En la sesión de ayer a las seis de “A propósito de Llewyn Davis”
había un hombre de unos cincuenta años acompañado de una jovencita de unos
quince o dieciséis. Ella parecía bastante enterada de la actualidad del cine
(por ejemplo, sabía que la única actriz española de “Pensé que iba a haber
fiesta” es Elena Anaya) y se notaba que tenía cierta idea de quiénes son los
hermanos Coen y no iba arrastrada de los pelos a ver el último hito del cine de
autor middlebrow. En ese momento me vino a la mente aquella otra sesión en los
Ideal con un hombre llevando a su hijo apenas adolescente a “Vampiros de John
Carpenter” y explicándole a la salida algunas de las expresiones inglesas
empleadas.
Y ahí es cuando pones momentáneamente en cuestión toda la
mitología del orgullo friki, de la irreductible independencia, de no dejarte
dominar por ninguna mujer, de poder ser tú mismo sin ceder a la presión social.
Cuando te ves anclado al margen del discurrir de la existencia y piensas que tu
estúpida sabiduría, tu edificio de inútil excentricidad, desaparecerá a tu
muerte y nunca sabrás lo que es tener frente a ti a una tierna criatura que, al
menos en sus primeros años, te mire y escuche con amor incondicional y te considere
su indiscutible sensei y proveedor de los más variados conocimientos acerca de
un universo luminoso y prometedor.
Menos mal que existen dos antídotos contra semejantes
accesos de debilidad sensiblera: primero, el programa “Hermano mayor” de
Cuatro, y, segundo, plantearse que la muchachita adolescente no era en verdad hija
del señor, sino su amante.
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