lunes, 3 de agosto de 2009
Galimatazo
La filmografía en solitario de Terry Gilliam comienza en el año 1977, significativo por dos motivos tal vez no lo suficientemente buenos. Uno tiene que ver con la película que se estaba rodando a la vez en los estudios Elstree, cuyo equipo tenía una moral bajísima a causa de la evidente impericia del director, un americano, según ellos, sin la más puñetera idea de cine, y el obvio mal resultado de las escenas rodadas en el día a día. Los visitantes del otro plató le decían a Gilliam que su película sí que tenía buena pinta y que sería un gran éxito, al contrario del bodrio que les estaba saliendo a ellos. Incluso se llegó al extremo de que uno de los actores de la otra película aceptó trabajar también con Terry, y no en uno sino en dos papeles.
La película que compartía estudio con “La bestia del reino” (a partir de ahora denominada con su título original “Jabberwocky”, que es mejor y más conciso), se llamaba “Star wars”, el director que no tenía ni idea se llamaba George Lucas, y fue Dave Prowse, el culturista que rellenaba el traje de Darth Vader, quien se enfundó un par de armaduras medievales para salir en busca del monstruo, con Michael Palin como escudero.
Da cierto vértigo imaginar un universo alternativo en el que “La guerra de las galaxias” se hubiese pegado la gran leche en taquilla, forzando a Lucas a volver a hacer películas experimentales aburridillas como “THX 1138”, y en cambio “Jabberwocky” fuese un clásico del cine popular que todo el mundo conoce, con Terry Gilliam elevado a la altura de Spielberg y saliéndose con la suya en proyectos a cual más megalómano. Lo que habría podido ser... Pero todo eso de las ucronías son entelequias de porreros, como dicen los columnistas de la prensa conservadora, aterrados cada vez que alguien se pone a especular sobre qué país tendríamos de haber perdido Franco la Guerra Civil.
El otro acontecimiento del 77 fue, claro está, la explosión del punk. Se me ocurre que tal vez “Jabberwocky” sea la única película de Gilliam que conecte con las sensibilidades del público cuyo catecismo es serie B, irreverencia facilona, grupos punkis penosos y desafíos al buen gusto. La acumulación de sordidez, funciones corporales de las que peor huelen, feísmo constante, cuestionamiento del poder y medios de producción precarios parecía conectar de maravilla con aquel momento de declive de la civilización occidental, contra el cual la única revolución que pareció prender consistía en lanzar escupitajos y reivindicar el imperdible como elemento de joyería. Después Gilliam se fue puliendo, prefiriendo producciones más cuidadas y dando a su obra un barniz de pretensiones culturales que los fans del semianalfabetismo pueblerino no le han perdonado nunca. Pero estoy divagando.
Sea como fuere, “Jabberwocky”, como primer ensayo en la realización que es, funciona bien principalmente por descaro e ignorancia relativa del oficio. Recién salido de la codirección de “Los caballeros de la mesa cuadrada”, Gilliam tiene ganas de desarrollar el mundo medieval realista, antirromántico, inhóspito y maloliente que se esbozó allí, llevándolo a cotas aún más exageradas. Donde los literatos del XIX veían idealismo, valor, pureza, belleza deslumbrante, mujeres prerrafaelistas y armaduras bruñidas, Gilliam ve la realidad: frío, hambre, dientes podridos, basura, pis y mierda omnipresentes, brutalidad, sangre y gangrena, opresión y cobardía. Todo lo cual obviamente es visto como un reflejo distorsionado del mundo actual, como prueban anacronismos como la escena de la “hora punta” en la ciudad o la filosofía del beneficio comercial que Dennis trata de inculcar a cada persona que conoce y a la que se culpa indirectamente del estado de pobreza que reina en el país.
El mecanismo para construir el guión se basa en dar la vuelta sistemáticamente a los tópicos. Dennis el tonelero, en lugar de ser un joven idealista, tiene alma de contable. En lugar de estar enamorado de una delicada doncella, lo está de Griselda, la gorda y vulgar hija del mercader de arenques, el señor Fishfinger. En el lecho de muerte del padre de Dennis, éste, en lugar de una escena tierna y lacrimógena donde le dice lo orgulloso que está de él, lo repudia y se avergüenza de su estrecha mentalidad materialista sin aprecio por el trabajo bien hecho. Cuando aparece la princesa (en un breve desnudo cuyas razones de ser parecen ser que jamás lo encontraríamos en un film familiar, por un lado, y desplegar fugazmente ese erotismo de las rubias blanquitas inglesas, que, por propia confesión del director, fue lo que le decidió a emigrar al Reino Unido), su diálogo y su actuación parodian sin piedad lo gazmoño y cursi de este tipo de personajes. Y así sucesivamente.
En contraposición a esto, se presenta una amenaza omnipresente que en el fondo conviene a los poderes fácticos. Mientras los pobres se concentran a la puerta de la ciudad, a la que no pueden acceder sin dinero, los mercaderes viajan en palanquines vestidos suntuosamente y encantados de lo altos que pueden mantener sus precios, y todo gracias al pánico que siembra en la campiña un terrible monstruo. El esquema es realmente familiar: donde escribí “monstruo”, leed “crisis” y el mensaje casi es válido para ahora mismo.
