Tras mis intentos fracasados por salir de mi burbuja el
año pasado, la Muestra SyFy, para bien o para mal, se consolida como mi
“polder” por excelencia, algo así como el recinto cerrado donde las reglas de
la magia son válidas, en oposición con un mundo exterior prosaico y sórdido. Da
igual que a uno le guste o no ser lo que los amantes de las etiquetas llaman un
“friki”, lo importante es disfrutarlo. Da igual que te haya pervertido un cura
abusador o que un “mad doctor” vengativo te haya cambiado de sexo, lo
importante es que lo pases bien en tu mundillo hortera y festivo de azafato
mariquita. Son las lecciones incomprendidas de Almodóvar.
Pero creo también que ser público de la Muestra SyFy no
entraña en exclusivo encerrarse en una zona de confort y no querer saber nada
de lo que debería importarte en la vida: me va siendo también posible ser más
comprensivo con opiniones contrapuestas a la mía, aunque me reservo juzgar si
esto se debe a una mayor apertura mental o simplemente a una aceptación
fatalista de que los “lemmings” se despeñarán por el acantilado, te guste o no,
y ello forma parte de levantarse por la mañana, oír cantar a los mirlos,
desayunar tu café con las magdalenas mantecadas del martes, y todo lo demás.
La entrada en escena de Leticia Dolera para presentar la
película se inició en una atmósfera indecisa, como corresponde a un personaje
que se ha visto envuelto en una tormenta mediática y que vuelve a un elemento
donde el público siempre lo ha aceptado y querido. Yo no quiero hablar mal de
Dolera porque sí, debido a que mis años asistiendo a la Muestra me han llevado
a tomarle cierto cariño a esta mujer, al estilo de una conocida que está en las
mismas fiestas a las que vas, y a quien, aunque ni es tu amiga ni te saluda,
asocias con momentos de diversión y gozo. Ni siquiera quiero atacar el
movimiento feminista contemporáneo a pesar de que se haya utilizado su
argumentario por algunas personas para tratarme como lo que no soy. Pero creo que
Dolera, en cierto modo, se ha ganado el ser vista con cierta suspicacia después
del asunto de Aina Clotet. Me ahorro la disquisición semántica sobre si no
contratar es lo mismo que despedir, amén de que, como pequeño conocedor del
mundillo audiovisual, puedo llegar a entender los argumentos de que, artística
y logísticamente, para un personaje con determinadas características no valen
actores en cualquier situación. Lo malo es que Dolera debe su notoriedad
mediática, más allá de los pocos cientos de personas que acuden cada mes de
marzo a un cine de Madrid, a su defensa a ultranza de los agravios a las
mujeres implícitos en la sociedad de hoy, entre los cuales se encuentra la
lógica empresarial de que las trabajadoras pueden hacer perder mucho dinero a
sus empleadores por el mero hecho biológico, nada aberrante y que encima
contribuye a multiplicar la especie, de tener un hijo. A mi entender, habría
sido un increíble tanto a favor el hecho de hacer de la serie televisiva en
cuestión todo un estandarte, en hechos mejor que en palabras, del
comportamiento correcto hacia una trabajadora del mundo audiovisual, muy por
encima de mantener la integridad artística de un concepto que, si miramos con
atención las palabras de la actriz y directora, consistía parcialmente en que
la intérprete debía mantener un cuerpo estilizado y atrayente que diera el pego
en una serie de escenas eróticas en el curso de las cuales su personaje
aprendía a liberar su sexualidad. Entiendo que se trata de una decisión difícil
y que no todo el mundo puede acertar en todo lo que hace, y que un error no
invalida todo lo demás que ha hecho una persona, y que resulta un tanto injusto
que los demás sigan restregándote ese error, que puede o no puede ser el único
que hayas cometido, a lo mínimo que digas o hagas, pero también es verdad que
cuando alguien entra en el juego de sumarse a las turbas de lugareños que se
arman de horcas y antorchas para atacar el molino, e incluso disfruta en
ocasiones de situarse a la cabecera de las turbas para que se le vea mejor, va
a tener que aceptar, por mucho que no le guste, que ese tipo de sentimientos
negativos de gente frustrada que alimentan los peores aspectos de las redes
sociales terminen fluyendo en su dirección. Sobre todo cuando, simplemente
cambiando el sexo de quien tomó esa decisión difícil, la ahora denunciada se
habría calzado sin problemas la máscara de denunciadora, pidiendo tolerancia
cero y tal vez consiguiendo que el proyecto controvertido no se llevara a cabo
o que encontrar financiación para proyectos nuevos se convirtiera en una
búsqueda difícil, si no imposible. Parece que la serie de Dolera no ha tenido
dificultades para completarse e incluso ha llegado a ganar el premio gordo en la división para
series del festival de Cannes. Una muestra más de que la capacidad para
tropezar, común a ambos sexos, tiene más posibilidad de ser perdonada en un
sexo que en otro, lo cual conculca en cierto modo el ideal de igualdad que
enarbola un movimiento social tan importante como el feminista. No olvidemos
que conculcar no equivale a desmentir o invalidar, pero creo que tengo tanto
derecho a desconfiar de Dolera por sus políticas cambiantes como ella de
censurarme por “micromachista” que reutilice el viejo chiste del anuncio televisivo
del juego “Scattergories” sobre el pulpo como “animal de compañía”. Me sigue
pareciendo una eficaz animadora de fiestas, valoro su papel en “Rec 3” y
encuentro potable dentro de unos límites la comedia indie que dirigió, pero al
César lo que es del César y a Julia Domna lo que es de Julia Domna.
