Actualizar a diario se paga caro. Mi diablillo me lo reprocha
pero lo desoigo: como objeto de inquina, las corbatas son un blanco fácil, sea
como torpe rima visual de un pene de imposible erección constreñido por los códigos
sociales, sea como la lengua de la individualidad forzada hacia fuera tras un
largo y agónico estrangulamiento.
Habría preferido defender una prenda impopular afectando un
discurso provocador que, partiendo del dandismo y Oscar Wilde, desembocara en
el sex appeal de los uniformes nazis diseñados por Hugo Boss. Podría haber
exaltado la posibilidad de insertar un fogonazo iconoclasta, en forma de
girasoles de van Gogh o bailarinas del Moulin Rouge (el truco es recurrir al
canon del arte) en mitad de un exterior formal y anónimo.
Pero uno no puede evitar ser previsible y así contradecir su
rechazo teórico a lo uniforme.
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