jueves, 31 de julio de 2008

El chaleco de hierro


Una de las pocas veces que el mundo del cine se adelantó a Stanley Kubrick y no viceversa fue en “La chaqueta metálica”. Acostumbrado a reinventar géneros, como en “2001” o en “El resplandor” (que ya en el título contenía una transgresión: ¿un film de terror basado en la luz y no en la oscuridad?) o incluso a inventarlos, como en “Barry Lyndon”, de repente nos encontramos a todo un Kubrick apuntándose al “filón” del Vietnam, que ya parecía suficientemente explotado, desde los esfuerzos pioneros de Coppola o Cimino hasta las “exploitations” italianas de Antonio Margheriti.

Vietnam, como guerra mediática que fue de las primeras en verse por la tele, parecía el escenario ideal para una película contemporánea sobre el fenómeno de la guerra, que Kubrick, por propias declaraciones, deseaba contemplar, no desde la óptica humanista de “Senderos de gloria”, sino de una manera más desapasionada, como un fenómeno científico que afecta al ser humano en modos insospechados. El protagonista, ese Joker que interpreta Matthew Modine, será un observador más que un participante, el nexo de unión entre una sucesión de escenas variopintas que se saldrán de la estructura tradicional en tres actos.

Uno piensa que tal vez Kubrick, pese a su renombre como estratega y ajedrecista, muestra aquí sus cartas demasiado pronto. Cuando una de sus armas fundamentales para crear interés e inquietud, desde “2001” hasta “Eyes wide shut” pasando por “El resplandor”, siempre fue la ambigüedad, “La chaqueta metálica”, desde los primeros minutos del entrenamiento de los marines en la isla, deja bien claro que trata de cómo despojar de su humanidad a los jóvenes para convertirlos en meras máquinas de matar. Las composiciones simétricas de las literas, los soldados en formación, incluso los tonos del decorado, hacen pensar en una fábrica, en una cadena de montaje. La acidez del lenguaje que el personaje de Lee Ermey utiliza para humillar a los reclutas recuerda un tanto a “La naranja mecánica”, quizá a la escena en que un actor sale al escenario para demostrar la eficacia del método Ludovico provocando y agrediendo a un indefenso Alex. Regresa pues el tema del lavado de cerebro.

Como viñeta cáustica, como retrato satírico del ejército y su funcionamiento, del aplastamiento y fagocitación de los seres diferentes, este primer segmento de la película, aunque bastante obvio, es uno de sus puntos culminantes, con un carácter compacto y definido que se buscará en vano durante el resto del metraje. Vincent D’Onofrio, que pasará de chuparse el dedo cual bebé mientras sus compañeros son castigados por sus torpezas a convertirse en un asesino trastornado con un torvo rictus digno de Jack Nicholson en “El resplandor”, es el ejemplo de la fábula, la demostración del poder destructor de la disciplina castrense, aunque el final casi es más propio de una película larga que de un corto: casi habría sido más inquietante ver a un psicópata partiendo animoso hacia el campo de batalla que ser partícipes de su apoteosis destructiva y justiciera antes de que comience el combate.

Porque en efecto, apenas termina esta primera “película” de 40 minutos que se las había arreglado para encontrar un enfoque 100% Kubrick para el tema bélico, nos encontramos de improviso en territorio casi demasiado familiar, y ya desde la banda sonora: cuando ya parecíamos acostumbrados a la música clásica como elemento descontextualizador, nos encontramos con que la guerra del Vietnam necesita contexto por todos lados (máxime cuando las localizaciones no son tan obvias como en otras películas del subgénero), de manera que nos iremos encontrando con canciones como “These boots are made for walkin’”, “Woolly Bully” o “Paint it black”. Quizá sea posible argumentar que la función de estas canciones pop sea irónica y distanciadora, en sintonía con el tema principal de la deshumanización y banalización del combate. La “Cabalgata de las walkirias” de “Apocalypse now” presta un aire épico y grave a los bombardeos con napalm, mientras que las canciones pop cachondas parecen sugerir que, con toda la sangre y destrucción a su alrededor, los jóvenes siguen siendo jóvenes, y pueden mantener su mismo espíritu hedonista en cualquier momento o lugar.

Aquí no veremos alta indignación moral, como la del coronel Dax en “Senderos de gloria”: da igual que los soldados ironicen sobre su capacidad para administrar la muerte por doquier, que sean conscientes en todo momento de estar en un infierno. Aceptar todo aquello parece la condición necesaria para mantenerse en “un mundo de mierda”: por eso la película continúa después de que el recluta patoso, que no quiso aceptar esa gran verdad, decidiera bajarse en marcha. La vida parece componerse de compromisos inaceptables, pero tampoco se puede juzgar muy severamente a los que bajan la cabeza y firman el contrato, pues, al fin y al cabo, el de ser humano es el único trabajo que tenemos. Otra reminiscencia más de “La naranja mecánica”: innobles asesinos pero hombres al fin y al cabo.

La relación con las mujeres es otro de los temas clave de la película, que al fin y al cabo no enseña una figura de sexo femenino hasta que no llegamos al Vietnam y vemos a una prostituta entrar andando, de espaldas a la cámara, buscando clientes entre los soldados. En un mundo donde los hombres son simples objetos que matan y mueren, no extrañará sobremanera que las mujeres sean también objetos, en un principio de gratificación sexual. El concepto de que los combatientes subliman su energía erótica a través del cañón de sus armas parece ilustrarse sutilmente con las sórdidas e insatisfactorias negociaciones con las profesionales en escenarios de devastación, con la expectativa frustrada de ver a Ann-Margret animando a las tropas. Lo que “Senderos de gloria” decía de manera sentimental e incluso lacrimógena mediante la escena final en la cafetería, aquí es más frío y sarcástico: esas maravillosas mujeres que añoráis, vuestras hermanas, novias, mujeres o madres, son tan exactamente humanas como vosotros que terminarán matándoos, y las tendréis que matar a vuestra vez. La cancioncilla alemana, sobre la chica buscando a su amor muerto, podrá hacer llorar a los endurecidos veteranos, pero la compasión parecerá atrofiada ante la responsable del angustioso tiroteo en las ruinas, donde los miembros de la compañía han ido pereciendo uno a uno.

Conclusión virtuosa de la película, que busca sin complejos un efecto impactante (no es casual que los disparos tengan un subrayado sonoro que hace pensar en los golpes de porra a Alex mientras se sumergía su cabeza en el abrevadero), su impecable suspense oculta también una referencia irónica a los temas del cine anterior de Kubrick. Me cuesta creer que sea casual el parecido entre un edificio que se ve arder al fondo de las imágenes y el monolito de “2001”: el motor de la evolución, la posibilidad de trascender a un estado de conciencia más elevado, termina pasto de las llamas, olvidado, destruido más allá de una posible recuperación, por culpa del barbarismo humano. Al final sólo quedarán ruinas nocturnas por donde patrullar, pero la luz que las iluminará será la del fuego, no la de las estrellas.

Mientras que otras películas del Vietnam son películas de selva, aquí tenemos más bien una película de ruinas. Quizá sea que en el Reino Unido, de donde Kubrick jamás se movía, no había demasiados escenarios tropicales. Las palmeras tratarán de dar un aire más local a decorados que, si dan el pego, es por la adecuación de su aspecto derruido a los temas subyacentes de la película, a su aprendizaje vital en medio de un apocalipsis sórdido. “Apocalypse now” era más colorista por ser un producto tardío de la estética hippie, porrera y lisérgica: aquí sólo el equilibrio y la armonía de las composiciones, esos movimientos de cámara estables y deslizantes en las antípodas del reporterismo bélico, delatarán los intentos humanos de imponer sentido sobre el caos y la fealdad imperantes por doquier. Por eso la hermosura del plano final puede inquietar, por su insinuación de que la síntesis ha sido alcanzada tras el momento de crisis, y que a partir de entonces la muerte ya no será un problema.

miércoles, 30 de julio de 2008

lunes, 28 de julio de 2008

Pasos sobre la nieve


La historia de esta película es todo un balón de oxígeno para los incomprendidos. Detestada en su estreno por la crítica, vista como una mera excusa para un recital de muecas de Jack Nicholson, considerada indigna de su ilustre director, repudiada por el mismo Stephen King, autor de la novela en que se basa, víctima en algún que otro país de uno de los peores doblajes que se recuerdan, el tiempo, sin embargo, parece haber sido amable con ella, al margen de la canonización de ciertos cineastas vueltos infalibles con efecto retroactivo.

La mala recepción inicial sería fácil de explicar: al fin y al cabo, “El resplandor” se parece poco a la película de terror al uso. No hay lúgubres decorados ni espacios claustrofóbicos: el hotel Overlook, al contrario, es amplio, luminoso y confortable, a años luz del gótico americano del motel Bates. Tampoco encontramos la plétora de sangre y asesinatos de otros títulos de la época: apenas hay una muerte violenta en pantalla, sin una excesiva recreación en los pormenores anatómicos del acto.

