domingo, 14 de diciembre de 2008

El ocaso de las colecciones


Uno empieza a darse cuenta de que consumir no es la solución cuando el ritmo de compra es muy superior a la capacidad de asimilar los artículos comprados. Si admitimos que uno atesora libros, discos o películas de vídeo como los emperadores de antaño acumulaban esposas en el serrallo, a uno le da rabia hacer cálculos y llegar a la conclusión de que ni aun alcanzando la edad de 200 años le será posible conocer de las tres cuartas partes de ellas apenas algo más que el nombre, la procedencia, el color de sus ojos y el de su piel.

Así pues, habiendo ya menguado el vigor viril que nos permitía dar cuenta de muchas concubinas en una sola noche de orgía y delirio, decidimos conformarnos con conocer bien a unas pocas y negarnos a abrir la puerta del castillo, como hacíamos antes, a cualquier desconocida con ojos burlones y sonrisa prometedora pero que terminaba extraviada con alguno de sus servidores en los laberínticos pasillos de la fortaleza, viviendo de las abundantes sobras, borrándose incluso de nuestra memoria, tantas son las veces que nos cruzamos con ella y creemos que siempre estuvo allí, que crecimos juntos.

Claro que ahí surge un nuevo problema: si apenas tenemos tiempo para disfrutar de nuestro harén ya cerrado y limitado, ¿con qué reemplazaremos el placer con que recorríamos nuestro territorio de un confín a otro, en busca de jóvenes bellas, curvilíneas y desharrapadas que incorporar a nuestra caravana? Quizá vaya siendo hora de edificar nuestro mausoleo, haciendo perecer bajo el látigo a cientos de esclavos encomendados de tallar con nuestro perfil la cumbre más elevada del imperio.

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