viernes, 25 de julio de 2008
Come and get it in the yarbles
El origen de nuestra predilección por determinadas obras de arte no tiene por qué estar relacionado con su contenido, o con su mérito. Así es como “La naranja mecánica”, película controvertida aun 37 años después de su estreno, considerada un dechado de violencia y acidez, fascista para los progres y peligrosa para los censores católicos, estará ligada siempre en mi mente a uno de los recuerdos más dulces de mi pre-adolescencia, a uno de los contadísimos chavales de aquel colegio militar que no se sentían deshonrados por la presencia de aquel gordo empollón sin estatus social, y que, haciéndome partícipe de su gusto por aquella extraña historia futurista que parecía tan trangresora a mis inocentes oídos, contándola en todo detalle una y mil veces, me introdujo el veneno del celuloide, asociado por mí desde entonces a una fuga imaginativa y anárquica de una realidad autoritaria, decepcionante.
“La naranja mecánica”, junto con “Rojo oscuro”, de Argento, o “Jo, qué noche”, de Scorsese, pertenece a esa lista escogida de películas que no parezco cansarme de ver, que son capaces de mantener mi atención en un quinto, sexto, noveno, décimo visionado, que me atrapan con su clima, con su estética, con su desfile de virtudes y defectos que hemos interiorizado y admitido como si fueran los de una persona amada. Además, el hecho de que los puristas del cine clásico sigan frunciendo el ceño ante ella, que la tilden de demagógica y manipulativa, y que la vean desfasada en todos los aspectos, alimenta mi espíritu de contradicción, consigue que reivindicarla suponga aún un gesto de rebeldía ante las tesis fílmicas oficiales, que apuestan todavía, ingenuamente, por la transparencia del relato clásico, cuando incluso hemos superado ya toda la fase del postmodernismo, de la ficción consciente de serlo, y nos encaminamos quién sabe adónde.
Siempre he considerado falsa la acusación de que “La naranja mecánica” es un artefacto caducado de los 70. Al igual que “2001”, donde la tecnología obsoleta de las naves no da una sensación anticuaria por la riqueza y coherencia de su diseño, como si se tratase de un futuro, o pasado, que pudo haber sido, como si de un ensueño steampunk se tratase, el chillón universo cotidiano de “La naranja mecánica”, con sus agresivos papeles pintados, sus teñidos de pelo en colores imposibles, su arquitectura geométrica, no trata sino de recrear un mundo verosímil donde reina la deshumanización, donde el mal gusto se ha instalado en todos los ámbitos de la vida. La casa de Alex es una continuación directa, pero en exagerado, de la casa de la señora Haze en “Lolita”, y las ingenuas pretensiones de modernidad en los interiores bien pudieron haber nacido anticuadas a propósito, significando una esterilidad, un vacío estético, que no logra enmascarar un malestar en la cultura, un déficit de los valores civilizados, sustituidos poco a poco por los instintos primarios y primitivos, la búsqueda del placer y la satisfacción del combate cuerpo a cuerpo.
En este sentido, siempre he encontrado curiosas conexiones entre esta película y su predecesora en la obra de Kubrick, “2001”. En una de las primeras escenas, cuando Alex y sus drugos dan la paliza al vagabundo, éste habla de la vergonzosa época que están viviendo, cuando, a pesar de que se mandan personas a la Luna, abajo, en la Tierra, ya no hay ley ni orden. Y yo no puedo evitar pensar en que, tal vez, por emplear un símil tebeístico, “2001” y “La naranja mecánica”, compartan un mismo universo, y que, mientras el doctor Heywood Floyd y los astronautas Poole y Bowman investigan allá arriba los misterios del universo, en el viejo planeta azul estemos viviendo un momento de anarquía social, de políticos populistas y demagógicos que fomentan la brutalidad juvenil para sus fines y nadie vive ya seguro.