Lo que sí hay es una abundancia de resonancias psicológicas, una correspondencia entre el espacio exterior y el espacio interior de la mente, una metáfora del encierro, del infierno del bloqueo creativo, de las tensiones familares y matrimoniales, de la necesidad de pertenecer, de hallar una epifanía capaz de dejar atrás la gris realidad cotidiana.

Es curioso que se reprochara tanto la elección de Nicholson para el papel de Jack Torrance: se afirmaba que no era lógico emprender un descenso hacia la locura en compañía de alguien que ya parecía loco desde el principio. Ya sabemos que la novela de King es un melodrama donde un pobre hombre alcohólico, un everyman que ha tomado varias decisiones equivocadas, logra a título final redimirse y dignificarse. Kubrick trata siempre de evitar el melodrama (salvo tal vez en “Lolita”) y deja claro que Jack está en el infierno desde el principio: la clave de la historia es que, si bien tal vez el hotel despertara los demonios de su cuidador, él ya los tenía dentro. Quizá sea el único lugar donde realmente existan, y no estemos hablando en absoluto de una historia de fantasmas.

Como imagen de la mente humana, el Overlook no tiene precio: pertrechado de todo cuanto la vida humana necesita, ordenado y laberíntico, podemos recorrerlo cuanto queramos con nuestro triciclo: la identificación de los pensamientos y los recuerdos con trayectos neuronales, con vectores espaciales dentro del cerebro, convierte los mareantes paseos de Danny (temprana y ya definitiva utilización del steadycam) en metáforas de la memoria y la obsesión que no por casualidad suelen terminar en la habitación 237. Ya lo dice Hallorann, el cocinero negro: los acontecimientos dejan huellas, ecos, que no son reales pero están allí.

Sólo el “resplandor”, el don que Hallorann y Danny comparten, permite ser consciente de estos restos del pasado, pero no dejan de ser retazos inconexos de una narrativa, que no te harán daño a no ser que busques imbricarlos en un argumento, darles un sentido. Una de las grandes implicaciones de la película, nunca subrayada pero a mi juicio evidente, es que Danny heredó el “resplandor” de su padre, Jack, que eligió una carrera literaria al confundir sus visiones, sus evocaciones y presentimientos, con un incipiente talento fabulador.

Las ganas de aislarse para dar nacimiento a su gran novela se saldan con una enorme decepción: Jack sólo es capaz de reiterar lugares comunes (la enorme resma de papel que sólo contiene repeticiones de “All work and no play makes Jack a dull boy” siendo una terrorífica parodia de una literatura repetitiva e inane, reivindicando el lado lúdico de la vida y a la vez siendo fruto de una labor robótica e inhumana) y culpa a su situación familiar de su falta de inspiración. Visto que es incapaz de crear una historia, la gran tentación será entrar a formar parte de una, de la narrativa eterna del hotel Overlook, una inmortalidad tan trascendental como la ofertada por los alienígenas de “2001”.

El hotel es una cámara de ecos: Danny ve en él su deseo de compañerismo, pero también su horror del maltrato paterno que ya ha sufrido; Jack se enfrenta con su deseo de una vida sexual más glamourosa, de otras amantes más bellas y estilizadas que su esposa, pero también con su horror del envejecimiento, de la decadencia del cuerpo. Su entrada en la “Gold Room” le sumirá en un paraíso “belle époque” de “flappers” y filósofos (que diría Scott Fitzgerald), en un ensueño nostálgico, lujoso y fraternal, alejado de la sordidez cotidiana, de la resignación a una vida familiar sin horizontes. Pero para acceder a esta dimensión maravillosa se hará necesario romper con el pasado, asesinarlo.

Pero resulta realmente difícil saber hasta qué punto todo esto sucede en un plano distinto al mental. La idea del Overlook como una trampa para espíritus susceptibles se reitera una y otra vez bajo distintas formas: el fragmento musical del tercer movimiento de la “Música para percusión, piano y celesta” de Bartók, repetido tres veces seguidas y sincronizado de manera inquietante con muchos sucesos de la pantalla; la estructura del propio hotel, elementos decorativos como esos diseños geométricos de la moqueta que parecen hechos para atrapar y retener la mirada en un universo chillón y artificial; el laberinto donde se desarrolla el clímax final, ese vertiginoso y angustioso eco de los movimientos de la steadycam por los pasillos. Todo ello rodeado por la nieve, elemento frío y sin vida, del color de la nada, de la página en blanco, de los ataúdes infantiles. Imagen del aislamiento pero también de la inevitabilidad de dejar huellas, de la dificultad de escapar de quien haya decidido seguirte.

La música cumple una función en gran medida psicológica: tanto la pieza de Bartók como sobre todo “Lontano” de Ligeti evocan una idea de grandes espacios en proceso de apertura; en el caso de Bartók, la sugerencia de invocación, de llamada, es clara, desde ese repiquetear del xilófono al ritmo creciente de las sucesiones de Fibonacci, desde esos glissandi de los timbales con el pedal. Siento que Kubrick cae un tanto en el tópico de ver en la composición contemporánea simple “música de miedo”, y no cabe duda de que en ese sentido Penderecki es efectivo (David Lynch también usó sus obras con intención similar en “Inland empire”). A fin de cuentas, aquellas piezas iniciales del polaco basaban su estética en una visceralidad y emocionalidad no muy bien vistas en el olimpo matemático de Darmstadt, y su encuentro de sesudez y espectacularidad, sin la sutileza tímbrica de un Lutoslawski, las hacía ideales para una película de terror intelectual, donde hay lugar para la metafísica y para derribar una puerta a hachazos (escena que, por cierto, recuerda un poco a cierta secuencia de “El pájaro de las plumas de cristal” de Argento).

Nicholson, en este contexto, en una historia organizada en torno a su mente, a su percepción de su exterior y su interior, no podía estar bressoniano como el Ryan O’Neal de “Barry Lyndon”. Su gestualidad es tan grotesca como inquietante: basta recordar en esta segunda categoría su interminable primer plano donde está completamente abstraído, mirando a ninguna parte o hacia dentro de sí mismo, o la carcajada que dirige a cámara, en dirección a alguien que no podemos ver y que termina siendo el camarero Lloyd. La manera en que Jack acepta todas estas manifestaciones imposibles es clave para entender el sentido del terror según Kubrick: cuando lo imposible se vuelve posible, es el momento de temblar, porque entonces nadie está a salvo de nada. Es significativo que, tras el diálogo de Grady con Jack, encerrado en la despensa por su mujer, oigamos el pestillo de la puerta pero no veamos a Jack salir con intenciones homicidas. Puede que Jack lo esté imaginando todo, pero lo incontrovertible es que ha salido de su encierro: es finalmente libre. El terror reside en que nunca estaremos seguros de cómo lo hizo.

Aunque el final también será atípico para el género de terror, pues en cierta manera es feliz para todos los protagonistas: no sólo Danny logra engañar a su padre en la antológica secuencia de la persecución en el laberinto, y escapar con su madre en el vehículo que Hallorann les trajo convenientemente antes de su violento fin, sino que Jack, tras una triste y lenta agonía en la nieve que en cierto modo recuerda la “muerte” de HAL, trasciende su espantosa congelación para entrar a formar parte de la alegre comunidad fantasmagórica del hotel, hasta el punto de que siempre estuvo allí, desde antes incluso de haber nacido, como evidencia la foto expuesta en una sala del hotel, ese testimonio físico de lo imposible que provoca escalofrío no por lo macabro o desagradable, sino por desmontar todas nuestras certezas sobre el funcionamiento del universo.

domingo, 27 de julio de 2008

Flashback: 13-12-06


De la vida una fría promesa
Un dulce infinito envuelto en galleta
Tus ganas lo funden, ensucias tus manos
Placer pegajoso se fija a tu alma
Se estrecha hacia el vértice y no queda ya nada

(Moldes para conos de helado patentados en Nueva York, 1903)

sábado, 26 de julio de 2008

Sosito pero picarón


Cada vez que se definen los méritos de una película mediante la fórmula “tiene buena fotografía” se da por supuesto que se trata de una manera sardónica de insinuar sus insuficientes, o nulas, cualidades literarias, narrativas o interpretativas. Y es una simple muestra entre tantas del desprecio que suele recaer en los aspectos puramente estéticos del cine, perpetuación del pernicioso dualismo entre forma y fondo (aunque incurro en tautología: todos los dualismos son perniciosos). En los países anglosajones es común definir las películas visualmente impactantes como “eye candy”, caramelo para los ojos, dando por supuesto que si se dedica tanto esfuerzo al elemento visual, sigue por lógica que la razón será disimular un déficit de ideas. Porque los caramelos tienen buen sabor pero no alimentan.