Uno de los aspectos chulos de la Muestra, y que cuestiona
el modelo individualista y burbujero de visionado audiovisual que desean
imponer Netflix y compañía, es el modo en que el mismo público que ha visto las
mismas películas va creando asociaciones iconográficas y bromas recurrentes
ante ellas que resultan imposibles de captar si no se ha estado en todas las
proyecciones. Así, el vestido rojo maldito de “In fabric” reapareció en varias
películas que por mera casualidad contenían un vestido rojo, como pasaba en el
guardarropa que Ciarán Hinds destinaba a su joven esposa Abbey Lee en “Elizabeth
Harvest”, película de Sebastián Gutiérrez, director de origen venezolano casi desconocido
entre nosotros pese a una trayectoria que incluye 7 largometrajes y guiones
como el de “Gothika” de Kassovitz. Las ganas de construir un producto de
cámara, estiloso, envolvente y con ganas de sorprender cada cierto tiempo con
giros argumentales, no cayeron bien entre gran parte del público, poco amigo de
alardes culturales. Irritaron especialmente las disquisiciones del protagonista
sobre Érik Satie y sus parodias de la religión organizada después de romper con
los Rosacruces del Sâr Péladan, y tal vez con cierta razón: Gutiérrez es
guionista y director, y ello en ocasiones le traiciona. Uno de sus propios personajes
valora admirativamente una frase que acaba de pronunciar, y se nota un amor a
la propia creación que la deja un poco ir a donde ella quiere: el paralelismo
con el cuento de “Barba Azul”, supongo que estupendo a la hora de vender el
proyecto, no queda del todo integrado en el desarrollo del relato, del mismo
modo que no se saben mantener las distancias con “Ex machina”, película que
constituye una referencia obvia en lo visual y en lo temático. No obstante,
también creo que jugó en su contra venir justo después del país de la locura de
Strickland: el edificio que sabe armar Gutiérrez, aunque tenga habitaciones un
poco vacías, está concebido con mimo y posee cierta elegancia en la puesta en
escena, y, para machistas recalcitrantes como un servidor que osan aún expresar
tendencias heterosexuales, la abundancia de desnudos artísticos de la
protagonista y de Carla Gugino supuso un pequeño aliciente y una reivindicación
de la belleza humana que no debería ser enterrada en nombre de una teórica
dignidad.