Este irónico contrapunto a la majestad de la película anterior cobraría una dimensión aún más alucinante si hacemos caso a la comparación que John Baxter, en su biografía de Kubrick, hace del plano final de “2001”, el rostro del Niño Estelar, y el inicial de “La naranja mecánica”, el primer plano de Alex lleno de una ominosa energía a punto de estallar. Según Baxter, la composición de ambos planos, su ángulo, la posición del rostro, coinciden perfectamente. Esto abriría la posible interpretación de que estamos ante una continuación de la odisea espacial, y que Alex, en cierta manera, sería la nueva humanidad, el “Homo superior” cantado por David Bowie, revertido, con una brutal ironía y un jarro de agua helada sobre los nobles ideales que parecían haberse hecho realidad al son de “Así habló Zaratustra”, al estado de una bestia salvaje, al comienzo entre los primates. Veo una identidad clara entre los saltos a cámara lenta de Alex mientras reprime la insurrección de sus drugos y el descubrimiento de la violencia hueso en mano, también ralentizado, por los homínidos de “El amanecer del hombre”. No importa el potencial de una raza superior, parece decírsenos, sino cómo su ambiente social propicia su realización: pese a su inteligencia, su sensibilidad, su maravilloso uso del lenguaje, Alex no es sino una bestia salvaje, un peligro para sus semejantes.
Pero aun así, ¿es un hombre? Para mí, siempre ha sido demasiado fácil defender la humanidad de los inocentes, las víctimas propiciatorias de un estado represor. Alex, en cambio, es culpable y bien culpable, y no creo que, digan lo que digan los detractores de la película, se nos deje olvidar este hecho, Es el eterno problema de las narraciones en primera persona, de su borrado de las fronteras entre narrador y personaje. Si adoptamos el punto de vista de un gamberro, violador y asesino y le hacemos exponer sus motivaciones, es obvio que reflejará su placer al hacer todo aquello, pues, de lo contrario, quizá no lo haría. Alex no es un ser atormentado, es un salvaje natural, disfruta con lo que hace.
Pero no todo es malo en él: es carismático, posee el don de la poesía, ama a los animales (a Basil, su serpiente), se siente estimulado por el romanticismo épico de Beethoven. La inserción de Alex en el sistema penitenciario, en la maquinaria de castigo, pondrá en perspectiva sus faltas: podía ser violento, pero no es una violencia institucionalizada, detentada por individuos adultos y conscientes al servicio del poder; podía ser un violador, pero sus instintos carecían del retorcimiento evidenciado en los avances pedófilos del señor Deltoid o de los reclusos más viejos. Atrapado en la rueda, desgranándonos sus penas, castrado simbólica y casi literalmente por el diabólico método Ludovico, Alex casi nos parece un pobre incomprendido, hasta que, al llegar a su casa, el inquilino que ocupó su lugar le echa en cara el sufrimiento que causó a otras personas, afrimando que ahora le toca sufrir a él... y nos damos cuenta de que tiene razón. El gran merito de la película, lo que la hace tan irritante para algunos, es su ambigüedad, su abandono de las viejas certezas, su manera de integrar ambos lados del debate. Porque, si usas como guión un catecismo que dé a todo respuestas fáciles, lo que estás logrando es una obra para niños. Los adultos, en cambio, sacan, o deberían saber sacar, sus propias conclusiones.
Es la vieja parábola del libre albedrío, de la libertad para elegir, aunque las formas narrativas adoptadas por Kubrick, tan alejadas del molde clásico de Hollywood para comunicar mensajes cristianos (de “Siguiendo mi camino” en adelante) hayan disimulado, junto a su subversiva elección de figura protagonista, las intenciones principales. En primer lugar, la narración en primera persona se extiende al estilo visual, a la música y el montaje. La felicidad adolescente de la banda de Alex, vista desde su propio prisma, no puede ser sino una ficción divertida, casi modelada según los patrones de los medios de entretenimiento: el intento de violación de la chica en el teatro, y la subsiguiente pelea con los drugos de Billy Boy, tiene como fondo musical la obertura de “La gazza ladra” de Rossini, lo que no sólo presta a la secuencia un aire ligero y divertido, sino que la emparenta en cierto modo con las animaciones clásicas de Chuck Jones para Warner, que empleaban a menudo la misma pieza, u otras de estética similar debidas a las artes de Carl Stalling. La paliza y violación al son de “Singin’ in the rain” parece sugerir que Alex se ve como el protagonista de una película, que la vida es un “show business” hedonista, que apenas existe una diferencia entre Gene Kelly ejecutando su número de baile y él mismo haciendo daño a dos personas, toda vez que Gene Kelly, en cierta manera, también actúa contra natura: ¿a quién se le ocurre salir a bailar y cantar cuando llueve a cántaros, a saltar y chapotear en los charcos cuando lo sensato y natural sería quedarse en casa al lado de una estufa? A un niño, ¿no? ¿Y no son acaso los niños seres crueles, amorales, emganchados, una vez lo prueban, al placer de infligir dolor a seres indefensos?