No voy a entrar en un tema que requeriría un mayor desarrollo, y que incluiría una equiparación de las técnicas de escritura e interpretación (consideradas “fondo”, es decir, lo auténtico) con las de realización, montaje y fotografía (consideradas “forma”, léase engaño), pero lo cierto es que, si refiriéndose a “Barry Lyndon”, todo el mundo habla de las escenas a la luz de las velas, rodadas con aquellas lentes especiales de Zeiss para la NASA, y casi nadie se detiene en la historia y los personajes, es porque la película ha pasado a la historia como un capricho estético, una proeza técnica más apreciada por la gente del oficio que por el público deseoso de una narrativa directa y sin pretensiones.

“Barry Lyndon” ha pasado un tanto desapercibida en la filmografía de su director, quizá por situarse entre dos hitos sensacionales como “La naranja mecánica” y “El resplandor”, quizá por la enésima reinvención del lenguaje fílmico que dejaba atrás mucho de lo que hizo popular a Kubrick, quizá por defraudar las expectativas de otro “Tom Jones”, quizá por distanciarse conscientemente, tras los problemas personales que acarreó la polémica en torno a la película anterior, de un estilo provocativo y sensalionalista.

Si uno se fija atentamente, las similitudes entre la “Naranja” y “Barry” no son inexistentes, Ambas se situarían en una tradición picaresca, narrando las tribulaciones de un personaje más o menos al margen de la sociedad que busca integrarse en su tejido, con una destacada presencia de la voz en off comentando lo sucedido, y con un fuerte carácter moralizante. A partir de ahí, no vemos más que contrastes: Alex es carismático, Barry es astuto pero inexpresivo (sea por las limitaciones interpretativas de Ryan O’Neal, sea para que sus argucias no resulten obvias a sus víctimas, sea para que el carisma del personaje no eclipse otros aspectos que Kubrick veía más importantes). Alex es un delincuente, Barry es un arribista. La voz de Alex es subjetiva, autocompasiva, manipuladora, la voz del destino tal como la enuncia Michael Hordern resulta implacable, llena de ironía soterrada. La moraleja de la historia de Alex es que el hombre no es hombre sin su libre albedrío, aunque éste haga de él una bestia, mientras que en el caso de Barry aprendemos que ese libre albedrío no puede hacer nada contra un destino adverso que acaba por desbaratar todas las aspiraciones humanas.

La serenidad del estilo de “Barry Lyndon” ha propiciado su gradual aceptación por los detractores de la faceta innovadora de Kubrick. El abandono de los angulares, los montajes sincopados, los trucos fotográficos, la dirección artística chocante, incluso de las interpretaciones desbocadas, sin miedo al mal gusto, de su controvertida predecesora, parecen aspirar a un ideal apolíneo, a un concepto equilibrado y armonioso del siglo XVIII como cumbre estética de la civilización occidental. Esta mirada al pasado, haciendo zoom hacia atrás a partir de detalles como haríamos con obras maestras de la pintura, recreándose en una sucesión sin final de encuadres exquisitos, en las antípodas de la vulgaridad deliberada de la mirada precedente al futuro, parece comunicar cierta nostalgia de la dignidad perdida, una idealización de aquella época como edén.

De ahí tal vez que se deseche el humor, concebido por Kubrick como vitriolo arrojadizo. Si bien la novela de Thackeray “La suerte de Barry Lyndon” (considerada una pieza menor de su autor, pese a que de jovencillo me divirtió de lo lindo y en cambio he iniciado dos veces, sin acabarla, “La feria de las vanidades”) rebosaba de gags e ironía, Kubrick prefiere disimular este humor, mantenerlo bajo la superficie, y en general se guarda de enfatizar cualquier elemento emotivo de la historia, salvo en momentos puntuales. O’Neal está bressoniano, enigmático, Berenson no expresa el amor frustrado que supuestamente la erosiona por dentro. La belleza de la época, tan aséptica como la de las astronaves de “2001” parece cobrarse un tributo en comedimiento y represión.

Tan sólo el personaje de lord Bullingdon, hijastro de Barry que será el detonante de su perdición final, parece rebelarse contra un orden injusto. Emparentado con Alex debido a su carácter más extrovertido, rebelde, víctima de la violencia del maltrato paterno, sólo su presencia rompe la armonía clásica del relato, precipita en el fracaso, como ya lo hizo el ordenador HAL, los planes mejor concebidos del hombre. Bullingdon reta a Barry, que ya lo ha perdido casi todo, apelando a ese sentido del honor que mantiene en pie todo aquel mundo de fábula, pero que no es sino una mentira, otra manera de llamar al miedo: tal vez lo supo el padre de Barry, a quien vemos morir en duelo en plano general; desde luego lo supo el capitán Quin (Leonard Rossiter, inolvidable en la serie “Esto se hunde”), y tanto Barry como Bullingdon lo aprenden en el que quizá sea el duelo a pistola más memorable de la historia del cine (con permiso de Sergio Leone).

Modelo para todo un subgénero de películas de época del cine británico, para productoras como la Merchant Ivory o la Goldcrest (que financió “Los duelistas”, debut de Ridley Scott), “Barry Lyndon” surge sin embargo, como “2001”, de la necesidad de adaptar el lenguaje al asunto narrado, haciendo caso omiso de los precedentes. El interrogante de qué tipo de películas habrían rodado los ingleses del XVIII evita las nociones del siglo XX que a menudo deslucen las ficciones históricas. La guerra no es una desgarradora carnicería a escala industrial, como en “Senderos de gloria”, sino un ballet armonioso, ordenado. Incluso los combates de boxeo poseen una cualidad más estética, más caballeresca, que en el enfentamiento frenético y futil sobre el ring de “El beso del asesino”. Pero la curva de los acontecimientos, la perversa ironía cósmica que llevó a Alex de nuevo hacia el chalet con el rótulo “Home”, es igual de fácil de reconocer en “Barry Lyndon”, que hace de su preciosista plástica el tributo duradero al ingenio fracasado, a las aspiraciones vanas, de todos aquellos personajes que, como reza el rótulo final, “son todos iguales ahora”.

viernes, 25 de julio de 2008

Come and get it in the yarbles


El origen de nuestra predilección por determinadas obras de arte no tiene por qué estar relacionado con su contenido, o con su mérito. Así es como “La naranja mecánica”, película controvertida aun 37 años después de su estreno, considerada un dechado de violencia y acidez, fascista para los progres y peligrosa para los censores católicos, estará ligada siempre en mi mente a uno de los recuerdos más dulces de mi pre-adolescencia, a uno de los contadísimos chavales de aquel colegio militar que no se sentían deshonrados por la presencia de aquel gordo empollón sin estatus social, y que, haciéndome partícipe de su gusto por aquella extraña historia futurista que parecía tan trangresora a mis inocentes oídos, contándola en todo detalle una y mil veces, me introdujo el veneno del celuloide, asociado por mí desde entonces a una fuga imaginativa y anárquica de una realidad autoritaria, decepcionante.

“La naranja mecánica”, junto con “Rojo oscuro”, de Argento, o “Jo, qué noche”, de Scorsese, pertenece a esa lista escogida de películas que no parezco cansarme de ver, que son capaces de mantener mi atención en un quinto, sexto, noveno, décimo visionado, que me atrapan con su clima, con su estética, con su desfile de virtudes y defectos que hemos interiorizado y admitido como si fueran los de una persona amada. Además, el hecho de que los puristas del cine clásico sigan frunciendo el ceño ante ella, que la tilden de demagógica y manipulativa, y que la vean desfasada en todos los aspectos, alimenta mi espíritu de contradicción, consigue que reivindicarla suponga aún un gesto de rebeldía ante las tesis fílmicas oficiales, que apuestan todavía, ingenuamente, por la transparencia del relato clásico, cuando incluso hemos superado ya toda la fase del postmodernismo, de la ficción consciente de serlo, y nos encaminamos quién sabe adónde.

Siempre he considerado falsa la acusación de que “La naranja mecánica” es un artefacto caducado de los 70. Al igual que “2001”, donde la tecnología obsoleta de las naves no da una sensación anticuaria por la riqueza y coherencia de su diseño, como si se tratase de un futuro, o pasado, que pudo haber sido, como si de un ensueño steampunk se tratase, el chillón universo cotidiano de “La naranja mecánica”, con sus agresivos papeles pintados, sus teñidos de pelo en colores imposibles, su arquitectura geométrica, no trata sino de recrear un mundo verosímil donde reina la deshumanización, donde el mal gusto se ha instalado en todos los ámbitos de la vida. La casa de Alex es una continuación directa, pero en exagerado, de la casa de la señora Haze en “Lolita”, y las ingenuas pretensiones de modernidad en los interiores bien pudieron haber nacido anticuadas a propósito, significando una esterilidad, un vacío estético, que no logra enmascarar un malestar en la cultura, un déficit de los valores civilizados, sustituidos poco a poco por los instintos primarios y primitivos, la búsqueda del placer y la satisfacción del combate cuerpo a cuerpo.

