiciosa, toda la maravillosa parafernalia creativa, parecen exigir un precio muy duro: el de la soledad. Es meritorio que una película tan divertida y fundamentalmente optimista acabe en un signo de interrogación tan grande. En todas las películas siempre debe quedar al menos un elemento sin explicar, dice Gilliam. A no ser que pretendas poner en pie, como se intentó hace unos cuantos años, “Los héroes del tiempo 2”. Lo cual es absurdo, porque “Los héroes del tiempo 2” ya existe: se llamó “Brazil”.

1 comentario:

Mariano dijo...

excelente tu reflexión; necesitaba aclarar el final de la película. Gracias!