David Hartwell afirmaba que la manera “correcta” de leer
ciencia ficción es como una especulación literal, sin dimensiones metafóricas y
tratando estrictamente sobre sus sujetos: viajes espaciales, investigaciones
científicas, la evolución humana, etc. Pero en la práctica lo que lanzar un
solo mensaje a la vez es complicado: hay demasiados ecos y resonancias,
producidos sobre todo por la mente cavernosa de los autores.
Es difícil leer “El hombre que cayó a la Tierra” de
Walter Tevis sin que venga a la mente la larga lucha de su autor contra el
alcoholismo, que terminó silenciando su pluma durante casi dos décadas. El
aislamiento en el que cae Thomas Jerome Newton, el alienígena llegado entre
nosotros con un doble plan de salvamento, de su planeta caído en una debacle
post-apocalíptica, primero, y del nuestro, a punto de entrar en otra en lo que
parece una historia paralela, topa con el desgaste que le supone el trato con
la especie humana y se refugia de él mediante un creciente consumo de ginebra.
Le pese lo que le pese a Hartwell, el alienígena es un alienado, de la misma manera que “El pueblo” o “La gente” de Zenna Henderson eran las personas como tú, que no existían en tu pequeño pueblo de mentalidad estrecha pero te esperaban ahí fuera en el ancho mundo para acogerte en su seno. Newton es inteligente, está lleno de la sabiduría avanzada de su mundo y su potencial es infinito, pero los humanos no saben manejarlo, son capaces de infligirle un daño irreparable por un error estúpido. El potencial mesías termina como una figura marginal, decadente, desengañada, cuya fortuna apenas le sirve de nada, y que deja grabada la poesía de su planeta como único extraño testimonio de su paso entre nosotros.
Daba un poco por hecho que la adaptación cinematográfica
del libro, dirigida por Nicolas Roeg en 1976, 13 años después de su publicación
original, alteraría sustancialmente su esencia, pero la veo bastante fiel en
todos los puntos básicos de la trama, desde la manera en que Newton consigue su
fortuna hasta su reencuentro final con el profesor Bryce, su confidente, cuando
ya es apenas una sombra de lo que fue, manteniendo el atavío descrito en el
libro, sombrero tipo “fedora” incluido.
En todo
caso, el hecho de que estas alusiones literarias y pictóricas se mantienen, al
igual que otros aspectos más “de género”, como las innovaciones en la
fotografía o en la reproducción sonora que ayudan a cimentar la fortuna de
Newton, dan la pista de que no estamos ante una adaptación al uso, que va a lo
esencial restringiendo los vuelos de la retórica, sino todo lo contrario,
aprovechando la premisa de Tevis para crear algo más enrarecido.
Por
ejemplo, Tevis es bastante concreto a la hora de relatar en qué consiste la
misión de Newton, estableciendo paralelismos entre el destino de Anthea, su
planeta de origen, y el nuestro, inmerso en la Guerra Fría en el año de
publicación del libro, 1963, y prolongando esta situación, en una predicción
correcta, más de 20 años después. También se hace referencia a la degradación
del medio ambiente de ese mundo, algo en lo que la Tierra podría seguirle en
breve. Newton pretende “rescatar” la Tierra, y de paso salvar a los “antheanos”
supervivientes, infiltrando comunidades que transformasen su planeta adoptivo
desde dentro.
Roeg
descarta todo esto, tomando una decisión arriesgada que convierte su versión
fílmica en una de las películas de CF en las que hay más coherencia entre tema
y estilo. Al igual que Barry Malzberg afirmaba en su novela-ensayo “Galaxies”
que pocos escritores, o ninguno, serían capaces de transmitir las impresiones
de un viaje espacial y su impacto sobre la psique de un astronauta, también
supone un desafío considerable transmitir los pensamientos y las reacciones de
un alienígena, cuyos procesos mentales, es de recibo, no estarían sometidos a
las mismas leyes.