Odio hacer publicidad, pero gracias a una conocida bebida
energética con nombre de bestia brava y colorada he conseguido este año
mantenerme en plena posesión de mis facultades durante todas las sesiones de
sobremesa y todas las de madrugada. “Puppet Master: The Littlest Reich”, nada
menos que la ¡decimotercera! entrega de una saga iniciada por la Full Moon de
Charles Band allá en 1989 con “La venganza de los muñecos” de David Schmoeller,
nos dio todo lo que nos puede dar este tipo de películas superada la una de la
madrugada, después de haber iniciado una tradición más en la lunática historia
de la Muestra, a saber, el coreo de los nombres en los títulos de crédito por
una nutrida sección de la audiencia. El concurso como guionista de S. Craig
Zahler, hasta ahora el único cineasta con cierta trayectoria de quien la
Muestra ha proyectado la obra completa como director, resulta irónico
considerando su estilo narrativo al ralentí, pues esta “Puppet Master” si es
algo es veloz, directa y al grano, con profusión de muertes tan ridículas como
horrorosas a cargo de las diferentes creaciones del juguetero André Toulon y
una falta de dobles lecturas e intenciones serias casi descarada, salvando una
ironía tirando a amable sobre la cultura del coleccionismo (aunque me entero de
que Zahler contradice el espíritu del personaje, haciendo de él un nazi cuando
Toulon siempre se distinguió por su oposición a Hitler. La línea oficial es que
este capítulo se desarrolla en un universo alternativo, pero no recuerdo que
haya ningún elemento al principio que nos sitúe de forma clara en otra
realidad). Tener en la fila posterior a la mía a dos espectadores duchos en la
sabiduría de la saga comentando todos los aspectos novedosos me confirmó en que
no hay aspecto de la sabiduría humana demasiado irrelevante o indigno de ser
estudiado a fondo si a uno le proporciona inocente gratificación. Primera
aparición de Udo Kier en esta Muestra, bajo un par de kilos de maquillaje, en
los primeros dos minutos.
A continuación me falló el astado escarlata: “Prospect”,
otro título fantacientífico de medios modestos, contaba con una buena
localización, muy atmosférica: ese bosque recorrido continuamente por hilillos
blancos de polen, o esporas, o algún otro fenómeno vegetal que tropieza con mi
ignorancia botánica. Allí se desarrollaba una peripecia aventurera sobre una
chica adolescente que se queda huérfana y el mercenario de buen corazón que
decide protegerla, que tratan de sobrevivir en un entorno hostil mientras
resisten la amenaza de unos prospectores sin escrúpulos. No voy a caer en el
lugar común de decir “este argumento podría ser de cualquier género y aquí la
ciencia ficción solo es decorado”, porque esta frase sería aplicable a un buen
número de películas que los hipotéticos lectores de estas líneas a buen seguro
adoran. La peli es voluntariosa y tiene ese mérito y valentía de querer hacer
mucho con poco que tan poco valoran los que solo respetan las películas “bien
hechas” de alto presupuesto, tipo Marvel. Un compañero de Muestras que estuvo
más despierto que yo me habló bien de “Prospect”, me dijo que le recordaba a un
western, cosa nada rara puesto que, ya sabéis que el espacio es la última
frontera y todo eso, pero yo eché en falta mayor fuerza en la historia y de
hecho desconecté, creo que las series B tendrían que ser más provocativas para
competir en un paisaje audiovisual saturado. Pero al menos me gustó ver otra
vez a André Royo, el “Bubbles” de “The Wire”, otro excelente actor a quien el
cine no ha dado las oportunidades que sí le dio la televisión.
A continuación, el pase polémico sin el cual una Muestra
carecería de su salsa. “Dragged across concrete”, a mi juicio, no tiene mucho
sitio en un evento de cine fantástico, salvo por el hecho de que los
programadores le han tomado cariño a S. Craig Zahler porque metió caníbales y
gore en un neowestern y se han propuesto seguir toda su carrera como director,
aprovechando además el rumor de que esta tercera obra suya no tendrá
distribución española (lo cual dudo). Puesto que no tuve en mucha estima “Brawl
in cell block 99” el año pasado, mi actitud ante este relato sobre polis
corruptos y apartados del servicio que se disponen a beneficiarse del botín de
un atraco que controlan y vigilan, todo ello con una filosofía narrativa que
ignora la elipsis y yendo en plan machote y políticamente incorrecto, no era
demasiado favorable, pero el mandangueo sobre su lentitud, la desesperación
cada vez que los actores se dirigían a un coche donde transcurrirían los
siguientes 10 minutos de metraje en plano fijo, las coñas en torno a frases
clave como “anchoas”, terminaron despertando mi espíritu de contradicción,
aunque reconozco que muchas de las críticas eran justificadas, pero lo cortés
no quita lo valiente: ahora que todo relato tiene que ser rápido, veloz y
“adictivo” por decreto, y que ya se está perdiendo la capacidad para seguir una
historia “paso a paso” (me pregunto cuántas personas nacidas a partir de,
digamos, 1990, serán capaces de llegar, no hasta el final de un novelón
decimonónico, sino hasta el segundo capítulo), hay que defender el valor de la
paciencia, que en casos como este resulta deliberadamente paradójico porque no
estamos ante un poema visual de Tarkovski sino ante un thriller de polis
corruptos y atracos, con lo cual la aportación de Zahler, no muy novedosa pero
defendible, parece ser desfrivolizar la violencia a base de dotar a sus
circunstancias de un pulso mineral que no se propone entretener a toda costa
(de hecho el título, “Arrastrados por cemento”, parece sacado de una reseña
tuitera de cáustico espíritu millennial) y que se propone dotar de una especie
de anti-épica, de un sentido del trayecto y el viaje, a un argumento que en
otras manos daría apenas para un episodio de 40 minutos de serie policiaca
setentera. Un servidor al final logró entrar en el juego y encontró
satisfactoria la propuesta, y la cosa tuvo cierto mérito viniendo de la
película anterior, que en teoría era más entretenida pero no tenía las santas
gónadas de llevar la contraria a su público objetivo. No sabemos si a Zahler le
dejarán dirigir muchas más después de esta, pero bueno, siempre podrá recurrir
a su segunda carrera como guionista de dislates gore como la “Puppet Master”
de la noche anterior.
