domingo, 31 de enero de 2010

10 revelaciones de Alex Ross sobre la música del siglo XX


1 - Hitler inspiró la mímica de sus discursos en la técnica de dirección de Gustav Mahler, y se hizo fotos con un busto de otro compatriota, Anton Bruckner, porque su vida de pueblerino inocente de quien se reía la gente culta hacía que el resentido Führer se identificara con él.

2 - Arnold Schoenberg se reía de los ritmos demasiado saltarines de sus alumnos de composición gritándoles el “Hi-yo Silver” de “El Llanero Solitario”, que años después, ignoro si de manera consciente, sería un recurso humorístico recurrente en los conciertos de Frank Zappa.

3 - El distanciamiento de la composición clásica en la segunda mitad del siglo, por parte del público estadounidense, pudo deberse a que era considerada una subcultura demasiado gay. De entre los compositores importantes de esa época en EEUU, el único machote casi era Charles Ives.

4 - “We will rock you” de Queen se basa de manera encubierta en la “Fanfarria para el hombre común” de Aaron Copland.

5 - Durante la preparación de su ópera sobre “Otra vuelta de tuerca”, Benjamin Britten sufrió un encaprichamiento amoroso con el niño que debía interpretar el papel de Miles, David Hemmings, que con el paso del tiempo protagonizaría “Blow up” de Antonioni y “Rojo oscuro” de Argento.

6 - La oficina militar del gobierno estadounidense en la Alemania ocupada, primero, y la CIA, después, adoptaron un papel activo en sostener económicamente la composición dodecafónica, como manera de hacer guerra fría cultural contra el enemigo soviético, que prohibía las vanguardias occidentales en aras del realismo socialista.

7 - Harry Partch desarrolló de modo definitivo su sistema de afinación microtonal y su orquesta de instrumentos inventados después de pasar varios años recorriendo los Estados Unidos sin un duro en la mejor tradición de los vagabundos de los años 30.

8 - Pierre Boulez dio la espalda literalmente a Henri Dutilleux en 1951 por haber osado componer una sinfonía más o menos al viejo estilo, pero, 22 años después, le besó la mano a Shostakovich, compositor al que siempre detestó, durante una visita de éste a Nueva York.

9 - Olivier Messiaen se dejó convencer para aceptar el encargo estadounidense de “Des canyons aux étoiles” porque la mecenas Alice Tully conocía el único pecado del maestro, la gula, y lo halagó con una enorme tarta de pistacho y Chantilly.

10 - Phil Lesh, bajista de los Grateful Dead, fue durante un tiempo alumno de composición de Luciano Berio, hasta que un mal viaje de LSD mientras escuchaba la Sexta Sinfonía de Mahler a todo volumen lo apartó del mundillo clásico hacia los terrenos pantanosos de la música rock.

domingo, 24 de enero de 2010

Tras los pasos del Rey Carmesí 7: "Starless and bible black" (1974)


O, como dijo Bill Bruford rememorando a una espectadora de la primera fila, “Bra-less and slightly slack”. Quien no lo entienda, que desempolve el diccionario y se convenza de una vez por todas de que los del rock sinfónico, como cualquier hijo de vecino, también se pasan la vida pensando en lo mismo. Si no más.

Por lo demás, la impresión que da el disco nada más que con la portada es de austeridad. Los Crimson floridos y hippies, de los que quedaban aún ciertos vestigios en “Larks’ tongues”, parecen haber pasado definitivamente a mejor vida, sin que me quede claro si esto es bueno o no. Sin Sinfield se pierde decadentismo, se pierde esa tontorronería retórica tan entrañable. Ahora parece que hay temas cantados porque en un grupo de rock tiene que haberlos, pero parecen estar para cubrir el expediente: no llegamos a los extremos posteriores de Belew, que puso letra a “Elephant talk” con un diccionario de sinónimos, pero tampoco cabe la duda de que lo importante en “Starless...” es ese escoramiento instrumental hacia los sonidos duros, ese énfasis en la improvisación entendida más como una creación colectiva que como una sucesión de solos. Por eso Bruford aparece acreditado como compositor en “Trio”, un corte donde no participa.