Tevis
usa con bastante alegría el estilo indirecto libre, jugando con una analogía de
procesos mentales que supone una prolongación del físico humanoide de Newton,
con solo unas pequeñas diferencias físicas como sus pupilas similares a las de
un gato, su estructura ósea diferente a la nuestra, tener solo cuatro dedos del
pie o carecer de uñas. En cambio, Roeg imagina que su percepción del tiempo es
diferente, lo cual le permite sus juegos habituales con la cronología del
montaje (una de sus marcas de fábrica desde “Amenaza en la sombra”) y da pie a
un fascinante momento que no aparece en el libro: paseándose en su coche por
una carretera, Newton ve un poblado de colonos del siglo XIX que también
reaccionan a la presencia de ese vehículo metálico que nunca habían visto,
hasta que su breve conjunción finaliza y ambas partes dejan de verse.
Los
recuerdos del planeta lejano, con un desierto rojizo por el que viaja la
familia antheana con escafandras plateadas, esperando un extraño ferrocarril,
se muestran sin contexto, queriendo más transmitir una impresión sensorial de
soledad y abandono que dar idea de la pertenencia a una civilización. Estas visiones
inconexas acabarán sepultadas en el aluvión de imágenes fragmentarias que
Newton consume a través de los monitores televisivos que llenarán su
habitación, y que, al igual que en el libro, contribuirán a su fagocitación, a
su pérdida de identidad, muy en la idea de los estudios sobre los mass media de
aquellos años, aunque en el libro se da la paradoja añadida de que precisamente
fueron las transmisiones televisivas, llegadas al espacio, las que permitieron
que los antheanos adquiriesen conocimientos sobre las culturas terrestres hasta
el punto de permitir que uno de ellos viajara al planeta azul y pudiera
infiltrarse.
Un
aspecto ausente de la novela de Tevis, pero fundamental en la película, es el
sexo como tentativa de acercamiento entre entidades aisladas. Ya hay indicios
de esto al inicio de la película en la subtrama sobre el profesor Bryce, que en
la novela es apenas un docente desengañado y movido solo por la curiosidad
científica a la hora de entrar al servicio de Newton, mientras que en la
película es un pichabrava aficionado a seducir alumnas y que llega a World Enterprises,
la compañía del alienígena, después de ser amonestado por su conducta en el
campus. La fragmentación de un mismo diálogo íntimo en el que las interlocutoras de
Bryce cambian de un plano a otro da la imagen cínica de un proceso mecánico en
el que no hay verdadera comunicación entre las personas, sino un guión
preexistente, una maquinaria cuyas piezas se pueden cambiar a voluntad, en la
que todo fluye pero nada permanece.
En lo que se refiere a Newton, se pasa de la Betty Jo de la novela, que, tras rescatar al protagonista de su desvanecimiento en un hotel, se convierte en su cuidadora personal y su iniciadora en los misterios de la ginebra, a la Mary Lou de la película, que es quien descubre su identidad de alienígena y quien establece con el visitante una intimidad física de difícil pervivencia (pasando de los extraños “flashes” de lo que podría ser la sexualidad de los antheanos, llena de fluidos y piruetas imposibles, una escena llena de poesía surreal, al reencuentro posterior, pervertido por los estereotipos terráqueos, en el que Newton y Mary Lou, al ritmo, cómo no, de “Hello, Mary Lou”, tienen una chocante y rocanrolera escena erótica en la que una pistola tiene un papel importante y en la que el sexo y la amenaza de violencia van de la mano).
Esta extraña relación, que no aparece en el original, da mayor fuerza al final, en el que unos Bryce y Mary Lou envejecidos han acabado juntos y piden ayuda a un Newton que, si bien está acabado en lo anímico, físicamente no ha cambiado en nada. El terror del campus ha sentado la cabeza con la mujer que intentó abarcar las estrellas con su cuerpo, pero hay algunos abismos entre los que no cabe tender puentes.
Amén de
la dimensión personal, hay otra dimensión política que merece comentarse. Ya
dijimos que Tevis está muy anclado en la Guerra Fría, mientras que Roeg, que
rueda 12 años después, es más heredero del cine post-Watergate, al estilo de
“Los tres días del cóndor” de Pollack o “El último testigo” de Pakula (que
prefiero con mucho a la película “oficial” del Watergate, del mismo director,
“Todos los hombres del presidente”). A propósito, la referencia al Watergate
que puede leerse en mi edición del libro de Tevis debe de ser fruto de una
revisión posterior, pues en el momento de su publicación original aún faltaban
nueve años para que los “fontaneros” entraran en la sede del Partido Demócrata.