Entre estos dos ejes, Gilliam se lanza a diseñar un medievo de esplendor cochambroso, inundando las localizaciones de un humo que hacía apestar el plató y ennegrecía la apariencia de todo el equipo técnico, escogiendo localizaciones casi postapocalípticas en su desolación, o, incluso en las que sí pueden presumir de cierta belleza, como el lago donde viven los Fishfinger, introducir detalles que las degradan, como el plano en que el cabeza de familia saluda a Dennis mientras saca el culo por la ventana para hecer sus necesidades en el agua. La imagen es brumosa y oscura, no ya en el DVD de Manga sino también en ediciones extranjeras, y tiene que ser así, porque una nitidez y claridad totales, como las que los clientes buscan, y no siempre encuentran, en el Blu-Ray, mataría todo el concepto de esta película. La ciudad es un laberinto caótico lleno de mendicidad, la poca tecnología que hay, por ejemplo en el taller de fabricación de armaduras, consiste en mecanismos tipo Rube Goldberg siempre listos para perder el control. El castillo del rey está hecho más de sombras y polvo que de atrezzo, pudiéndose casi sentir el frío, y el torneo para hallar el campeón del reino, lejos de la elegancia que retrataba por ejemplo Richard Thorpe en “Los caballeros del rey Arturo”, es un festín constante de brutalidad que, a cada enfrentamiento, va salpicando de sangre a los ocupantes del palco real hasta el punto de que, al final, la princesa más bien parece Sissy Spacek en “Carrie”. La procesión de disciplinantes, inspirada en la que Bergman mostró en “El séptimo sello” desborda de elementos grotescos como por ejemplo un hombre que se autoflagela com espaguetis hervidos, y sirve para sugerir, no sin entera justificación, que la religión es una especie de sadomasoquismo organizado.
El guión, pues, no pasa de ser una sucesión de ideas curiosas que pese a todo muestran mayor conocimiento de la Edad Media de lo habitual en el cine (me fascina especialmente la llegada a la ciudad de Dennis y cómo, sin una sola línea de diálogo, sólo viendo los carteles de los gremios dispuestos a lo largo de la calle mayor, ya entiendes el esquema económico del momento). Para el desarrollo de escenas individuales, se recurre al estilo Monty Python que Terry llevaba ya unos cuantos años mamando en la tele... pero sin el talento para el humor de sus compañeros de grupo. Lo irritante de confundir “Jabberwocky” con una película de Monty Python (como hace, entre otros, el cartel español) es la inevitable decepción, pues una de sus debilidades principales reside en esforzarse demasiado por ser una comedia. Los gags del chambelán, que interrumpe constantemente al propio rey y a sus invitados a fuerza de presentaciones pomposas, o la competencia entre los disciplinantes por ver quién tendrá la suerte de ser prendido fuego y lanzado en la catapulta, son ideas de Monty Python ejecutadas sin la genialidad de Monty Python, y no cabe duda de que lo mejor de la película no está ahí, sino en secuencias sueltas donde Gilliam da prueba temprana de su poderío visual.
El comienzo, atmosférico, con el poema de Lewis Carroll que da título a la peli recitado en off (¿a nadie se le ocurrió reutilizar, como título español, la mítica traducción de su título como “Galimatazo”?) mientras Terry Jones, como cazador furtivo, revisa sus trampas en el bosque a la vez que una extraña presencia lo vigila en cámara subjetiva desde lo alto para a continuación devorar toda su carne y dejarlo en esqueleto, parece adelantarse tanto al Sam Raimi de “Posesión infernal” como a las extrañas disposiciones de cámara de Darren Aronofsky, estableciendo un tono entre ridículo y macabro que será constante en la película. También es muy destacable la lucha final con el monstruo, a pesar de los pobres efectos que le dan vida (en todas las copias se ven nítidamente los hilos que lo sujetan), completamente antiheroica pero concebida en unos términos visuales muy sugestivos, en esa planicie yerma que casi podría haber sido escenario de una explosión nuclear, y con una coreografía al ralentí bastante convincente, que nos hacen soñar de manera imposible con cómo se hubiese planteado Gilliam los momentos cumbre de, por ejemplo, “El señor de los anillos”. Suponiendo que hubiese sido capaz de manejar ese material de un modo serio, sin sabotearlo todo el rato desde dentro, claro.
Quizá uno de los aspectos que más me defrauden de la película, y que comparte con “Los caballeros” es la decisión de no utilizar música original, sino de reciclar, bajo el misterioso epígrafe “DeWolfe”, fragmentos de obras clásicas, presumiblemente libres de derechos y lo suficientemente desconocidas para no llamar la atención sobre sí mismas. No me hace demasiada gracia porque parte de la intención es parodiar el aliento épico-romántico de muchas de estas composiciones (que, supongo, serán en su mayoría extractos de sinfonías británicas al estilo de Bax, Finzi, Howells o Havergal Brian) sugiriendo que son piezas intercambiables que se pueden usar cómodamente para cualquier escena de este tipo, y que en el fondo la opulencia orquestal de la orquesta romántica es de una solemnidad tan hueca como el cartón piedra de los “péplum” o los films de capa y espada hechos en Hollywood. Y, sin embargo, “Jabberwocky” contiene fragmentos bien reconocibles, de la “Sinfonía fantástica” de Berlioz, del “Divertimento” de Jacques Ibert, de “Una noche en el Monte Pelado” o los “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky. Aunque, claro, ¿qué compositores para cine de los últimos años, cuyos referentes, salvo excepciones, parecen ser sólo otras bandas sonoras, sabrían crear piezas mejores que ésas?
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