Siempre he encontrado curiosa la estructura de “Starless...”. Quiero decir: ¿un disco de rock sinfónico con seis canciones en la cara A? Pero ¿no se suponía que este tipo de chusma hacía una interminable canción por cara? Fripp se ha hartado de decir que las subdivisiones de las canciones en los primeros discos se debían a la necesidad práctica de tener un número mínimo de canciones en cada LP para poder percibir los royalties. Aquí, las subdivisiones son una realidad, aunque en el fondo haya el mismo concepto en la cara A que en la cara B, la que, esa sí, tiene sólo dos temas de diez minutos cada uno: mitad composición, mitad improvisación.

“The great deceiver” se distingue por su trepidante comienzo, con un tremendo riff en unísono de guitarra, bajo y violín eléctrico junto a una segunda guitarra de fondo acompañando con ácida distorsión, y por dos detalles peculiares de la letra: la única aportación literaria de Robert Fripp al grupo, “Cigarettes, ice cream, figurines of the Virgin Mary”, en alusión al mercantilismo del Vaticano, y las míticas palabras iniciales “Health-food faggot”, entendidas durante mucho tiempo como una manera peyorativa de aludir a un homosexual aficionado a la comida dietética, hasta que alguien aclaró desde el Reino Unido que allí la palabra “faggot” es otra manera de llamar a las albóndigas. Una pena deshacer el equívoco, pues la alusión en el mismo verso a una “novia vendida” o “cambiada”, como el título de la opereta de Smetana, abría posibilidades de interpretación fascinantes más allá del retrato impresionista de ese “Gran Embaucador” amigo del diablo y aficionado a llevar la voz cantante con un traje a cuadros (lo cual me suena muchísimo al personaje de Tony en “El imaginario del doctor Parnassus” de Gilliam: ¿será Terry forofo de los Crimson?). Puede tratarse de un jefazo del mundo del espectáculo, o de un amo del capitalismo en general, pero lo fundamental es que se trata de uno de los números rock más poderosos y frenéticos del grupo.

Después, con un empalme sin interrupción digno de Frank Zappa, entra “Lament”, especie de autobiografía resumida de un músico de rock que llama la atención por el contraste entre la cotidianidad y universalidad de la experiencia que cuenta y la idea tópica de los músicos de rock sinfónico como gente poseída de sí misma y desdeñosa con el resto de la chusma. Ya sabemos por el libreto de “Ladies of the road” que uno de los abuelos de Fripp era minero y que sus clases de guitarra se pagaron con dinero duramente currado, de ahí que la música se meta tan dentro de la letra escrita por Palmer-James: las diferentes fases en la vida del músico, el idealismo romántico inicial, las angustias ante la explotación por los managers, y la postura cínica final donde se renuncia al arte y se prefiere concentrarse en el sexo y el vicio, tienen un arreglo musical diferente y distintivo que va como un guante a cada estrofa, empezando con lirismo melódico, siguiendo con una rabia angustiosa y disonante, y terminando con un ritmo vacilón que sería funky si Crimson supieran tocarlo.

“The night watch”, preciosa balada de sabor casi oriental, con una introducción en crescendo gradual que es casi un amanecer y un solo casi violinístico de Fripp de los que hacen época, es sin embargo la típica canción que sólo por su letra se atrae las iras de los iletrados. “¿Una canción sobre un cuadro de Rembrandt?”, dirán, “¿Pero estos quiénes se creen que son, restregándonos su cultura por la cara?” A mí, en cambio, me parece melancólica y nostálgica, evocando el mundo anticuado, aislado y sin incidencias de la alta burguesía, tan elegante, majestuoso y próspero pero falto de verdadera vida, como si se tratase de un cuadro pintado hace más de trescientos años. Es el tipo de letra que uno esperaría de alguien con un apellido compuesto como Palmer-James, pero, como no soy un inglés clasista y resentido de clase media o baja, no me molesta.