Pero, si acaso no quedaba clara esta cuestión de perspectiva, no tenemos sino que ver el estilo visual, lleno de decorados chillones y claramente artificiales, de grandes angulares que amén de crear líneas de perspectiva donde no las hubiese habido deforman y achatan constantemente a los actores; no tenemos sino que fijarnos en el estilo interpretativo desmadrado, propio de una farsa teatral, para darnos cuenta de que “La naranja mecánica” es, en primer lugar, una fantasía, y, en segundo lugar, una comedia, todo lo negra que se quiera pero una comedia al fin y al cabo. La manera en que el destino vuelve contra Alex todos sus crímenes del pasado resulta impresionante en su majestuosa ironía, divirtiendo y acongojando al mismo tiempo, incomodando cuando en teoría nos hallamos ante el castigo ejemplar de un maleante. Las secuencias de tensión entre Alex y el personaje del gran Patrick Magee (inolvidable la del vino) resultan desternillantes pero también terroríficas, por cuanto nos echan en cara nuestra dudosa moralidad como espectadores, nuestra identificación incondicional con un canalla a quien en el fondo deseamos ver castigado.
Que las fuerzas “progresistas” deseen la muerte del protagonista como arma de denuncia contra un gobierno de clara estirpe totalitaria ha parecido siempre enfurecer a los izquierdistas de medio pelo, y que se vea el retorno a los instintos brutales como una recuperación de la humanidad básica ha debido parecer una burla del idealismo rousseauniano. Esa conclusión en la que esencialmente triunfa el mal, esa transgresión final de las convenciones narrativas, parece formular el juicio definitivo sobre el ser humano y su irrenunciable carácter innoble que hace necesario aceptar a la vez a Beethoven y a la barbarie nazi que acompañaba su música en los documentales del método Ludovico. El hecho de que se trate de un “happy end” que produce satisfacción en el espectador porque el protagonista se salva y vuelve a ser feliz oculta una carga de profundidad sardónica y moralista, aunque sea a costa de ignorar el capítulo final de la novela de Burgess, donde Alex se reforma, tiene hijos y queda claro que todo aquello de la ultraviolencia y el metesaca no era sino una fase de su crecimiento hacia la edad adulta. Es una tesis equilibrada y consoladora (Burgess escribió el libro como catarsis de la violación de su mujer por unos jóvenes gamberros), pero menos comercial, y, nos tememos, menos verdadera, que la adoptada por ese viejo zorro que siempre fue el amigo Kubrick.
Y no me quiero despedir sin aludir, como hice al principio, a otro significado personal que para mí tiene la película, unida a la anterior, “2001”, y que me hace sentir agradecimiento hacia el amigo Stanley. Se trata del descubrimiento de la música clásica, de la ruptura de su imagen como un área elitista, aburrida y sin relevancia contemporánea, motivo automático de exclusión de quienes pretendan reivindicarla. Pero no solamente los valses de Strauss, el adagio de “Gayaneh” de Khachaturian o las piezas de Ligeti evocaban, incluso al margen de los fotogramas, un sentido de inmensidad espacial, de grandeza expresiva, que no he dejado de sentir nunca al escuchar una orquesta sinfónica, sino que, si un macarra del futuro era capaz de integrar la poética de Beethoven, o de Rossini, en el turbulento devenir de su existencia, no menos íbamos a poder hacerlo nosotros, que éramos más “normales”, pero también conscientes de que la música es fuerza, pasión, exaltación, fantasía y atrevimiento, características tan presentes en un disco de rock del siglo XX como en una sinfonía o sonata del XIX. En ese sentido, Stanley Kubrick, con su película prohibida, irresponsable, peligrosa, hizo más por la causa de la música clásica que veinte divulgadores a lo Leonard Bernstein juntos.
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