domingo, 15 de julio de 2007
El baile de san Witold
Es uno de esos momentos significativos, definitorios. Al final de una de mis fiestas de cumpleaños, se me ocurre, para dar el toque “late night”, pinchar “Nuages” de Django Reinhardt. Ahora bien, la versión que yo tenía grabada comenzaba con una breve introducción seudo-clásica, seudo-impresionista, usando una de esas escalas aumentadas (¿o son disminuidas?) que rompen los centros de la tonalidad y crean un efecto “raro”.
Un segundo y medio después, llega una de mis hermanas hecha una furia diciéndome que no ponga música “de esa” y que quite esa canción, siendo necesario todo mi poder de persuasión para asegurarle que en breves instantes tendría una pieza de música “normal” y bien bonita.
En otra ocasión, el delincuente fue Maurice Ravel, cuya operita “El niño y los sortilegios” emitían por Radio 2 y constituyó el blanco de las iras de mi otra hermana, a quien ese tipo de música “de vanguardia” ponía muy nerviosa.
No quiero imaginar el efecto si se hubiese tratado de piezas compuestas por Iannis Xenakis o por Luigi Nono. Es que no falla: pon algún disco cuyo esquema armónico se salga de primera-quinta-cuarta, sin acordes perfectos y melodías algo inusuales, y la gente se te cabrea. Está garantizado.
A mí, como me gusta establecer correspondencias entre cosas que no tienen nada que ver, se me ocurre que la disonancia o la atonalidad son a la música lo que el terror o la ciencia ficción al cine: extremos expresivos que no están hechos para la mayoría del público y cuyo disfrute te coloca al instante, para bien o para mal, en una categoría “friki”.
Yo aprendí a valorar la música “extraña” de dos maneras: por un lado, a través de la música de gente como Robert Fripp o Frank Zappa, que intercalaban entre sus piezas más “normales” momentos de otro planeta; por otro, empezando a tocar la guitarra, con una española que sólo tenía las cuerdas segunda y tercera, como aún no sabía hacer escalas, me ponía a desvariar en plan “vanguardista” y me sonaba bien, había una magia en jugar cual pintor con los sonidos, con los ritmos y los silencios, aunque aquello a menudo se pareciese bien poco a aquello que se suele llamar “melodía” o “armonía”.
Después ya vino mi descubrimiento de la música clásica “difícil” y mi reivindicación de unas creaciones arriesgadas, que a menudo hablaban más a la cabeza que al cuerpo, mi amor a primera escucha por “El mandarín maravilloso” de Bartók, que se suele considerar lo más chungo de su producción junto con los cuartetos tercero y cuarto, mis viajes espaciales con Ligeti a través de los limbos de Kubrick y más allá.
Claro que no es oro todo lo que reluce: por cada Messiaen o Nancarrow, hay cincuenta esbirros de las academias que se saben de memoria el libro de estilo de “las vanguardias” (Mandamiento número uno: El público es ignorante y no sabe nada de música) y convierten en tostones de hora y cuarto lo que en Webern era genial durando sólo seis minutos. El gran error es caer en radicalismos estéticos y convertir la historía de la música en un cuento de buenos y malos, de progresistas atonales contra carcamales amigos de la música tonal y melódica. Esos que te dicen que no han escuchado nunca a Malcolm Arnold pero que no debe de ser un compositor relevante y válido. Porque lo dice el catecismo.
Pero mientras tanto, disfrutemos de Lutoslawski, de sus corrientes líquidas de sonido, de sus colores rutilantes, de sus ritmos entrelazados por deliberadas faltas de sincronía, su ambigüedad misteriosa que no permite encasillarlo como “música de terror” (por eso David Lynch usa poco sus composiciones en “Inland empire”, y recurre más en sus secuencias polacas a Penderecki, que es más visceral y acojona más). Empezad por el “Concierto para orquesta” y si os gusta tiráos en plancha al resto de lo que hizo, que está en disquitos de Naxos a 5 euritos cada uno, o, si sois roñosetes, en la mula.
Y si no os gusta, siempre os quedará Boney M.
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