
Uno de los múltiples problemas que me suele plantear la ópera, y que me llevan a no ser un devoto del género, es la penuria relativa de su aspecto literario y teatral respecto al puramente musical y vocal. Por muy brillantes que sean los arabescos belcantistas de una obra como
“La sonámbula” de
Bellini, el hecho de que un giro fundamental de la trama consista en el escándalo causado por la presencia de la protagonista en el cuarto de un hombre, donde había entrado caminando en sueños, no hace de ella una pieza teatral que pueda resistir el sentido crítico de un público actual. Y lo mismo podríamos decir de multitud de piezas sagradas del repertorio, cuyos soportes argumentales consisten en culebrones de lo más barato o en exaltaciones nacionalistas que se podrían traducir al euskera y utilizarse tal cual en actos del
PNV y demás compañeros de viaje. Por no hablar de tópicos argumentales como el suicidio final:
Tosca se arroja desde un balcón,
Aída acepta ser enterrada viva,
Madame Butterfly recurre a su propia versión del
seppuku, etc. Pero ya veis: mientras hay quienes llevan a juicio a
Judas Priest por canciones como
“Suicide solution”, algún que otro estudio sociológico chiflado afirma que los amantes de la ópera, a fuerza de vibrar con los finales sublimes de
Verdi o
Puccini, desarrollan una mayor tolerancia y simpatía hacia la idea de abandonar este puerco mundo por propia mano.
Pero, volviendo al punto de partida, es raro que la historia que cuenta un drama lírico sea realmente interesante. Por eso me llamó la atención que casi todo el público del
Teatro Real siguiera tan al detalle la acción de
“La carrera del libertino” de
Igor Stravinsky. Podría haber varias razones para esto. La primera es bastante obvia: aunque la música mira hacia siglos pasados, constituyendo un
pastiche de la ópera de los siglos XVII y XVIII, la historia está concebida desde una sensibilidad contemporánea, viendo en la serie de grabados de
Hogarth un paralelismo con las seducciones y los vicios del mundo actual y adoptando una visión más psicológica y menos maniquea del problema del mal. Al fin y al cabo, el diablo,
Nick Shadow, no arrastra ni tienta al ingenuo heredero,
Tom Rakewell; más bien, este se deja llevar y
Nick obedece como un buen criado. Llama la atención que la lista de los vicios no se limite al sexo, a la bebida, a la camorra o (en un inserto escénico donde
Tom esnifa una rayita de coca) a la droga, sino que se incluyan la especulación económica y la filantropía idealista y majadera.
Otra razón puede encontrarse en el montaje escénico, obra del afamado
Robert Lepage. Suele ser bastante discutido el afán de actualizar los argumentos originales, acercándolos al público de hoy mediante referencias más cercanas, pero uno se pregunta hasta qué punto una obra compuesta en plenos años 50 del siglo XX, que supone un “corta y pega” socarrón de estilos dieciochescos, y con un libreto pergeñado por el poeta
Auden, con bastante consciencia del tiempo transcurrido desde los hechos de la trama y con una distancia intelectual que refleja un conocimiento irónico de lo mucho y poco que hemos cambiado desde entonces, no se presta de modo ideal al tipo de deformaciones brechtianas que tanto ponen a los directores de escena.
Amén de que tampoco estamos ante un montaje estilo
Calixto Bieito, que inserta violencia, vómitos, sexo chungo, wáteres y sadomasoquismo hasta en, o precisamente en, las óperas más clásicas e inocentes. El símil entre la vida lujosa y libertina de
Tom y el estrellato hollywoodense no es de los más originales pero funciona. Al principio,
Tom es una especie de pueblerino tejano que va de picnic con su novia en el desierto, mientras los pozos petrolíferos bombean al fondo, como si de un cuadro de
Edward Hopper se tratase; después, la francachela en el burdel de
Mother Goose es rodada desde lo alto por
Nick, con el mismo elemento que simbolizaba el pozo de petróleo transformado en grúa. Posteriormente veremos motivos iconográficos como la cama en forma de corazón de
“Sin City”, o la desaparición en su interior de los dos amantes como en
“Cabeza borradora” de
David Lynch.