En este sentido, siempre he encontrado curiosas conexiones entre esta película y su predecesora en la obra de Kubrick, “2001”. En una de las primeras escenas, cuando Alex y sus drugos dan la paliza al vagabundo, éste habla de la vergonzosa época que están viviendo, cuando, a pesar de que se mandan personas a la Luna, abajo, en la Tierra, ya no hay ley ni orden. Y yo no puedo evitar pensar en que, tal vez, por emplear un símil tebeístico, “2001” y “La naranja mecánica”, compartan un mismo universo, y que, mientras el doctor Heywood Floyd y los astronautas Poole y Bowman investigan allá arriba los misterios del universo, en el viejo planeta azul estemos viviendo un momento de anarquía social, de políticos populistas y demagógicos que fomentan la brutalidad juvenil para sus fines y nadie vive ya seguro.

Este irónico contrapunto a la majestad de la película anterior cobraría una dimensión aún más alucinante si hacemos caso a la comparación que John Baxter, en su biografía de Kubrick, hace del plano final de “2001”, el rostro del Niño Estelar, y el inicial de “La naranja mecánica”, el primer plano de Alex lleno de una ominosa energía a punto de estallar. Según Baxter, la composición de ambos planos, su ángulo, la posición del rostro, coinciden perfectamente. Esto abriría la posible interpretación de que estamos ante una continuación de la odisea espacial, y que Alex, en cierta manera, sería la nueva humanidad, el “Homo superior” cantado por David Bowie, revertido, con una brutal ironía y un jarro de agua helada sobre los nobles ideales que parecían haberse hecho realidad al son de “Así habló Zaratustra”, al estado de una bestia salvaje, al comienzo entre los primates. Veo una identidad clara entre los saltos a cámara lenta de Alex mientras reprime la insurrección de sus drugos y el descubrimiento de la violencia hueso en mano, también ralentizado, por los homínidos de “El amanecer del hombre”. No importa el potencial de una raza superior, parece decírsenos, sino cómo su ambiente social propicia su realización: pese a su inteligencia, su sensibilidad, su maravilloso uso del lenguaje, Alex no es sino una bestia salvaje, un peligro para sus semejantes.

Pero aun así, ¿es un hombre? Para mí, siempre ha sido demasiado fácil defender la humanidad de los inocentes, las víctimas propiciatorias de un estado represor. Alex, en cambio, es culpable y bien culpable, y no creo que, digan lo que digan los detractores de la película, se nos deje olvidar este hecho, Es el eterno problema de las narraciones en primera persona, de su borrado de las fronteras entre narrador y personaje. Si adoptamos el punto de vista de un gamberro, violador y asesino y le hacemos exponer sus motivaciones, es obvio que reflejará su placer al hacer todo aquello, pues, de lo contrario, quizá no lo haría. Alex no es un ser atormentado, es un salvaje natural, disfruta con lo que hace.

Pero no todo es malo en él: es carismático, posee el don de la poesía, ama a los animales (a Basil, su serpiente), se siente estimulado por el romanticismo épico de Beethoven. La inserción de Alex en el sistema penitenciario, en la maquinaria de castigo, pondrá en perspectiva sus faltas: podía ser violento, pero no es una violencia institucionalizada, detentada por individuos adultos y conscientes al servicio del poder; podía ser un violador, pero sus instintos carecían del retorcimiento evidenciado en los avances pedófilos del señor Deltoid o de los reclusos más viejos. Atrapado en la rueda, desgranándonos sus penas, castrado simbólica y casi literalmente por el diabólico método Ludovico, Alex casi nos parece un pobre incomprendido, hasta que, al llegar a su casa, el inquilino que ocupó su lugar le echa en cara el sufrimiento que causó a otras personas, afrimando que ahora le toca sufrir a él... y nos damos cuenta de que tiene razón. El gran merito de la película, lo que la hace tan irritante para algunos, es su ambigüedad, su abandono de las viejas certezas, su manera de integrar ambos lados del debate. Porque, si usas como guión un catecismo que dé a todo respuestas fáciles, lo que estás logrando es una obra para niños. Los adultos, en cambio, sacan, o deberían saber sacar, sus propias conclusiones.

Es la vieja parábola del libre albedrío, de la libertad para elegir, aunque las formas narrativas adoptadas por Kubrick, tan alejadas del molde clásico de Hollywood para comunicar mensajes cristianos (de “Siguiendo mi camino” en adelante) hayan disimulado, junto a su subversiva elección de figura protagonista, las intenciones principales. En primer lugar, la narración en primera persona se extiende al estilo visual, a la música y el montaje. La felicidad adolescente de la banda de Alex, vista desde su propio prisma, no puede ser sino una ficción divertida, casi modelada según los patrones de los medios de entretenimiento: el intento de violación de la chica en el teatro, y la subsiguiente pelea con los drugos de Billy Boy, tiene como fondo musical la obertura de “La gazza ladra” de Rossini, lo que no sólo presta a la secuencia un aire ligero y divertido, sino que la emparenta en cierto modo con las animaciones clásicas de Chuck Jones para Warner, que empleaban a menudo la misma pieza, u otras de estética similar debidas a las artes de Carl Stalling. La paliza y violación al son de “Singin’ in the rain” parece sugerir que Alex se ve como el protagonista de una película, que la vida es un “show business” hedonista, que apenas existe una diferencia entre Gene Kelly ejecutando su número de baile y él mismo haciendo daño a dos personas, toda vez que Gene Kelly, en cierta manera, también actúa contra natura: ¿a quién se le ocurre salir a bailar y cantar cuando llueve a cántaros, a saltar y chapotear en los charcos cuando lo sensato y natural sería quedarse en casa al lado de una estufa? A un niño, ¿no? ¿Y no son acaso los niños seres crueles, amorales, emganchados, una vez lo prueban, al placer de infligir dolor a seres indefensos?

Pero, si acaso no quedaba clara esta cuestión de perspectiva, no tenemos sino que ver el estilo visual, lleno de decorados chillones y claramente artificiales, de grandes angulares que amén de crear líneas de perspectiva donde no las hubiese habido deforman y achatan constantemente a los actores; no tenemos sino que fijarnos en el estilo interpretativo desmadrado, propio de una farsa teatral, para darnos cuenta de que “La naranja mecánica” es, en primer lugar, una fantasía, y, en segundo lugar, una comedia, todo lo negra que se quiera pero una comedia al fin y al cabo. La manera en que el destino vuelve contra Alex todos sus crímenes del pasado resulta impresionante en su majestuosa ironía, divirtiendo y acongojando al mismo tiempo, incomodando cuando en teoría nos hallamos ante el castigo ejemplar de un maleante. Las secuencias de tensión entre Alex y el personaje del gran Patrick Magee (inolvidable la del vino) resultan desternillantes pero también terroríficas, por cuanto nos echan en cara nuestra dudosa moralidad como espectadores, nuestra identificación incondicional con un canalla a quien en el fondo deseamos ver castigado.

Que las fuerzas “progresistas” deseen la muerte del protagonista como arma de denuncia contra un gobierno de clara estirpe totalitaria ha parecido siempre enfurecer a los izquierdistas de medio pelo, y que se vea el retorno a los instintos brutales como una recuperación de la humanidad básica ha debido parecer una burla del idealismo rousseauniano. Esa conclusión en la que esencialmente triunfa el mal, esa transgresión final de las convenciones narrativas, parece formular el juicio definitivo sobre el ser humano y su irrenunciable carácter innoble que hace necesario aceptar a la vez a Beethoven y a la barbarie nazi que acompañaba su música en los documentales del método Ludovico. El hecho de que se trate de un “happy end” que produce satisfacción en el espectador porque el protagonista se salva y vuelve a ser feliz oculta una carga de profundidad sardónica y moralista, aunque sea a costa de ignorar el capítulo final de la novela de Burgess, donde Alex se reforma, tiene hijos y queda claro que todo aquello de la ultraviolencia y el metesaca no era sino una fase de su crecimiento hacia la edad adulta. Es una tesis equilibrada y consoladora (Burgess escribió el libro como catarsis de la violación de su mujer por unos jóvenes gamberros), pero menos comercial, y, nos tememos, menos verdadera, que la adoptada por ese viejo zorro que siempre fue el amigo Kubrick.