Curiosamente, la película siguiente, “Assassination
nation” (cacofónico título que, por una vez y sin que sirva de precedente, es
superado por nuestra versión, “Nación salvaje”), también me reafirmó en los
valores de la cinta de Zahler, a pesar de, o mejor debido a, todo su ruido y
furia. Hay que reconocer que la película del hijo de Barry Levinson es un
órdago en toda regla, que aspira a convertirse en una referencia generacional a
base de reunir una serie de elementos candentes como el impacto de las redes
sociales o el feminismo contestatario, apelando directamente al espíritu
rebelde juvenil y adoptando una forma audiovisual agresiva, con una cámara y
montaje llenos de virtuosismo y una retórica provocativa por momentos prestada
del primer Jean-Luc Godard, para desembocar en un clímax pirotécnico de acción
violenta inspirado tanto en la saga “The purge” como en el subgénero de “chicas
con armas” inaugurado por Ted V. Mikels en “The Doll Squad”. El guiso no sabe
mal, pero cabe preguntarse un poco por la calidad individual de los
ingredientes, o por la coherencia de un discurso que celebra o deplora los
linchamientos públicos cuando le conviene y pone en cuestión la cultura de lo
guay y de la busca de “likes” cuando básicamente la película entera es un
monumento a ser guay y a conseguir “likes” en busca de seguidores, entradas,
visionados repetidos, etc. Cuando una película pasa por ser muy política a base
de apuntarse a un feminismo radical de salón a base de frases polémicas (pronunciadas por una pandilla de niñas pijas divinas de la muerte) como
aquella de “los hombres que no quieren hacer sexo oral a las mujeres son unos
sociópatas” (“retuiteada” por Dolera, que no en balde llevaba una camiseta de
su serie “Déjate llevar” donde aparecía un dibujo de una chica a la que hacen
un cunnilingus) cabe preguntarse por el extraño destino del cine político, que hoy por hoy necesita explosiones y tiroteos para evitar el cuestionamiento de un mensaje que, con todos los guiños posibles a las ideologías identitarias, busca convertir la vida privada en un campo de batalla mientras
los grandes complejos económicos y los monopolios incipientes campan a sus
anchas y empresas online estilo Glovo redefinen el concepto de esclavitud para
la generación 3.0.