El resto de los cortes del disco son improvisaciones o fragmentos de improvisaciones. “We’ll let you know” se vertebra en torno al bajo de John Wetton, cuyo tono, garra y vivacidad recuerdan al de Chris Squire. Se empieza con una especie de melodía de timbres weberniana y se va construyendo paso a paso un intento de funky progresivo que, ahora que lo pienso, pudo muy bien inspirar "Death dies", el tema de los asesinatos de "Rojo oscuro” de Argento, a poco que se le acelerara un poco el tempo. El final del tema es claramente un corte seco a la cinta (aunque no tan bestia como en "The mincer", donde se inmortalizó para la posteridad el agotamiento del rollo de cinta) como para dejar claro que había más y que el carácter improvisativo de la banda se disfrutaba en todo su esplendor sobre el escenario. Treinta y seis años después, podemos constatarlo en discos como “The night watch” o “The great deceiver”. Aún recuerdo las diez mil pelas que costaba este último allá por los inicios del CD y el pequeño trauma que aquello me produjo. La reedición, mucho más prudente, es en dos volúmenes.

“Trio” es otra incursión cimsoniana de muchas en el pastoralismo británico de Elgar o Vaughan Williams, con un melotrón que casa a las mil maravillas en una improvisación sin batería que debería hacer reflexionar a quienes ven en Crimson la “línea dura” del rock sinfónico. El atonalismo de Fripp y compañía se limita a sus ocurrencias aleatorias al margen de las canciones escritas, pero Fripp, como compositor, es un clasicista nato que admira a Mozart y Haydn y lee los estudios sobre el estilo clásico de Charles Rosen. Es fácil sonar a vanguardia cuando no se tiene partitura, pero es cierto que fragmentos como el que da título al disco, “Starless and bible black”, que es como “We’ll let you know” pero en más largo y más rápido, educaron a muchos oyentes como un servidor en aceptar la atonalidad como un componente normal de la música, aunque, no hay que olvidarlo, el efecto está mucho menos buscado de lo que cree más de un crimsoniano obseso.

Por último, “Fracture” es algo así como la culminación, el final del camino, porque básicamente se trata de la misma composición para guitarra solista, con sus sonoridades aceradas, sus veloces y difíciles arpegios y sus progresiones ascendentes, que Fripp viene incluyendo, bajo diferentes títulos, en la mayoría de los discos de Crimson publicados desde entonces. Es una música tan cerebral como visceral, con bastante pegada y un tono tirando a rabioso, pero es una fórmula tan perfecta que poco se puede innovar ya en ella. Supongo que Fripp se dio cuenta entonces de que este concepto del grupo había alcanzado su perfección, pues al Crimson clásico le faltaban un par de telediarios y su líder, presa de ominosas premoniciones, veía cercano el fin de la civilización tal como la conocemos. Vista como banda sonora para el fin del mundo, “Fracture” gana si cabe, adquiere carácter épico, pero la no materialización de este fin del mundo posibilitó que Crimson se convirtiera en una fórmula, y la verdad es que es una pena, pero en el fondo los verdaderos clásicos no innovan. Que se lo pregunten si no a Charles Rosen.

domingo, 17 de enero de 2010

Eric Rohmer (1920-2010)


Yo solía decir con cierta frecuencia que la mejor película de Eric Rohmer era “El signo de Leo”, aquella extraña parábola de un vagabundo que recorre el París veraniego sin saber que es millonario; no porque lo creyera realmente, sino porque apenas había diálogos, porque estaba a medio camino entre el cine mudo y el Antonioni más arquitectónico. Mi elogio, pues, tenía la intención oculta de menospreciar el estilo maduro del cineasta, en el que diálogos interminables servían de herramienta para analizar psicologías y sentimientos.

Otros días, mi desdén era más expeditivo y manifestaba que, de los Rohmer, mi favorito era Sax, el autor de las novelas de Fu-Manchú.

