De vez en cuando reflexiono y me gusta corregir un poco injusticias relativas. Aunque sigo pensando que la decimoctava edición fue programada y concebida con menos mimo que otras anteriores, algo que sienta peor al ser la primera de la era post-pandémica, esto no significa que no podamos reconocer aciertos parciales, como por ejemplo la atención, nunca antes prestada en el evento, a las películas de nuestros géneros producidas en Sudamérica, muy raramente distribuidas entre nosotros antes de la era de las plataformas de streaming por la razón sencilla, vista precisamente en las proyecciones de este año, de que el público español en general no desea acostumbrarse a otras maneras de hablar su idioma. La era de los estrenos de Disney doblados en México ya quedó atrás, y sin embargo el inglés al que estamos acostumbrados todos es la variante de allende el Atlántico, mucho más difundida que la europea al igual que pasa con las versiones de la lengua de Cervantes que orbitan en el planeta latino.
Así pues, tomar el testigo del extinto festival Nocturna
ofreciendo en pantalla grande terrores sudamericanos es una buena iniciativa
sobre el papel: ahora faltaba seleccionar los títulos. La chilena “Apps”, por
ejemplo, era una apuesta prometedora para un servidor, que siempre ha amado y
amará las películas de episodios al ser el último bastión de la forma corta en
cine. Otra cosa es que en la práctica suela tratarse de la unión para la
exhibición conjunta de varios cortometrajes independientes, lo cual puede
desembocar en una ensalada extraña de ritmos y tonos. El hilo conductor, la
presencia en cada una de las tramas de algún tipo de aplicación móvil, resulta
tan llamativo para el público de ahora como contradictorio para una película
que después de todo se pretende mostrar en pantalla grande. Quizá se eche de
menos una cierta dialéctica entre el mundo cotidiano de las pequeñas pantallas
y la gran narrativa de la pantalla grande, pero de lo que se trataba era de
ofrecer pequeñas historias provocativas y a ser posible divertidas.
Esto se consigue solo a medias. No estoy muy seguro de
que las dos primeras historias, sobre la realización de un asesinato en directo
que topa con una especie de mujer lobo y las extrañas consecuencias de una
aplicación capaz de espiar a los vecinos, estén especialmente bien contadas; en
el primer caso el cúmulo de temas quizá se apoye demasiado en el diálogo para
su comprensión, y en el segundo, a priori el más ambicioso al optar por una
narración cien por cien visual, no se encuentra el equilibrio entre el suspense
y la extrañeza, con un desenlace que pocos comprendieron del todo.
Las dos historias restantes fueron más satisfactorias.
La tercera, sobre unos niños de buena cuna que contratan por la red una cabaña
para sus vacaciones, donde terminan siendo sacrificados por un extraño culto,
une al gamberrismo de su “gore” y a su no muy sutil comentario social (pero
aquí ¿quién quiere sutileza?) unas gotas del hoy muy en boga “folk horror”, y
la cuarta, tal vez la mejor, une a sus ironías femeninas sobre las aplicaciones
tipo Tinder (las masculinas no parece ni que hablen de lo mismo) el siempre
agradecido motivo de los niños malignos con poderes y un contexto político
chileno que se remonta a la dictadura militar de Pinochet, amén de dejarnos
sorprendidos ante el hecho de que los éxitos de Joan Baptista Humet llegasen al
Cono Sur. Pero el poso general que deja “Apps” es de irregularidad.
En cambio, la uruguaya “Virus 32”, elegida para la
clausura, es bastante brillante en factura técnica y pulso narrativo, con unos
complejos planos secuencia que buscan competir con los de Cuarón o Iñárritu y
una definición de los espacios bastante competente que favorece la tensión. El
problema surge de la obvia condición de ejercicio de estilo que sobrevuela el
metraje, así como del patrocinio de la plataforma Shudder, que, como ya dijimos
en una entrada anterior, no está por la labor de estimular la creatividad de un
cineasta, aunque bien es cierto que el título más conocido de Gustavo Hernández
es “La casa muda”, conocida más como desafío técnico (se dice que es la primera
película de terror rodada íntegramente en plano secuencia) que por cualquier
cosa que se propusiera contar.
Estamos ante el enésimo apocalipsis zombi, con la
diferencia de que, tras un ataque, los infectados necesitan, no sabemos por
qué, 32 segundos para “recuperarse”, lo cual da ocasión para alguna buena
escena de suspense pero no para que cualquiera de las sinopsis existentes de la
película supere las 150 palabras. Habría que replantearse un poco lo de la
supervivencia como único motor de una trama, habida cuenta de que la llegada de
una pandemia, que podría ser la primera de varias (me da palo que ya vayan
introduciendo el término serio “viruela símica” para reemplazar “viruela del
mono”, que parecía de coña) ha terminado de minar la efectividad de unos
subgéneros que precisamente se apoyaban en que la existencia privilegiada de
los habitantes del primer mundo raramente los ponía en situaciones de vida o
muerte. El recurso a los madres y padres “coraje”, usado también en la
película, va pillando lejos a una
juventud que vive como quien no quiere la cosa un cierto retorno a la
precariedad.
Fue un tanto frustrante ver como fin de fiesta un título
competente pero de nivel medio que habría hecho mejor papel a las 6 u 8 de la
tarde. Si hubiésemos visto el domingo a las 10, por ejemplo, “Todo a la vez en
todas partes”, que dibuja una “x” tras otra en la “checklist” de lo que el
público medio de la Muestra SyFy busca en una película, habríamos salido a la
Gran Vía con otra cara, creyendo más en las posibilidades de nuestras vidas y
flipando en colores ante el mero concepto de que el intérprete del marido de
Michelle Yeoh fuera el mismísimo Ke Huy Quan. Pero esa peli se la llevó “Tiempo
de Culto Weekend”. Veo rivalidad en el horizonte…
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