Cuando José Jara, director de “El transexual” y “El oasis de
las chicas perdidas”, enseñaba esta película a sus alumnos de Realización, la
desazón era generalizada: actores horribles, narración aburrida y sosa, guión
acartonado, vamos, la antítesis de todo lo que le hace a uno engancharse a una
pantalla. A mí aquello me fascinó bastante, me parecía una especie de
adaptación de Dostoievski producida por la Monogram, con una economía de medios
que bien podía haber sido dictada por la penuria y un contenido moral en plan
cine-club de parroquia que resultaba exótico entonces, y lo sigue resultando,
en una época en que, si no le ríes las gracias a Jordan Belfort, debes de ser
un amargado que no sabe disfrutar la vida.
Jara afirmaba además que la inexpresividad de Martin La
Salle, tan abucheada por la platea estudiantil, se había adelantado a su época,
cuando nadie imaginaba que pedazos de carne como Schwarzenegger o van Damme podrían
llegar a ser los actores más taquilleros. Ver a La Salle, con su característica
caída de hombros y su semblante hierático, caminando por la calle en busca de
víctimas a quienes robar, hace pensar en un yonqui, o en un muerto viviente. Y lo
gracioso es que La Salle, extraño cruce mutante entre Montgomery Clift y Henry
Fonda, pero filtrado de cualquier manierismo (o técnica) actoral, casi parece
histriónico comparado a las futuras estrellas de, por ejemplo, “Cuatro noches
de un soñador”.
Uno ya despreciaba la austeridad desde antes de que la
troika la propusiera como panacea universal a nuestros problemas económicos,
pero en “Pickpocket” se siente que es por una buena causa: todo el calvario
espiritual de Michel, sus tiras y aflojas con su anciana madre, su complejo de
superhombre, sus idas y venidas entre ascesis y libertinaje (la peli nos hurta
sus épocas de esplendor amoral en Londres) están todas encaminadas al momento
final de redención en que Michel se besuquea a través de unas rejas con la
adorable pelirroja Marika Green. Uno casi cree que este precedente de la
nouvelle vague, mucho más pensado y estudiado (y con unas escenas de robo
fascinantes a través de su montaje de insertos que me permito preferir a cualquier
producción de Jerry Bruckheimer) es preferible a mucho guateque improvisado con
el motor de una cámara siempre en marcha y en el que siempre terminaba
apareciendo Jean-Claude Brialy.
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