Desdén quizá injusto. Los que me conozcan un poco bien saben de mi preferencia por un cine visual que sintetiza los mensajes a base de explotar las posibilidades del encuadre, la fotografía, la posición y movimiento de la cámara o las manipulaciones del sonido, en contra de un cine literario que pone en la orilla todos esos aspectos y trata de analizar los conflictos mediante una escenificación transparente. A Rohmer le tocó durante un tiempo simbolizar esta última tendencia, quizá porque fue uno de los modelos fundamentales de aquella generación de cineastas españoles surgida tras la muerte de Franco que, a falta de medios técnicos, quiso configurar una nueva nouvelle vague por tratarse de un objetivo asequible a nivel presupuestario, aunque quizá no a nivel artístico: la pequeña comedia humana de Rohmer parecía fácil de hacer, pero, ¿lo era realmente?

Mi último motivo de rencor hacia el pobre Eric fue la manera en que su estilo de hacer cine, a pesar de la poca influencia que algunas necrológicas le atribuyen, fue configurando el arquetipo de lo que el cine francés debería ser, es decir, una muestra de intimismo psicológico muy rico en sutileza y más pobre en aspiraciones formales. Por eso cineastas como Olivier Assayas estrenan entre nosotros cuando hacen dramas familiares, pero no cuando se lanzan a moderneces con Asia Argento y Michael Madsen. Por eso nos hemos quedado con una imagen estereotipada, y manipulada por los gustos de quienes seleccionan lo que nos llega, de la que en realidad es una de las cinematografías más diversas del mundo.

Pero, siendo justos, el cine de Rohmer, valorado en sí mismo, podía ser sugestivo, directo y refrescante, carente de retórica (quizá demasiado), más depurado y trabajado en lo visual de lo que parece, e incluso festivo. Mi memoria cinéfila siempre ha conectado títulos como “Pauline en la playa” con la comedia adolescente de toda la vida, pero con una sabiduría mundana y un conocimiento de la filosofía libertina del siglo XVIII de los que directores como John Hughes más bien carecían. Era curioso la manera en que Rohmer iba disminuyendo la edad de sus personajes: habría quienes lo vieran como un viejo sátiro aficionado a rodearse de carne joven, pero otros podrían aducir que no sería posible soportar a más neuróticas cuarentonas como la de “El rayo verde”.

Otro aspecto que no se le puede negar a Rohmer, aunque no te entusiasme en el fondo, es su inquietud, su manera de ir superando fases y cambiando el concepto, que le llevó incluso a terrenos como los del cine histórico, el de espionaje o el mitológico, aunque también le valdría alguna acusación de reaccionario monárquico por mostrar el punto de vista de los aristócratas ejecutados por la Revolución Francesa en “La inglesa y el duque”.

Pero la desaparición de Rohmer me provoca melancolía, al margen de la mera extinción de una trayectoria vital y creativa, por servir como enésimo recordatorio de una época en la que el cine de autor, e incluso el cine francés, gozaban de una influencia y un reconocimiento público que ahora habría que buscar con microscopio electrónico. Una época en que polémicas como la de “cine de prosa contra cine de poesía” (con Rohmer como representante del primero y Pasolini como representante más o menos paradójico del segundo) tenían cierto peso en el debate cultural.

Antes, los que querían estar a la última en cine intelectual podían entrar a una de Rohmer y entretenerse con historias de jovencitas casquivanas que manipulaban a los hombres o dilemas morales de hombres católicos enfrentados al poder milenario del sexo; ahora, les es necesario esforzarse por ver un hilo narrativo en cincuenta minutos de panorámicas fantasmagóricas por la jungla tailandesa. En los 80, peliculitas modestas y agradecidas como “El amigo de mi amiga” eran capaces de llenar la sala grande del Alphaville el sábado por la tarde. Ahora, me costaría bastante utilizar todos los dedos de una mano para contar los nuevos valores consolidados del cine francés capaces de hacer esto, de ahí que los aficionados al celuloide galo caigan en absurdos como ensalzar los valores de “Bienvenidos al norte”, pese a que Louis de Funès hacía lo mismo con bastante más gracia y sus películas se despachaban como subproductos de la baja cultura. Duele decir esto, pero se va a echar mucho de menos a figuras como la de Rohmer, cuya falta de relevo generacional va haciendo que el antaño fundamental cine francés se vaya hundiendo poco a poco en el desconocimiento y el anonimato.