Y no me quiero despedir sin aludir, como hice al principio, a otro significado personal que para mí tiene la película, unida a la anterior, “2001”, y que me hace sentir agradecimiento hacia el amigo Stanley. Se trata del descubrimiento de la música clásica, de la ruptura de su imagen como un área elitista, aburrida y sin relevancia contemporánea, motivo automático de exclusión de quienes pretendan reivindicarla. Pero no solamente los valses de Strauss, el adagio de “Gayaneh” de Khachaturian o las piezas de Ligeti evocaban, incluso al margen de los fotogramas, un sentido de inmensidad espacial, de grandeza expresiva, que no he dejado de sentir nunca al escuchar una orquesta sinfónica, sino que, si un macarra del futuro era capaz de integrar la poética de Beethoven, o de Rossini, en el turbulento devenir de su existencia, no menos íbamos a poder hacerlo nosotros, que éramos más “normales”, pero también conscientes de que la música es fuerza, pasión, exaltación, fantasía y atrevimiento, características tan presentes en un disco de rock del siglo XX como en una sinfonía o sonata del XIX. En ese sentido, Stanley Kubrick, con su película prohibida, irresponsable, peligrosa, hizo más por la causa de la música clásica que veinte divulgadores a lo Leonard Bernstein juntos.

jueves, 24 de julio de 2008

10 usos del lenguaje que me repatean un tanto


1 – “La” como complemento indirecto (inevitable en la región donde vivo).

2 – “Incierto” como sinónimo de “falso” (por cortesía del señor Felipe González).

3 – “Inseguridad” como sinónimo de “peligrosidad” (el diccionario la define como “ausencia de seguridad”, con lo cual, para mi rabia, parecen ampararse todas las acepciones).

4 – “Adolecer” como “carecer de” (visto en afirmaciones como “era una película que adolecía de ritmo”, se ve que el ritmo es algo intrínsecamente negativo para el cine. Quizá fuera Tarkovski el que lo dijo).

5 – Usar el “de que” sin ton ni son (se ve que, o te pasas, o no llegas, que primero te saltas todos los “de” y luego los pones hasta en el puchero).

6 – Neologismos deportivos como “entreno” o “rechace” (innovaciones que entran directamente en vena al aparecer en la única información que el público sigue de verdad).

7 – Falsos extranjerismos como “puenting” (dejando al margen el spanglish, ¿un gerundio o participio presente construido a partir de un nombre? Mmm...)

8 – Grafías finolis y pedantes como “asechanza” o “exorcisar” (que, creo, debemos al señor Cela, a quien parecían horrorizar dos sonidos “zeta” en la misma palabra pero no mostraba tanta delicadeza en otros contextos).

9 – El invento de la palabra “espirar”, creyendo que “expirar” equivale a “morir” (cuando “expirar” siempre fue exhalar el aliento, y, mediante una figura literaria que ahora no me viene a la cabeza, vino a asociarse, pronunciado con el debido énfasis lúgubre, con “exhalar el último aliento”)

10 – Femeninos postizos como “jueza” o “médica” (tema que daría para toda una entrada que culminaría con mis propuestas más innovadoras para lograr la igualdad de los sexos a través de la lengua: “deportisto”, “periodisto”, o, en una gran muestra de talante polisémico, “socialisto”).

miércoles, 23 de julio de 2008

Atmósferas de réquiem y nuevas aventuras


Aunque un servidor suele cuestionar el lugar común de estos días según el cual el cine ha bajado muchísimo (sólo defendible si tenemos en cuenta el otro, más incómodo, miembro de la ecuación: la bajada, proporcional, del nivel del público, de su disposición a colaborar y participar en la ficción), no deja de haber indicios, cuando echamos la vista atrás, que inquietan sobremanera. Por ejemplo el hecho de que, en 1968, “2001, una odisea del espacio”, claramente una película de arte y ensayo, prácticamente sin diálogos, con un ritmo en las antípodas de las cadencias frenéticas del cine comercial de hoy, y con un tramo final que no pide perdón por ser enigmático, se colocara entre los títulos más taquilleros de su época, generando un debate que dura hasta hoy, y reinventando todo un género cinematográfico. Vamos, os digo que a M. Night Shyamalan se le ha linchado por muchísimo menos.

Aquí es donde se separan los caminos, donde Kubrick enseña sus cartas, donde las opiniones comienzan a ser irreconciliables. Si hasta ahora la versatilidad del director era notable, pasar de la farsa enloquecida de “Dr. Strangelove” a una obra que combina de manera inédita lo espectacular y lo contemplativo, que pulveriza todas las nociones sobre el tiempo y el espacio que se habían visto en la pantalla, que no tiene miedo a jugar con lo abstracto y experimental al estilo de Norman McLaren, crear en suma todo un lenguaje sin precedentes que se ha intentado pero no sabido imitar (ver “Naves misteriosas”, “La amenaza de Andrómeda”, “Sucesos en la IV Fase” o “Zardoz”), todo ello comienza a hacer de Kubrick un personaje especial, mucho más que el simple cineasta interesante que era hasta entonces.

La pregunta, desde la perspectiva de 2008, siempre será parecida: ¿cómo le dejaron? Bueno, eran los 60, y el mito de los 60 afirma que eran tiempos de movimiento, de cambios, de experimentación. Tal vez los ejecutivos cinematográficos, o discográficos, tuvieran la misma poca idea que ahora (aunque lo dudo), pero el ambiente de confusión cultural que reinaba aquellos años debió crearles un instinto para lo diferente. De la misma manera que el fenómeno psicodélico hizo pasar por el aro a las casas de discos, que confundían los inicios del rock sinfónico o las primeras locuras de gente como Frank Zappa con los lucrativos efluvios del ácido lisérgico, se pudo capitalizar en todas las tendencias artísticas del momento para presentar una película que era puro light show, puro op art, puro movimiento exploratorio hacia delante, hacia ese espacio exterior que se correspondía cada vez más con el interior a fuerza de drogas psicotrópicas y supuestas meditaciones trascendentales importadas a granel de Oriente. Kubrick, como siempre, supo captar el espíritu de los tiempos.

Pero a la vez, Kubrick se retrotrajo a tiempos más felices: los del cine mudo, cuando todavía era importante mirar con atención, cuando los significados se construían sumando las imágenes y no restándolas. He encontrado siempre curioso que los detractores de “2001” la consideren una muestra de filosofía barata y pretenciosa, cuando a mí (que, bien es verdad, soy un pobre ignorante en esas lides) siempre me ha dado la impresión de que no hay filosofía, por muy barata y pretenciosa que sea, que no necesite el soporte del lenguaje verbal para formularse. En realidad, las ideas de “2001” se podrían formular en muy pocas frases, y la tónica general de su discurso es más bien sencilla: la Humanidad no es dueña de su destino, es manipulada para alcanzar sus metas, es ingeniosa pero violenta y autodestructiva, se cree omnipotente gracias a su tecnología pero esta tecnología se vuelve contra ella. Pero absolutamente ningún personaje de la película toma la palabra para conferenciar sobre estos temas, que más bien son, por así decirlo, pretextos para pintar grandes cuadros en movimiento que los ilustran, como si la pantalla gigante de Cinerama se volviese “La balsa de la Medusa” o “El juramento de los Horacios”, con un romanticismo subyacente a tanta ciencia y técnica que necesitaba enfatizarse mediante esos clásicos orquestales “fuera de contexto”, tan criticados por quienes creen que la música clásica es la banda sonora de la cultura oficial, museística y reaccionaria.

Kubrick crea aquí mucho de lo que entendemos por cine de ciencia ficción moderno: el sentido de experiencia sensorial, los efectos visuales como apertura a mundos invisibles (y que en este caso, años antes del ordenador, se siguen manteniendo válidos y convincentes), el alejamiento de la serie B y el énfasis en un profesionalismo minucioso. Claro que ahí terminan las similitudes: la soledad y el silencio del vacío, donde sólo la respiración separa al viajero de la deriva y la muerte, el aislamiento en recintos estériles y funcionales, donde los únicos contactos humanos son convencionales y huecos, donde el único ser que parece realmente humano es una máquina, donde el ejercicio físico se asemeja a las carreras de un hámster por su rueda y resulta necesario esperar siete minutos para tener la respuesta a una pregunta, configuran una poética digna de Antonioni, a años luz del enfoque pulp de George Lucas, que empezaría violentando la exactitud científica (¿qué es eso de que las naves se desplacen por el espacio emitiendo un rugido subsónico? Y el aire que produce ese sonido, ¿dónde está?) y terminaría destruyendo, para regocijo de los detractores del cine como arte, la relación entre espectáculo y reflexión que tan buenos resultados había producido en décadas anteriores.

Lucas empleó los ritmos marciales de John Williams, sucesores, como casi toda la música del género a partir de entonces, del “Marte” de Holst (aunque Harlan Ellison diga que la partitura de “Star Wars” no hace sino plagiar la “Música para Praga 1968” del checo Karel Husa; que alguien se la baje y comente); Kubrick puso en el mapa a György Ligeti, compositor a quien hasta entonces sólo conocían cuatro frikis del festival de Donaueschingen, y que a base de micropolifonías, de infinidad de voces melódicas tan rápidas y tupidas que sólo es posible percibir su efecto conjunto, como un tapiz, logra un efecto hipnótico, como de portal a otra dimensión, como la del espacio interplanetario o la de los límites del tiempo y la percepción que se abre en las inmediaciones de Saturno.