Tom vivirá sus dudas existenciales, su hastío de los placeres, ante su caravana de estrella; la confrontación entre
Anne, la inocente novia abandonada en el pueblo, y el matrimonio formado por
Tom y
Baba la Turca, la mujer barbuda, sucederá ante un estreno cinematográfico abarrotado de
fans histéricos; tanto las disputas matrimoniales entre
Tom y
Baba como la subasta de todos sus bienes tras la ruina del ídolo caído se ambientarán en la típica mansión californiana con piscina, mientras que la escena en el cementerio, cuando
Tom se juega el alma a las cartas con
Nick, tendrá lugar frente a una especie de casino abandonado estilo
Las Vegas, que poco después doblará como puerta del infierno. Apenas la escena final, ambientada en el célebre manicomio
Bedlam, conservará la apariencia de lo que debería ser, aunque, a la luz de lo que hemos visto hasta entonces, no sería descabellado verlo como una de estas clínicas de desintoxicación cuya lista de pacientes suele rebosar de celebridades de la canción pop y de la pantalla.
Otra cosa tal vez sea la música, inmersa en ese neoclasicismo stravinskiano que los chachis de la contemporánea ven como una traición pesetera al progresismo innovador y feo que propugnaba
Adorno; aunque a un servidor siempre le ha gustado verlo como una actitud desafiante del abuelo
Igor (el de verdad), aplicando su talento a formas musicales fuera de las modas, y poniendo a prueba a los aficionados que se extasían fácilmente ante gestos superficiales de ruptura pero no saben ver la buena música que hay oculta, bajo capas de convencionalismo y connotaciones aburridas, en muchas de las creaciones del pasado. Luego la historia ha dado la razón a
Stravinsky: repasando la historia del arte lírico tras la
II Guerra Mundial, lo cierto es que, entre una pléyade de radicalismos a menudo envejecidos (¿quién en su sano juicio llevaría hoy a los escenarios las “acciones escénicas” de
Luigi Nono?),
“La carrera de un libertino”, se ha quedado casi sola, junto a la trayectoria de
Benjamin Britten y tal vez la de
Henze.
A veces da la impresión de que algunos segmentos, como ese primer acto de presentación, están ahí porque el modelo lo pide, y uno no puede estar nunca seguro, dada la personalidad cortante e irónica del compositor, de que no estemos muchas veces ante una parodia, una puesta en solfa de lo que
Stravinsky encontraba aburrido o risible en la ópera dieciochesca (recordemos las burlas hacia el barroco en
“Pulcinella”). La puesta en escena del
Real recoge el guante de este humor, aunque no estoy seguro de que la dirección musical del afamado
Christopher Hogwood lo haga también. Algo similar cabría decir ante la emotiva escena final en
Bedlam, con
Tom creyéndose
Adonis y viendo en la sufrida
Anne, que llega para visitarlo, a la personificación de la diosa
Venus. Uno de los múltiples momentos musicales que desmienten la fama de frío que se le quiere colocar a
Igor, pero que, al menos en el ensayo general, no removió por dentro como hubiese debido, sobre todo en la inolvidable nana cantada por
Anne, de una simplicidad popular deliberadamente insólita en un autor de polifonías y ritmos de una complejidad rayana en lo retorcido. Claro que este drama final, este patetismo en un escenario contemporáneo de locura propio de
“Alguien voló sobre el nido del cuco” o de varias películas de
Terry Gilliam, se ve aligerado por la aparición final de todo el reparto enunciando la moraleja, al estilo del antiguo teatro popular, como
Stravinsky ya había hecho en
“Renard”, y logrando en este caso hacer reír al público en un recinto teóricamente tan serio y tan de “alta cultura” como un teatro de ópera.
Porque la idea de “pasarlo bien” viendo una ópera parece rara en estos tiempos de demagogia cultural, donde las élites parecen haber convencido a las masas de que lo más disfrutable es la basura y no se hable más. Si en la práctica ver a los
Rolling Stones o al
Real Madrid resulta bastante más caro que una butaca de paraíso razonablemente buena, y nadie te tilda de presuntuoso por defender las virtudes de ambos, es porque el problema es otro. Pero quizá, despojando a la ópera de esa aureola de divismo prepotente, de entretenimiento
kitsch para locazas, de secta hermética sólo para iniciados, de escaparate para los visones de las esposas de banqueros y políticos, y utilizando el potencial escénico de la buena música de tal manera que el público no se sienta alienado, podría hacerse algo, podría irse a ver y escuchar a
Wagner, a
Berg, a
Strauss, a
Britten o incluso a los
Mozart,
Verdi y
Puccini de toda la vida como se va al teatro a ver a
Calderón o a
Brecht o al cine a ver a
Fellini o a
Kubrick. Sin complejos de culpa progres y con plena libertad de no sentirse obligado a que te guste absolutamente todo.
Pero probablemente a algunos esto no les interese que suceda, conque nos quedaremos tal cual estamos.