lunes, 11 de enero de 2010

10 apuntes sobre el giallo


1 – Un giallo no es una película de terror, sino una película policiaca. El “género negro” se llama así porque había una colección de libros policiacos en Francia con portadas negras. El giallo (o sea, amarillo), se llama así porque había una colección de libros policiacos en Italia con portadas amarillas. Las investigaciones criminales de Angela Lansbury como Jessica Fletcher son conocidas, en el país de la bota, como “La signora in giallo”.

2 – Para que una película sea giallo, basta con que haya asesinatos y que la identidad de su autor sea incierta. No es imprescindible que haya un asesino enmascarado, con sombrero, abrigo y guantes para disimular su sexo, ni siquiera haría falta que se viera cómo se cometen los asesinatos. Lo que pasa es que, fuera de Italia, dices giallo y piensas automáticamente en “Seis mujeres para el asesino” de Bava o “Rojo oscuro” de Argento. Pero, en rigor, “Diez negritos” de Agatha Christie es giallo, la serie "Colombo" es giallo, “El corazón del ángel” es giallo, incluso “La bestia debe morir” de la Amicus, donde se especula sobre cuál de los protagonistas es un hombre lobo, es giallo.

3 – Si en un giallo aparece una mujer especialmente bella, tarde o temprano se la verá en grados variables de desnudez y será asesinada con arma blanca, salvo si la mujer se llama Barbara Bouchet o Edwige Fenech, en cuyo caso no será asesinada para que los espectadores puedan verla en todos los grados posibles de desnudez desde una multiplicidad de ángulos. Si pudiera hacerlo, el Ministerio de Igualdad clasificaría X con carácter retroactivo la totalidad del subgénero giallo, por incitación al sexismo y a la violencia de género. No se dan cuenta de que en realidad lo que hay en este cine es una apasionante muestra antropológica de la relación de amor-odio entre el hombre mediterráneo y las mujeres. Si el arma blanca es el instrumento obligatorio de muerte, es porque hace posible matar penetrando un cuerpo bello y crear una metáfora visual de lo más erótica. Lo único que no explica esta teoría es por qué hay también mujeres seguidoras del giallo. Si alguna se animara a explicar las razones de su “extraño vicio”, se agradecería.

4Italia debe de ser un país violento donde las personas se matan unas a otras con relativa frecuencia. Quizá por eso, y no por despistar al espectador (faltaría más) solemos encontrarnos en los guiones de giallo con dos o más asesinos, trabajando juntos o por separado, uno de los cuales, hacia el inicio de la película, es visto en el mismo plano que el malo malísimo revelado en la escena final, o incluso intenta asesinarlo. Qué misantropía, si lo piensa uno, la de estas películas, donde no sólo casi cualquiera de estos personajes podría haber cometido los crímenes, sino que, en realidad, varios lo han hecho.

5 – Las historias se desarrollarán en urbanizaciones de arquitectura geométrica o interiores decorados al último grito de los años 70, y la escenografía abundará en elementos que ponen fecha a cada plano, una fecha que en la mayoría de los casos será 1970, 1971 o 1972. Hay un par de casos de ambientación rural, pero los ambientes artificiales, chillones, pasados de moda, parecen imprescindibles, sea para subrayar la frialdad y el aislamiento sociales que hacen posibles tanta crueldad, si nos ponemos pretenciosos, o para gratificar la nostalgia hacia una época sórdida, si nos ponemos sinceros. Claro que también sirven para que quienes se hayan hojeado durante cinco minutos “Contra la interpretación” de Susan Sontag en la salita azul de la Fnac se sientan superiores a todo lo que están viendo.