En los años de gloria del LSD, la conclusión del film de Kubrick era lo más natural del mundo. Que una película de apenas dos horas y diez tuviese un intermedio apenas media hora antes de finalizar parecía un anuncio del plato fuerte, del espectáculo lumínico y sonoro que muchos hippies de entonces veían atiborrados de ácido y tumbados a los pies de la enorme pantalla. Fragmento de cine único por su total abstracción, por su falta absoluta de función pragmática que nunca hubiese escapado a las tijeras de un Ford o un Hawks, llevando al paroxismo la celebración de un cine cien por cien estético que ya se había venido fraguando durante los 110 minutos precedentes, la “puerta estelar” conducía a un desenlace casi vecino del sueño con que se abre “Fresas salvajes” de Bergman, y que casi podría funcionar como cortometraje independiente.

De nuevo tenemos una estancia de lujo dieciochesco, estilo que parece simbolizar para Kubrick el esplendor, apolíneo y un punto estéril, de la civilización (esplendor degradado, por ejemplo, en la mansión de Quilty en “Lolita” o el teatro abandonado de “La naranja mecánica”). Es un lugar donde el tiempo no transcurre de forma normal: Bowman se ve en distintos lugares de la estancia, envejeciendo. Podemos suponer que espera durante muchos años, sin que los seres que lo llevaron allí den señales de vida. Podríamos pensar incluso que estamos ante una metáfora del final de la vida, de la espera de algo más después de la muerte. La aparición del Niño Estelar parece sugerir la necesidad de que la Humanidad perezca para que aparezca algo mejor, la luminosidad radiante de ese feto dentro de su bolsa indicando una milagrosa transfiguración, una ruptura con el pasado y una oportunidad de recomenzar (creo haberlo contado ya en otra entrada, pero este es el final que hacía saltar las lágrimas de los veteranos recién llegados del Vietnam, que debían de leer de otra manera la desesperada y absurda misión de los astronautas y para quienes el acercamiento del Niño a la Tierra, su regreso, desencadenaría resonancias emocionales inefables).

Sorprende que una película tildada de fría y aburrida por los guays termine en una apoteosis tan emocionante, deje sin palabras, como me sucedió a mí de pequeño, a muchos de quienes se acercan a ella por primera vez. Si parte de la magia del cine consiste en su poder para comunicar experiencias no vividas, la magia se multiplica si hablamos de experiencias que nunca viviremos, que nos ponen frente a frente con el misterio en estado puro. “2001”, que no habla ni de amor, ni de política, ni de trabajo, ni de realidades a ras de suelo, es puro sueño, es pura aspiración espiritual, es pura esperanza de elevarse sobre un universo sórdido y mediocre, es la transmutación del positivismo científico en filigrana estética decadente y gloriosamente inútil. Es la promesa casi religiosa de que, después de sentirnos perdidos en un cosmos vasto, oscuro, sin puntos de referencia, muestra existencia volverá de alguna manera a cobrar un sentido. Promesa que, claro está, no veremos cumplida, pero que se hace breve realidad en cada nuevo visionado.

martes, 22 de julio de 2008

Lluvia de misiles


Resulta curioso pensar que, hasta hace apenas veinte años, se consideraba verosímil o incluso probable que los grandes bloques mundiales, comandados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, llegaran a enzarzarse en un conflicto nuclear de aniquilación mutua. Lees “Watchmen” y la sombra de la guerra fría planea con la nitidez de un titular de prensa, incluso escuchas a Andy Partridge de XTC cantando “This world over” y no te parece que el gafitas cante sobre un Armagedón imaginario, sino sobre algo que podría suceder.

Ahora parece que la preocupación nuclear ha pasado a un segundo plano (cuando, seamos sinceros, con tanto arsenal disuasorio suelto por ahí al alcance del mejor postor, la pesadilla aún es factible), pero en los años 60 la histeria estaba casi en su apogeo, como resultado de la eficaz maquinaria de propaganda que en cada momento de la historia enseña a la plebe a dónde debe dirigir sus pequeños pensamientos. Por ejemplo aquí y ahora, en España, donde lloramos por una crisis económica que ya la querrían multiplicada por diez en Burundi o Burkina Faso.

Si entonces el gran monstruo era la Bomba, el subtítulo de la peli de Kubrick enseñaba a dejar de preocuparse y amarla. Se volvía a la idea de “Senderos de gloria”, la guerra como un negocio que beneficia mucho a unos pocos mientras mutila o extermina al resto, con la diferencia de querer exorcizar los demonios mediante esa arma desmitificadora que es la risa. “Dr. Strangelove”, atrevida y arriesgada en concepción, quedaría como uno de los momentos irreverentes por excelencia del cine de los 60 y como el tratamiento fílmico más recordado del tema de la guerra nuclear. Si el humor sirvió más que el drama para alejar la posibilidad real, o si el miedo colectivo no dejó de ser un fantasma ficticio para poder desarrollar una serie de planes socioeconómicos, eso habría que preguntárselo a héroes difuntos y canonizados de la lucha contra el comunismo, como Nixon, Reagan o el papa Wojtyla.

Pero si a uno le toca ser sincero, va a ser que algo se le escapó siempre de esta película. Entré a verla en el cine Bellas Artes, con el pase ya comenzado y un primer plano de Sterling Hayden con el puro sobre la pantalla. Como me parecía una historia simplemente interesante pero no tan divertidísima como siempre se dijo, me quedé a la sesión siguiente (entonces se podía hacer), y tampoco se me abrieron las nubes. Un servidor era jovencito, 16 años o así, pero incluso entonces no me parecía una increíble revelación que los políticos fueran unos codiciosos obsesionados por el sexo, o que los militares sublimaran a base de tanques y cañones su incapacidad para hacer estallar su propio obús en el campo enemigo del sexo opuesto. Los blancos de la sátira me parecían tan obvios que se me escapaba el supuesto gran mérito de aquel guión. Amén del tema Peter Sellers, claro. Me gustaba “El guateque”, pero el indio era un empalagoso; el que me hacía reír de verdad era el camarero borracho, actor de cuyo nombre casi nadie se acuerda.

No obstante, he ido reconociendo con el tiempo otro tiepo de virtudes, sobre todo visuales. El maníatico detalle con que se reproducen los elementos tecnológicos, desde los bancos de ordenadores a los controles del avión B-52, síntoma de un fetichismo tecnofílico visto como aliado inseparable del ansia autodestructiva. El elemento erótico que representa Tracy Reed, hijastra de sir Carol, primer ejemplo obvio del tipo de mujer alta y estilizada cual modelo que parecía activar la líbido de Stanley y que fue apareciendo en casi todo su cine subsiguiente, de “La naranja mecánica” a “Eyes wide shut”, pasando por la memorable aparición en la bañera de “El resplandor”. La tensión creciente a bordo del avión que terminará arrojando la bomba en Rusia, subtrama casi épica salvando detalles de humor fácil como hacer de su comandante un cowboy con sombrero, y que prefigura en cierto modo el viaje a Saturno de “2001”. El espectacular decorado de la Sala de Guerra, tan corpóreo y rico en detalles que Ronald Reagan pidió verlo nada más llegar a la Casa Blanca (obviamente, no existía). El realismo documental del ataque a la base, propio de un noticiario en contraste con la iluminación contrastada del resto de escenas. El inolvidablemente sarcástico videoclip final de “We’ll meet again”, con un montaje de explosiones atómicas que casi permite amar la bomba desde un punto de vista estético, y que insinúa, en la línea de los últimos parlamentos en la Sala, que la guerra es algo consustancial al ser humano y que podemos contar con su resurgir incluso después del peor apocalipsis.

Otros subtextos curiosos son los que plantea del personaje de Dr. Strangelove, científico nazi al servicio estadounidense, en clara caricatura de von Braun. Especie de homenaje a los sabios maléficos del expresionismo alemán, recordatorio del mal representado por el nazismo, al que se creía erradicado aunque sólo duerme en las sombras (tal vez por eso Strangelove era un tullido, pero, ante el desencadenamiento del horror en el mundo, le es posible volver a andar), emblema de un saber tecnológico que sin embargo escapa al control humano (como ese brazo artificial, tal vez mecánico, que ejecuta sin control el saludo nazi e intenta estrangular a su propio dueño), símbolo de un positivismo racionalista que no oculta sino ambición y vicio, resulta una figura inolvidable, al menos para los que no recuerden con desagrado, por empalagosa, su creación del Dr. Senff, otro perturbado germánico, en “Lolita”. De veras que el fenómeno Sellers sigue siendo para mí un pequeño misterio. ¿Por qué todo el mundo le reía las gracias? ¿Por qué aquí todos se las ríen al Gran Wyoming? ¿Por qué esta reseña de “Teléfono rojo” es la más corta de este ciclo? ¿Será porque, en esta revisión del verano 2008, es hasta ahora la que menos aprecio de su autor?

lunes, 21 de julio de 2008

Infulas de nínfula


Cronenberg contra Houellebecq: para el canadiense, Kubrick ha estropeado la adaptación del libro de Nabokov al convertir a la doceañera casi impúber en una suculenta adolescente; para el francés, o para sus personajes, es el novelista el equivocado al no reflejar las predilecciones reales del macho humano por las hembritas de dieciséis o diecisiete años. El primero reprocha una insuficiente monstruosidad en el Humbert fílmico, un déficit de goticismo, mientras que el segundo echa en falta su propio sociologismo de baratillo.

