jueves, 8 de enero de 2015

Dedos ligeros, corazón vacío


Cuando José Jara, director de “El transexual” y “El oasis de las chicas perdidas”, enseñaba esta película a sus alumnos de Realización, la desazón era generalizada: actores horribles, narración aburrida y sosa, guión acartonado, vamos, la antítesis de todo lo que le hace a uno engancharse a una pantalla. A mí aquello me fascinó bastante, me parecía una especie de adaptación de Dostoievski producida por la Monogram, con una economía de medios que bien podía haber sido dictada por la penuria y un contenido moral en plan cine-club de parroquia que resultaba exótico entonces, y lo sigue resultando, en una época en que, si no le ríes las gracias a Jordan Belfort, debes de ser un amargado que no sabe disfrutar la vida.
Jara afirmaba además que la inexpresividad de Martin La Salle, tan abucheada por la platea estudiantil, se había adelantado a su época, cuando nadie imaginaba que pedazos de carne como Schwarzenegger o van Damme podrían llegar a ser los actores más taquilleros. Ver a La Salle, con su característica caída de hombros y su semblante hierático, caminando por la calle en busca de víctimas a quienes robar, hace pensar en un yonqui, o en un muerto viviente. Y lo gracioso es que La Salle, extraño cruce mutante entre Montgomery Clift y Henry Fonda, pero filtrado de cualquier manierismo (o técnica) actoral, casi parece histriónico comparado a las futuras estrellas de, por ejemplo, “Cuatro noches de un soñador”.

Uno ya despreciaba la austeridad desde antes de que la troika la propusiera como panacea universal a nuestros problemas económicos, pero en “Pickpocket” se siente que es por una buena causa: todo el calvario espiritual de Michel, sus tiras y aflojas con su anciana madre, su complejo de superhombre, sus idas y venidas entre ascesis y libertinaje (la peli nos hurta sus épocas de esplendor amoral en Londres) están todas encaminadas al momento final de redención en que Michel se besuquea a través de unas rejas con la adorable pelirroja Marika Green. Uno casi cree que este precedente de la nouvelle vague, mucho más pensado y estudiado (y con unas escenas de robo fascinantes a través de su montaje de insertos que me permito preferir a cualquier producción de Jerry Bruckheimer) es preferible a mucho guateque improvisado con el motor de una cámara siempre en marcha y en el que siempre terminaba apareciendo Jean-Claude Brialy.

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