No es muy frecuente que una de las
grandes películas de la edición nos llegue en la sesión “golfa”. “One cut of the
dead” (que, agárrense los machos, en argot fílmico anglo-nipón se traduciría
como “Plano secuencia de los muertos”) comienza como una cutrez de muertos
vivientes sin complejos al estilo de las ya vistas en la Muestra “Dead sushi” o
“Hunger of the dead”, aunque, bueno, escama un poco que la película vaya tan al
grano desde el principio. Y escama aún más que el final llegue a los 30
minutos. Bueno, estoy “spoileando” demasiado. Baste decir que se trata de una
de las pelis más sorprendentes y divertidas vistas en los 16 años de Muestra,
con una idea que resulta extraño que nadie haya tenido antes (de hecho, sí la
tuvieron, en una compañía teatral, de ahí que los créditos rectificados la
incluyan, aunque Shinichiro Ueda, el director, jure y perjure que no conocía su
espectáculo) y que da un nuevo e ingenioso giro al concepto de “cine dentro del
cine”, reivindicando el gozo de rodar y crear de una manera entrañable, pero
que, en cambio, no resonará tanto entre los que no sean tan amantes de la serie
B y a quienes no les interese tanto el proceso de realización de una película
(en este sentido he de recordar cómo a mi madre la única película de Truffaut
que no le gustó fue “La noche americana”, ya que en su opinión aquello no era
una película sino una especie de reportaje). Quizá por eso sea improbable que
esta pieza maestra de buenrollismo, que termina sus créditos con tomas falsas
al son de una imitación nipona de “I want you back” de los Jackson 5, dé el
salto a un público más “mainstream”. Algo poco importante para los que nos
resignamos a vivir felices en nuestra cámara de eco.
En la primera sesión del domingo me tocó lamentar lo que
celebré en la misma sesión del sábado, hasta el punto de que, cuando caiga otra
película similar, me voy a la sala 2. “Quiero comerme tu páncreas”, pese a su llamativo y salvaje título, es el último hito del anime “para llorar”, una historia de
amor y amistad entre un jovencito asocial y soberbio y una vitalista muchacha
desahuciada por la medicina y a quien le da igual. Tratándose de animación
japonesa, no sorprende que haya mucho melodramatismo, mucho sentimentalismo,
una dosis concentrada y en vena de ingenuidad, dulzura, recreo en una estética que
algunos podrían considerar cursi, y un sentido de la mesura inexistente (aunque
también hay más acidez y humor sarcástico de lo que los detractores pretenden).
Todo lo cual a mí me encanta, pero motivó que los jovenzuelos mandangueros de
turno prácticamente reventaran el pase con sus ocurrencias y comentarios
cínicos, lo cual, claro está, destruyó desde el principio toda la atmósfera,
pues, para que la peli surta todo su efecto, te tienes que creer la
historia, metiéndote en ella, y con la mandanga de fondo aquello era imposible.
Pensé a menudo durante el pase que un servidor, cuando estudiaba en el
instituto Conde de Orgaz, tenía bastantes similitudes con el protagonista, y
que los adolescentes más sesudines y de tendencia más “emo” pueden ver en esta
historia una inspiración, un apoyo y una referencia que los acompañará mucho
tiempo. A mis casi 50 años la puedo también apreciar, pero ya no es lo mismo,
ya se han cerrado a mi paso demasiadas puertas.
A continuación, el “sleeper” de la Muestra, la peli que
casi todos odiaron pero que yo encontré divertida, por cómo reconvierte todos
los tropos del cine “progresista” estrenado en salas como los Golem en una
especie de fábula marciana tan imposible de tomar en serio que debe de ser a
propósito. La sinopsis de “Diamantino” que hice a mi amigo Mario, que tuvo que
perderse el pase, daba la impresión de estar improvisada sobre la marcha, pero
no era así. Un delantero estrella a lo Cristiano Ronaldo, que en el éxtasis del
campo de juego alucina con cachorritos peludos gigantes, un experimento para
clonarlo y así dar a un Portugal populista y derechizado un equipo de once
portentos del balón que sirva de circo para las masas ignorantes, una espía lesbiana que se introduce en la mansión del
jugador disfrazada de joven refugiado africano, aprovechando el cargo de
conciencia del astro, los efectos secundarios del experimento que feminizan
progresivamente a Diamantino… Debo de ser de los pocos en la sala que admiten
apreciar el tipo de humor de la película, muy próximo a mi entender al de los
momentos más satíricos de la trilogía “Las mil y una noches” de Miguel Gomes,
poniendo en solfa todas las tendencias ultranacionalistas que fragmentan Europa
poco a poco y caracterizando a la estrella de balompié Diamantino como una
especie de buen salvaje bondadoso y casi asexuado (supongo que algo un poco
alejado de su modelo en la vida real) que resulta a la postre entrañable aunque se deje manipular con inocencia por
un gobierno que planea erigir un muro que aislará Portugal del resto de la
Península Ibérica. Diamantino, sin embargo, se redimirá en un despertar final propio de una vieja peli de
monstruos de la Universal. Tiene pinta de que esta peli no tendrá una gran
difusión entre nosotros, por tanto agradezco a los elementos más gafapastiles y
filoprogres de la Muestra su inclusión en el programa de este año, dándonos una
genuina rareza diferente a todo lo que habíamos visto, amén de incorporar
Portugal a la ya extensa nómina de países que nos han traído sus producciones
al mágico primer fin de semana de marzo.