Kubrick lo tenía más claro: donde hay polémica, hay éxito, hay posibilidad de mantenerse en el candelero. No bastaba con burlarse de su éxito anterior, “Espartaco”, en los minutos iniciales de su nueva obra: era necesario meter ruido. En ese sentido, el autor de “Plataforma”, tiene cierta razón: no son los valores literarios del exiliado ruso los determinantes para que el cine convirtiera su creación en mito, sino lo provocador de sus tesis, la intuición de que la civilización decadente, anciana, ambiciona poseer la extrema juventud de una cultura más joven, más simple e inculta. Claro está que en la construcción del imaginario de “Lolita” juega el bagaje personal de Nabokov, su exilio y sus relaciones de amor-odio con su país de adopción, los Estados Unidos, cuya vulgaridad de superficies brillantes no ocultaba sino un perverso espíritu depredador. Hoy en día, quizá, cabría imaginar la situación de la novela en una clave más realista e incómoda: Lolita como hija de inmigrantes africanos y sudamericanos, torturando con su sex appeal precoz del Tercer Mundo a un occidental frustrado y virgen. Me apuesto a que esta versión sí complacería al bueno de Michel.

Aun así, como la mayoría de obras supuestamente provocadoras en el pasado, la adaptación por Kubrick de “Lolita” resulta hoy un modelo de elegancia y discreción. El lujo visual de la fotografía, a veces propio de los años dorados de la Metro, podría ser visto como una manera de hacer más tolerable, de domesticar, un argumento incómodo, pero también puede ser visto como una distancia irónica, un juego con los códigos del cine de siempre, toda vez que, según ha pensado siempre un servidor, los límites del clasicismo no son sólo estéticos sino también temáticos. Aunque estuviera rodada con la cámara invisible de Howard Hawks y todos los estilemas del viejo Hollywood, una película sobre, por ejemplo, un triángulo bisexual entre dos hombres y una mujer no podrìa ser nunca cine clásico, por no existir testimonios de cómo unos John Ford u Orson Welles habrían abordado el tema. Los autores del underground quisieron hacer borrón y cuenta nueva y romper a golpes de cutrez deliberada, haciendo daño a la vista como Paul Morrissey o John Waters. Kubrick no quiere jugar en esa liga, prefiere hacer un cine comercial con su pequeño poso subversivo, degradar sutilmente a viejas estrellas como James Mason o Shelley Winters, hacer un melodrama de moralidad equívoca. Se abre pues uno de los debates enternos sobre el director: ¿qué es más importante, su aspecto comercial y calculador o su componente innovador y subversivo? ¿Cómo definiríamos mejor al calvo Maurice: como filósofo ajedrecista, o como estrella del ring en “Pressing Catch”?

Junto con el tono irónico, irreverente y cruel que hace su gran entrada en la filmografía de Kubrick, también se inicia otra de sus características más fascinantes desde un punto de vista estético: su perfeccionismo en la falsedad, su esfuerzo minucioso en recrear desde lo artificial escenarios y lugares que hubiese sido más sencillo buscar en la realidad pero carecerían de ese aureola casi onírica que sólo puede conseguirse en estudio. Gran parte del placer experimentado al ver el Vietnam de “La chaqueta metálica” o las calles de Nueva York de “Eyes wide shut” consiste en saber que se trata de reconstrucciones creadas en la lejana Inglaterra, y que paradójicamente parecen más reales que lo real. Tal vez fuese el trabajo en “Espartaco”, la revelación del potencial de un gran estudio, lo que convirtiese a un joven fotógrafo de vocación casi “vérité”, en un artista “artificial por naturaleza”, como Maurice Ravel.

Pese a su ambiente estadounidense, siempre he visto en “Lolita” una película inglesa, desde esa imagen inicial con el coche cruzando la niebla. Hay mucho más de perversidad y cinismo europeos que de idealismo americano, y se quiere establecer desde bien pronto un sentido de juego diabólico, de partida de ajedrez, de estrategia que atrapa a peones inocentes. El juego ajedrecístico de Humbert con la señora Haze, durante el cual llega Lolita para dar las buenas noches, revela su concepto de sí mismo como maquiavélico seductor, pero, como el plano rodado entre bastidores de la obra teatral señalará después, el maduro profesor se revelará como el más inocente y el más manipulado.

Inocencia y manipulación puestas de manifiesto mediante el que es para mí uno de los aspectos más discutibles y menos creíbles de la historia, a saber, la manera en que Peter Sellers, como el dramaturgo Clare Quilty, logra influenciar sus pensamientos y acciones. Uno ha de confesar ante todo formar parte de la minoría de seres humanos a quienes Sellers, aun reconociendo su talento, no provoca excesiva diversión, pero aun así me sigue costando, en visionados repetidos, que un hombre supuestamente cultivado e inteligente como el profesor Humbert considere creíbles las obvias bufonadas de su antagonista como caricatura de la hipercortesía estadounidense o la psiquiatría germánica. Tales excesos histriónicos, tales salidas de tono, excusas para integrar una capacidad camaleónica muy apreciada por los espectadores, cuadran a la perfección en un contexto de farsa desenfrenada como el de la posterior “Teléfono rojo”, pero chocan con la minuciosa reconstrucción de la vulgaridad residencial suburbana, de la cultura popular de los 50. El hecho de que Quilty, como agente de una cultura trivial y hedonista, como influencia ubicua que planea siempre en derredor acompañado por una enigmática mujer morena, sea visto como el verdadero villano y corruptor de la juventud, como el representante de una decadencia de la cultura occidental comparable a la del Imperio Romano (la referencia a “Espartaco” siendo algo más que una burla rencorosa), sea una figura en gran medida simbólica, inspira esta salida de la verosimilitud, pero el resultado, para quien esto escribe contraproducente, es que nunca se deja de ver a Peter Sellers, el actor o el personaje público, más que a un personaje de ficción o una idea.

Pero aunque el método para ejecutar la sátira cojee un poco, sus ideas de fondo no tienen desperdicio. En otro ejemplo de contraste musical, la partitura de Nelson Riddle, con sus aires de concierto de piano hiperromántico al estilo de Rachmaninov, evocaría la seriedad impostada de un amor loco a la europea, lleno de gestos grandiosos de sacrificio e insensatez, mientras que el tema de “Lolita” de Bob Harris sería la trivialidad divertida del pop de los 50, a medio camino entre el incipiente rock y el jazz lounge, emblema de una visión más hedonista, más kleenex, de las relaciones humanas y del sexo. La gran paradoja de que sea Lolita la que seduzca a Humbert y no viceversa, mediante el misterioso “juego” que le había enseñado Charlie, que no le importe jugar a las espaldas de su protector con otro hombre maduro, Quilty, y que finalmente acepte sin quejas su destino como ama de casa suburbana, parece ejemplificar, firmar el acta de defunción, de toda una concepción del amor y los sentimientos.

Este sentimiento de la caída de una civilización aparece en toda su nitidez durante el final de la historia, que Kubrick, en aras del impacto, convierte en secuencia inicial. El palacete dieciochesco donde Quilty y sus amigos celebran orgías al mejor estilo de “La dolce vita” podría ser también un refugio de los últimos supervivientes de la humanidad. Sin orden ni concierto, se amontonan las obras de arte, los instrumentos musicales, el bagaje de dos siglos de cultura occidental. Fuera de allí sólo parecen quedar los hoteles de carretera, los restaurantes de comida rápida, las urbanizaciones, todas iguales, que producen en serie Lolitas que se convertirán en señoras Haze, que se casarán para tener Lolitas que se convertirán en nuevas versiones de su madre, y así hasta el infinito. El viejo mundo sólo subsiste en manos de los depredadores, de ahí que el ajuste de cuentas final, pistola en mano, tenga algo de apocalíptico, de gesto desesperado al final de los tiempos. Las balas atraviesan el bello retrato de una mujer tras el que se parapetó Quilty, como también se asesinó ese ideal de la inocencia y la pureza en el que, a estas alturas, sólo un ingenuo con la cabeza llena de pájaros, como Humbert, podía seguir creyendo.

domingo, 20 de julio de 2008

La dulce muerte del mártir


Siempre me ha llamado la atención el lugar común de que “Espartaco” supone una excepción en el conjunto del peplum estadounidense por su carencia de elementos religiosos, cuando para mí el objetivo del ego de Kirk Douglas está claro: erigirse en un precursor de Jesucristo, en una suerte de sustituto seglar que compartiría con él sus elementos más duraderos, atractivos y contemporáneos: su sentido de la justicia social, en sintonía con las utopías políticas del siglo XX, y su muerte inigualablemente dramática desde una óptica “show business”. Douglas, rechazado para el papel protagonista de “Ben-Hur”, se vengó produciendo una respuesta al film de Wyler donde se reservaba, no ya el papel de un comparsa en la Pasión, sino el equivalente, dentro de otro contexto, al del hijo de Dios.