6 – Si entre los personajes hay un sacerdote católico, desconfiad de él instantáneamente. Quizá sea una manera de justificar tanta rijosidad, regodeo en la violencia y otras variantes de hipocresía: la culpa, al final, siempre es de la Iglesia, que exacerba los deseos del macho a fuerza de reprimirlos, que bendice la testosterona de los soldados pero censura la de los amantes. Aunque es considerado un subgénero reaccionario, en el giallo late un poco de sesentayochismo tardío, o al menos una versión pulp del mismo que pocas veces se debe tomar en serio: al menos en dos ocasiones que yo recuerde, los curas asesinos terminan siendo impostores para evitar la lluvia de anatemas desde L’Osservatore Romano.

7 – La manera preferida de eliminar a los malos suele ser haciéndolos caer desde una gran altura en forma de maniquí. ¿Una metáfora de la caída en el pecado? ¿Falta de imaginación? ¿Pragmatismo presupuestario? Fuese lo que fuese, cuánta ilusión me haría encontrar en YouTube algún montaje antológico de los muchísimos maniquíes despeñados desde torres, ventanas, huecos de ascensor y barrancos en nombre del giallo.

8 – Como buen subgénero bastardo, el giallo no podía tener las venerables partituras orquestales del Hollywood clásico, optando en su lugar por delirantes mezcolanzas de rock sinfónico, jazz, psicodelia, bossa nova, e incluso, Argento mediante, heavy metal. Subrayando de manera bastante obvia el subtexto sexy que late bajo los fotogramas de la mayoría de estas películas, no era raro escuchar como parte de su música orgásmicos gemidos femeninos (Morricone, sin ir más lejos, era un firme valedor de esta técnica), o, en sintonía con los traumas infantiles que a menudo desencadenaban los crímenes, canciones infantiles tan ingenuas como macabras.

9 – Decir giallo es decir años 70, decir años 70 es decir psicodelia. La relación ambivalente entre el subgénero criminal italiano y el consumo de estupefacientes podría ser objeto de un apasionante estudio. Mientras la iconografía del viaje lisérgico, en la versión Polanski de “La semilla del diablo” o “Macbeth”, servía de inagotable fuente de inspiración a los Martino o Fulci de turno y podía ser identificada como un reclamo para audiencias jóvenes y a la moda que a veces, como los más entusiastas de “2001”, simultaneaban dosis y visionado en pos de la experiencia completa, en la mayoría de los casos los cineastas eran señores maduros y severos que, en la mejor línea del Antonioni de “Blow up”, castigaban como superficiales, vacías e inmorales las subculturas juveniles de la época. Más tarde, varios de los mismos directores se pasarían con entusiasmo a las películas de caníbales y se cargarían de verdad ante las cámaras a un número de inocentes bestezuelas del Señor.

10 – Aunque directores como el gran precursor Bava, como Fulci, Lenzi, Martino, o, sobre todo, Argento, volvían con frecuencia al giallo, lo normal era que la gran pléyade de directores todoterreno de los 70 italianos hicieran sus pinitos en el giallo como también podían hacerlo en el spaghetti western, la comedia erótica, el poliziesco o el bélico. Hay muchos cineastas con dos gialli (Crispino, Cavara, Lado, Miraglia, Margheriti, Bido), y algunos con uno solo, pero la unidad de estilo sorprende tanto que a veces uno está tentado de considerar el giallo como una creación colectiva, un delirio del inconsciente que estalló en las pantallas italianas a raíz de “El pájaro de las plumas de cristal” y que, de la mano de creadores muy diferentes entre sí, creó durante un par de lustros una mezcla única de desvergüenza trash, ínfulas artísticas, psicoanálisis pop y neurosis mediterránea. Un fenómeno sólo posible en aquel momento, en aquella industria tan efervescente y poco escrupulosa, y que desapareció con ella.

domingo, 10 de enero de 2010

Nunca es demasiado tarde para conocer tus taras genéticas


Ella: ¿Te gustan sólo los motores grandes?

El: Soy un macho. Lo llevo en el ADN.

Diálogo de la película “A todo gas (Tokyo race)”.