El
libro deja muy claro que Newton está siendo marcado muy de cerca por el FBI,
mientras que, en la novela, Newton está mucho más en las nubes y es el abogado
Farnsworth, el presidente titular de World Enterprises, el que sufre un
misterioso atentado en el que es arrojado desde lo alto de su edificio (otra
caída) y es reemplazado por otro directivo, supuestamente como resultado de
intrigas palaciegas que, deliberadamente, quedan bastante poco claras. Las
fuerzas que impiden la subida de Newton a su astronave quedan en la vaguedad,
dando un aire bastante kafkiano a su frustración, en el que encaja bastante
mejor el motivo, ya presente en el libro, de que el extraterrestre ve mermada
su vista por la insistencia empecinada y estúpida de unos investigadores en
cumplir el reglamento. Roeg juega más la carta del desconcierto que la de la
conspiración, y nos recuerda que cualquiera que no conozca las reglas del juego
puede sentirse un extraterrestre, pero también que no es necesaria la malicia
para hacer caer a un espíritu diferente.
Uno de
los aciertos fundamentales de la película es la elección del actor
protagonista. Cuando Tevis describe a Newton como un hombre alto, de estructura
delicada, con facciones juveniles propias de un duendecillo, ojos claros, pelo
blanco y piel casi translúcida, se corría el riesgo de fallar en la
caracterización convirtiendo al alienígena en una figura grotesca. En cambio,
David Bowie ya basaba gran parte de su personalidad escénica en su encanto “de
otro mundo”, y es curioso el paralelismo entre el argumento de la novela de
Tevis y la historia ideada por Bowie en torno al personaje de Ziggy Stardust.
Ignoro
si el parecido entre la trama general de la novela y la leyenda urdida por
Bowie tuvo algo que ver en que el guión de Paul Mayersberg fuera mucho más
impreciso a la hora de comunicar las intenciones de Newton, o si se pensó que
mantener el paralelismo haría pensar en que la película era una especie de
vehículo de autopromoción del cantante. Esto también pudo llevar a que se
decidiera prescindir de los temas musicales creados por Bowie, mayormente
instrumentales, prefiríendose encargar el grueso de la música (salvo
excepciones como “Marte” de Holst o temas del japonés Stomu Yamashta) a otro
personaje del mundo del rock, John Phillips, componente de The Mamas and the Papas, que da a los fotogramas un
carácter mucho más mundano que las etéreas composiciones de Bowie, que irían
viendo la luz en álbumes como “Low” o “Heroes” y que, a la postre, hubiesen
casado mucho más con los temas de alienación y soledad de la película.
Paradójicamente, fotos tomadas del film de Roeg terminaron ilustrando las
portadas de “Station to station” o “Low”, habida cuenta de que el aspecto de
Newton recuperaba la cabellera roja que ya había sido un rasgo distintivo de Ziggy Stardust.
La
conexión con la carrera musical de Bowie hace aún más curioso el elemento
argumental, presente tanto en la novela como en la película, de que Newton,
habiendo fracasado en su empeño vital y convertido en un marginado decadente,
lanza al mercado un disco con el sobrenombre “El Visitante”, que en el libro
consiste en el recitado de poemas en la lengua muerta alienígena, pero que en
la película nos imaginamos perfectamente como un disco de la “etapa berlinesa”
de David, momento atmosférico y experimental de su trayectoria, lleno de
fantasías de disociación (la letra de “Station to station”, que anunciaba este
período, habla de “efectos secundarios de la cocaína”) que confluyen
extrañamente con las preocupaciones del film de Roeg. Pero los paralelismos
terminan ahí: mientras Bowie resurgiría cual fénix como estrella del pop adaptada
a los 80 en “Let’s dance”, Roeg vería su estrella declinar tras el fracaso de
“Eureka”, llegando a ver transcurrir 17 años entre sus dos últimos
largometrajes. Pero confío en que el tiempo vaya devolviendo títulos como
“Walkabout”, “Amenaza en la sombra”, “Contratiempo” o esta “El hombre que cayó
a la Tierra” al lugar que les corresponde.
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