domingo, 10 de junio de 2007

Una película para tus oídos


Mi colega Braulio me sorprendió un día reivindicando una novela como “Mercaderes del espacio”, de Frederik Pohl y Cyril Kornbluth, como ejemplo del papel de denuncia política que podía jugar la ciencia ficción de los 50, en contraposición a otros subgéneros literarios más respetables y acomodaticios.

Pero luego le mencioné la música clásica y me espetó el eterno catecismo según el cual se trata de una seña de identidad de las clases dirigentes, símbolo de su poder adquisitivo y de su superioridad intelectual sobre la chusma, etc., etc.

Mi colega Ciriaco, en cambio, se mete amistosamente con mi afición por la ciencia ficción y los tebeos, afirmando que desperdicio mi intelecto en tonterías y que me debería meter en harina con Proust, Dostoyevski o Ludwig Wittgenstein.

Pero luego lo que le pone musicalmente son canciones rock y pop de dos minutos con tres acordes y letras que hablan sin rodeos sobre droga, sexo y demagogia social.

Sonaré esnob y elitista porque lo soy, pero el descrédito de la música entendida como arte no conoce límites. Parece que, después de que Hitler acudiese religiosamente al festival de Bayreuth para escuchar óperas de Wagner o de que Eichmann pasase todo el Holocausto poniendo sinfonías de Beethoven en el tocadiscos de su despacho, el hecho de disfrutar con piezas musicales interpretadas por una orquesta sinfónica te colocase inmediatamente del lado de los villanos.

No dudo que en el mundo de la música “seria” haya mucha idiotez (como si en el del rock no la hubiera), pero me intriga mucho que una gran cantidad de personas que aman de verdad la música no se animen a dar el salto a las obras sinfónicas, con su enorme variedad de recursos expresivos, timbres, el barroquismo de sus detalles y su caleidoscópico repertorio de emociones y estados de ánimo.

Para mí, escuchar una pieza escrita para orquesta sinfónica es como ver una película, una intriga desarrollada en el tiempo mediante sonidos y silencios, o como ver pintar un cuadro en directo, asistiendo a la mezcla de los tonos, a la gradual materialización de una escena mediante pinceladas sueltas.

La música orquestal es intemporal, pero a la vez es introspectiva y psicológica: las composiciones son artefactos sonoros que anulan el tiempo, se desarrollan durante veinte minutos, media hora, una hora, sin preocuparse de las imposiciones de la vida moderna, sin obligación de dejar espacio para que el anunciante de turno inserte reclamos para su último sujetador milagroso o su último remedio contra las hemorroides.

Creo que, aunque nos guste bailar e ir de fiesta, tenemos derecho a algo más que baile y fiesta, tenemos derecho a nuestras subidas y bajadas de ánimo (nada hay más bipolar que una buena sinfonía), tenemos derecho a bajar las luces y perdernos en un universo de magia y alucinación.

Y digo lo de magia y alucinación porque no me detengo en abuelos pelucas del siglo XVIII, que también pueden ser muy buenos pero a su modo que no es forzosamente el mío: los que me motivan son mi tocayo, Debussy, Ravel, Bartók, Scriabin, Janácek, Alban Berg, Szymanowski, Messiaen, Prokofiev, Dutilleux, Lutoslawski, Ginastera, Ligeti, Revueltas, Sibelius, Webern, Takemitsu, Poulenc, Martinu, Xenakis, Honegger, Varèse, Britten y un largo etcétera sin etiquetas ni fanatismos estéticos.

Con sus diferencias, cada uno me aporta ensoñación y ganas de vivir en un paraíso artificial alejado de las limitaciones del día a día. Los cuerpos son esclavos de la gravitación, pero las notas musicales son libres, estando sólo sujetas a la imaginación de un compositor que bien puede haber impregnado sus pentagramas de alcohol, absenta o drogas más fuertes como la rebeldía o el inconformismo en forma de decibelios atronadores o las sutilezas de una melodía de timbres.

O simplemente la rebeldía, la insolencia, de crear una bella melodía o una bella armonía cuando las personas serias fundan empresas, o familias, o declaran la guerra a países indeseables que amenazan el orden geopolítico.

No estoy en condiciones de despreciar el rock, o el jazz, o la música étnica, pero ninguno de ellos, con todo el placer que me pueden proporcionar, se aproxima al genuino viaje de descubrimiento hacia nubes de sonido, al éxtasis decadente, incorpóreo, barroco y exuberante, gratamente ideal e inútil y opuesto al espíritu positivista, encarcelador del tiempo y la mente, que lleva imperando ya un par de siglos, que puede proporcionar una buena obra orquestal cuando cae en oídos receptivos y ansiosos de belleza y aventura.

Si se tercia, compartiré aquí alguno de esos momentos mágicos ajenos al mundo real.

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