miércoles, 23 de julio de 2008
Atmósferas de réquiem y nuevas aventuras
Aunque un servidor suele cuestionar el lugar común de estos días según el cual el cine ha bajado muchísimo (sólo defendible si tenemos en cuenta el otro, más incómodo, miembro de la ecuación: la bajada, proporcional, del nivel del público, de su disposición a colaborar y participar en la ficción), no deja de haber indicios, cuando echamos la vista atrás, que inquietan sobremanera. Por ejemplo el hecho de que, en 1968, “2001, una odisea del espacio”, claramente una película de arte y ensayo, prácticamente sin diálogos, con un ritmo en las antípodas de las cadencias frenéticas del cine comercial de hoy, y con un tramo final que no pide perdón por ser enigmático, se colocara entre los títulos más taquilleros de su época, generando un debate que dura hasta hoy, y reinventando todo un género cinematográfico. Vamos, os digo que a M. Night Shyamalan se le ha linchado por muchísimo menos.
Aquí es donde se separan los caminos, donde Kubrick enseña sus cartas, donde las opiniones comienzan a ser irreconciliables. Si hasta ahora la versatilidad del director era notable, pasar de la farsa enloquecida de “Dr. Strangelove” a una obra que combina de manera inédita lo espectacular y lo contemplativo, que pulveriza todas las nociones sobre el tiempo y el espacio que se habían visto en la pantalla, que no tiene miedo a jugar con lo abstracto y experimental al estilo de Norman McLaren, crear en suma todo un lenguaje sin precedentes que se ha intentado pero no sabido imitar (ver “Naves misteriosas”, “La amenaza de Andrómeda”, “Sucesos en la IV Fase” o “Zardoz”), todo ello comienza a hacer de Kubrick un personaje especial, mucho más que el simple cineasta interesante que era hasta entonces.
La pregunta, desde la perspectiva de 2008, siempre será parecida: ¿cómo le dejaron? Bueno, eran los 60, y el mito de los 60 afirma que eran tiempos de movimiento, de cambios, de experimentación. Tal vez los ejecutivos cinematográficos, o discográficos, tuvieran la misma poca idea que ahora (aunque lo dudo), pero el ambiente de confusión cultural que reinaba aquellos años debió crearles un instinto para lo diferente. De la misma manera que el fenómeno psicodélico hizo pasar por el aro a las casas de discos, que confundían los inicios del rock sinfónico o las primeras locuras de gente como Frank Zappa con los lucrativos efluvios del ácido lisérgico, se pudo capitalizar en todas las tendencias artísticas del momento para presentar una película que era puro light show, puro op art, puro movimiento exploratorio hacia delante, hacia ese espacio exterior que se correspondía cada vez más con el interior a fuerza de drogas psicotrópicas y supuestas meditaciones trascendentales importadas a granel de Oriente. Kubrick, como siempre, supo captar el espíritu de los tiempos.
Pero a la vez, Kubrick se retrotrajo a tiempos más felices: los del cine mudo, cuando todavía era importante mirar con atención, cuando los significados se construían sumando las imágenes y no restándolas. He encontrado siempre curioso que los detractores de “2001” la consideren una muestra de filosofía barata y pretenciosa, cuando a mí (que, bien es verdad, soy un pobre ignorante en esas lides) siempre me ha dado la impresión de que no hay filosofía, por muy barata y pretenciosa que sea, que no necesite el soporte del lenguaje verbal para formularse. En realidad, las ideas de “2001” se podrían formular en muy pocas frases, y la tónica general de su discurso es más bien sencilla: la Humanidad no es dueña de su destino, es manipulada para alcanzar sus metas, es ingeniosa pero violenta y autodestructiva, se cree omnipotente gracias a su tecnología pero esta tecnología se vuelve contra ella. Pero absolutamente ningún personaje de la película toma la palabra para conferenciar sobre estos temas, que más bien son, por así decirlo, pretextos para pintar grandes cuadros en movimiento que los ilustran, como si la pantalla gigante de Cinerama se volviese “La balsa de la Medusa” o “El juramento de los Horacios”, con un romanticismo subyacente a tanta ciencia y técnica que necesitaba enfatizarse mediante esos clásicos orquestales “fuera de contexto”, tan criticados por quienes creen que la música clásica es la banda sonora de la cultura oficial, museística y reaccionaria.