De “Hell is where the home is” retengo en primer lugar el
tema musical de los créditos, que retrotrae a los “gialli” de los 70 y a su
ambiente de cotidianeidad “pop” recorrida por corrientes subterráneas. Luego la
forma de la peli es más estándar, un relato de invasiones domésticas en un
lugar aislado que, a pesar de los villanos mexicanos que podrían hacer exclamar
a algún espectador de los USA “por eso necesitamos un muro”, intenta jugar a
sembrar la duda de dónde está la verdadera amenaza, en la violencia exterior o
en la violencia que muchos traen en la cabeza y a quienes les abrimos la puerta
porque su apariencia es la de un amigo o vecino. Una intención que no llega a
tan buen puerto, pues, como se trata de un “thriller” en clave de terror, los
mexicanos terminan siendo de todas maneras unos maníacos desmembradores. Pero
gracias a esta violencia extrema es por lo que la película se libra de ser un
producto inocuo para la sobremesa, e incluso para las multisalas. A mí me
pareció un título modesto y entretenido, bastante poderoso para tratarse de un
cineasta casi en los inicios de su carrera, y que, como siempre, despertó el
genio latente de los espectadores, muchos de ellos magníficos guionistas en
potencia que habrían superado la definición de personajes, la trama y el
desarrollo de la peli de Orson Oblowitz. Basta ponerse a escribir la más
pequeñita historia para darse cuenta de que todo esto no es tan fácil. Otro
rostro familiar marcado por la cruel erosión de la vida: Fairuza Balk,
aquella talentosa joven actriz de los 90 que debió haber llegado a estrella y
se quedó por el camino (¿quizá por habérsele atravesado el Weinstein de turno?
Desde luego, aparecía en “Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto”…)
Y bueno, llegamos al final con “Escape room”, nuevo
ejemplo del poder reciclador de Hollywood, poniendo en la batidora “Cube” y
“Saw” de cara a poner en pie una franquicia teóricamente infinita. Las
estancias idénticas de la peli de Vincenzo Natali se convierten en una
imprevisible sucesión de decorados distintos (algunos de ellos en exteriores, en
un ejemplo de “interior más grande que el exterior”, que da a varios tramos un
aire sutilmente fantástico) que exigen de los protagonistas una rapidez de
razonamiento que ni el más genial de los genios tendría en circunstancias de
peligro para la vida y que terminan por ser el entretenimiento macabro de una
especie de club Bilderberg cuyos miembros apuestan por sus concursantes
favoritos. Cuanto más piensa uno en la premisa de la peli, más parecidos
encuentra: desde “Destino final”, con un grupo variopinto de personajes que van
encontrando muertes horribles, hasta “31” de Rob Zombie, donde un grupo de
personas se ve envuelto en un macabro juego de supervivencia, pasando por
“Intacto”, de nuestro Juan Carlos Fresnadillo, en el que se plantea también la
cuestión de la suerte, puesta a prueba en una serie de competiciones de
supervivientes. La falta de originalidad yo pienso que se disimula bien a
través de un montaje enérgico que “mete la directa” en ciertos tramos, a buen
seguro como resultado de algún preestreno, y varias ideas, como la de la
habitación puesta cabeza abajo, se benefician de un presupuesto con el que el
pobre Natali, limitado a un decorado único, no habría podido ni soñar. Pero en
general la peli pasó bastante desapercibida y se juzgó con cierta displicencia, algo
en mi opinión injusto pues creo que superaba con creces otras clausuras, sin ir
más lejos “Pacific Rim: Insurrección”. Tal vez teníamos en la recámara la idea
de que podríamos haber terminado con “Nosotros” de Jordan Peele, peli de Universal
que habría supuesto una traca final apoteósica. Pero yo me fui contento, en
parte por batir mi récord de cajas de cereales “Lion” con ocho unidades bajo el
brazo, que me asegurarán los desayunos del domingo por la mañana hasta
septiembre por lo menos. Esos son los pequeños consuelos que nos mantienen
mientras llegan las quiméricas grandes oportunidades.
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