Kubrick crea aquí mucho de lo que entendemos por cine de ciencia ficción moderno: el sentido de experiencia sensorial, los efectos visuales como apertura a mundos invisibles (y que en este caso, años antes del ordenador, se siguen manteniendo válidos y convincentes), el alejamiento de la serie B y el énfasis en un profesionalismo minucioso. Claro que ahí terminan las similitudes: la soledad y el silencio del vacío, donde sólo la respiración separa al viajero de la deriva y la muerte, el aislamiento en recintos estériles y funcionales, donde los únicos contactos humanos son convencionales y huecos, donde el único ser que parece realmente humano es una máquina, donde el ejercicio físico se asemeja a las carreras de un hámster por su rueda y resulta necesario esperar siete minutos para tener la respuesta a una pregunta, configuran una poética digna de Antonioni, a años luz del enfoque pulp de George Lucas, que empezaría violentando la exactitud científica (¿qué es eso de que las naves se desplacen por el espacio emitiendo un rugido subsónico? Y el aire que produce ese sonido, ¿dónde está?) y terminaría destruyendo, para regocijo de los detractores del cine como arte, la relación entre espectáculo y reflexión que tan buenos resultados había producido en décadas anteriores.
Lucas empleó los ritmos marciales de John Williams, sucesores, como casi toda la música del género a partir de entonces, del “Marte” de Holst (aunque Harlan Ellison diga que la partitura de “Star Wars” no hace sino plagiar la “Música para Praga 1968” del checo Karel Husa; que alguien se la baje y comente); Kubrick puso en el mapa a György Ligeti, compositor a quien hasta entonces sólo conocían cuatro frikis del festival de Donaueschingen, y que a base de micropolifonías, de infinidad de voces melódicas tan rápidas y tupidas que sólo es posible percibir su efecto conjunto, como un tapiz, logra un efecto hipnótico, como de portal a otra dimensión, como la del espacio interplanetario o la de los límites del tiempo y la percepción que se abre en las inmediaciones de Saturno.
En los años de gloria del LSD, la conclusión del film de Kubrick era lo más natural del mundo. Que una película de apenas dos horas y diez tuviese un intermedio apenas media hora antes de finalizar parecía un anuncio del plato fuerte, del espectáculo lumínico y sonoro que muchos hippies de entonces veían atiborrados de ácido y tumbados a los pies de la enorme pantalla. Fragmento de cine único por su total abstracción, por su falta absoluta de función pragmática que nunca hubiese escapado a las tijeras de un Ford o un Hawks, llevando al paroxismo la celebración de un cine cien por cien estético que ya se había venido fraguando durante los 110 minutos precedentes, la “puerta estelar” conducía a un desenlace casi vecino del sueño con que se abre “Fresas salvajes” de Bergman, y que casi podría funcionar como cortometraje independiente.
De nuevo tenemos una estancia de lujo dieciochesco, estilo que parece simbolizar para Kubrick el esplendor, apolíneo y un punto estéril, de la civilización (esplendor degradado, por ejemplo, en la mansión de Quilty en “Lolita” o el teatro abandonado de “La naranja mecánica”). Es un lugar donde el tiempo no transcurre de forma normal: Bowman se ve en distintos lugares de la estancia, envejeciendo. Podemos suponer que espera durante muchos años, sin que los seres que lo llevaron allí den señales de vida. Podríamos pensar incluso que estamos ante una metáfora del final de la vida, de la espera de algo más después de la muerte. La aparición del Niño Estelar parece sugerir la necesidad de que la Humanidad perezca para que aparezca algo mejor, la luminosidad radiante de ese feto dentro de su bolsa indicando una milagrosa transfiguración, una ruptura con el pasado y una oportunidad de recomenzar (creo haberlo contado ya en otra entrada, pero este es el final que hacía saltar las lágrimas de los veteranos recién llegados del Vietnam, que debían de leer de otra manera la desesperada y absurda misión de los astronautas y para quienes el acercamiento del Niño a la Tierra, su regreso, desencadenaría resonancias emocionales inefables).
Sorprende que una película tildada de fría y aburrida por los guays termine en una apoteosis tan emocionante, deje sin palabras, como me sucedió a mí de pequeño, a muchos de quienes se acercan a ella por primera vez. Si parte de la magia del cine consiste en su poder para comunicar experiencias no vividas, la magia se multiplica si hablamos de experiencias que nunca viviremos, que nos ponen frente a frente con el misterio en estado puro. “2001”, que no habla ni de amor, ni de política, ni de trabajo, ni de realidades a ras de suelo, es puro sueño, es pura aspiración espiritual, es pura esperanza de elevarse sobre un universo sórdido y mediocre, es la transmutación del positivismo científico en filigrana estética decadente y gloriosamente inútil. Es la promesa casi religiosa de que, después de sentirnos perdidos en un cosmos vasto, oscuro, sin puntos de referencia, muestra existencia volverá de alguna manera a cobrar un sentido. Promesa que, claro está, no veremos cumplida, pero que se hace breve realidad en cada nuevo visionado.
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1 comentario:
Solo quiero darte las gracias por tu entrada. Me ha traido muchos recuerdos y creo que es la mejor critica que he leido jamás de esta pelicula.
Un abrazo.
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