Dax, el coronel de “Senderos de gloria”, era ya un infatigable defensor de la justicia, pero le faltaba ser un mártir de sus ideales. Si Kubrick supo ser tan persuasivo, tan impactante, en retratar la injusta ejecución de tres inocentes, con más razón podría serlo contando la desesperada revuelta de los gladiadores y su brutal represión, toda vez que además, al contrario que el realizador que comenzó la película, Anthony Mann, estaba todavía al comienzo de su carrera y sería, teóricamente, más flexible a los caprichos de una estrella.

Parece ser que no fue este el caso, pero de todas maneras “Espartaco” es una evidentísima muestra de lo que pudo ser Kubrick integrado en el sistema de Hollywood. Aunque los detractores de su última etapa pretendan lo contrario, lo cierto es que las películas tempranas del cineasta lo mostraban ya como un innovador, lo que en EEUU se denomina un “maverick”, poco convencional, atrevido y con una fuerte impronta artística, como una especie de Aronofsky o Nolan de la época. Integrarse al sistema, lo que hoy es firmar un “blockbuster” de superhéroes, entonces era firmar un gran espectáculo épico de romanos. Es posible que a Kubrick se le reconozca poco en esta película, pero la paradoja no tiene diesperdicio: bajando la cabeza y siendo relativamente dócil, lo que hacía Stanley era poco más o menos lo mismo que intentó sin éxito Espartaco: lograr su libertad, a base de ganar un puesto preeminente en la industria que le permitiera independizarse como productor y director.

De ahí que “Espartaco”, como por otro lado casi la mayoría del cine, que a fin de cuentas, lo quieran los cahieristas o no, es un arte colaborativo, resulte compleja de analizar en clave autoral. Uno se da cuenta de que, a la hora de buscar una línea definitoria de las tres horas de espectáculo, el concepto de Espartaco como Cristo es tan válido como cualquier otro; el guión de Trumbo parece sugerir que es precisamente la rebelión de los gladaidores la que permitió consolidar la autoridad dictatorial dentro del Imperio; el papel icónico de los desheredados que acompañan la comitiva de esclavos, a quienes identificamos repetidamente en apariciones sin diálogo, parece querer introducir un canto levemente izquierdista al tesón y la esperanza de la gente común, pero por otro lado la necesidad de dotar a los eminentes Olivier o Laughton de brillantes parlamentos traiciona una fascinación por el poder de la palabra, por ese arte de los demagogos cuya víctima termina siendo esa misma gente común.

Kubrick, mientras tanto, aprende a manejar grandes medios. No hay demasiadas constantes de los anteriores films que se repitan en este: el blanco y negro contrastado, herencia documental del trabajo fotográfico para Look, se ve sustituida por el suntuoso color de Russell Metty. Kubrick tardará todavía bastante en rodar una película en color por decisión propia, quizá por pensar, con razón, que las imágenes en blanco y negro ofrecían mayores posibilidades de estilización. Incluso la música lo evidencia: Gerald Fried, especie de superviviente postromántico, adaptaba sus habilidades a un cierto modernismo. Si los ritmos predominantes en “Atraco perfecto” eran una suerte de marcha militar del destino, en “Senderos”, la marcha militar se reducía a una percusión desnuda y lúgubre, una “Ionización” de Varèse como podía haber sido compuesta en el siglo XIX. En cambio, la música de Alex North, con su eclecticismo que se pasea de Copland o Bernstein a Prokofiev o el jazz, pasando por amagos de un politonalismo translúcido que no habrían desentonado en el “Satiricón” de Fellini, es Technicolor y pantalla de Cinemascope desde el primer compás, con todo lo que tiene de emocionante sentido del espectáculo y de uniformización y convencionalización de la mirada hacia el pasado, un concepto aplicable a todo el metraje. No es raro, desde este punto de vista, que Kubrick actuase con rencor atrasado de autor al descartar para “2001” la partitura que el mismo North ya tenía a punto.

Los intentos de reproducir los encuadres simétricos de las obras anteriores tropiezan con el formato de pantalla ancha, que no parecía gustar demasiado a Kubrick ya que sólo volvió a aplicarlo en “2001”, y supuestamente porque el Cinerama era una de las grandes atracciones comerciales de aquel momento. Por poner sólo un ejemplo, el inicio de la pelea de Espartaco con el esclavo etíope Draba, ante Craso y sus acompañantes, coloca las figuras en puntos equidistantes de la pantalla, pero las necesidades de las secuencias de acción, de los grandes movimientos de masas, hacen difícil el control riguroso de las líneas que sí posibilitan los medios limitados. Otro tanto sucede con los travellings frontales de seguimiento, precursores del steadycam, que parecían ajenos al estilo de una película que estaba destinada en principio a un grande del clasicismo como Anthony Mann. La única pequeña revancha plástica de Kubrick fue mejorar el paseo de la cámara por los cadáveres de “Atraco perfecto”, como manera de comunicar la derrota del ejército rebelde a manos de las legiones (solución narrativa posible, uno sospecha, por la reticencia de Douglas a incluir escenas en las que es superado y derrotado en el combate).

Pero en definitiva el cometido de Kubrick no es tomar decisiones determinantes sino posibilitar que se produzca el peliculón , con sus puntos más altos (el entrenamiento de los gladiadores, la batalla final, cualquier intervención de ese infravalorado genio de la comedia que es Peter Ustinov) y más bajos (esas escenas de amor entre Espartaco y Varinia, que resultan aún más acarameladas en contraste con las pretensiones de realismo brutal en otras secuencias). Anthony Mann habría logrado otra gran película, tal vez más conseguida como puesta en escena que la de Kubrick, a la par que impregnada de esa aura de misterio psicológico que hace de “El hombre de Laramie” o “El hombre del Oeste” algo más que simples historias de vaqueros. Nuestra impresión es que Kubrick habría sido un gran realizador de Hollywood, pero no habría llamado la atención como quería, no habría satisfecho ese ego exhibicionista que, no lo olvidemos, es obligatorio para todo artista moderno que se precie. Es verdad que, para los que sabemos mirar, Anthony Mann quizá sea un artista igual de grande, pero la cultura contemporánea mira con mayor simpatía al francotirador solitario que al jugador de equipo. La constancia egocéntrica de Kubrick, su periplo contracorriente, su construcción genialoide de un universo privado, poseen mayor atractivo para el espectador aislado, alienado, frustrado por no alcanzar la mayoría de sus ambiciones, que el éxito de Mann al integrarse en las intrigas palaciegas de Hollywood, posibilitador de recompensas como casarse con Sarita Montiel. Ya veis cómo estos tontos mecanismos de identificación funcionan igual de bien dentro de la ficción de la pantalla que en el establecimiento del canon básico de directores.

sábado, 19 de julio de 2008

Galones manchados de sangre


El cambio de filosofía de “Atraco perfecto” a “Senderos de gloria” podría simbolizarse en los diferentes roles en ambas películas de ese actor de absoluto culto para mí que es Timothy Carey. Carey, dotado de un físico peculiar y en las antípodas de lo que se considera “un buen intérprete” (de hecho muchas personas preguntaban por entonces a Kubrick sus razones para llamar a un actor “tan malo”) prestó su increíble mueca torcida al encargado de abatir al caballo “Red Lightning” en plena carrera: un hombre que ama a su perro pero mata a un caballo, y cuya manera de deshacerse del veterano de guerra negro (Kubrick acierta donde, según Spike Lee, falla Eastwood) da a la película su momento de comentario social, un testimonio de las tensiones raciales poco frecuente en el cine americano de entonces y que en cierta manera continúa el subtexto de “Killer’s kiss”, con la repulsión física que el jamaicano Silvera despertaba en la heroína.

En cambio, el recluta Ferol que interpreta Carey en la película sobre la I Guerra Mundial sorprende sobre todo por su cambio inesperado de dirección: quien parecía un tipo duro y perdonavidas surgido de la chusma, que aplasta de un manotazo a una cucaracha para que no sobreviva a Ralph Meeker, se hunde completamente desde que conoce la sentencia de muerte dictada contra ellos por cobardía, y pasará el resto de la historia en un paroxismo de lágrimas y lamentos que quizá llamen más la atención por venir de un hombre cuyo aspecto físico no parece amparar un corazón frágil. Ignoro si se trata o no de una gran interpretación, pero desde luego es efectiva, dentro de un espíritu de huida de las convenciones que seguramente adopta Kubrick para atenuar en cierta manera el carácter humanista de la historia que adapta, imbuida de una moralidad íntegra que choca un tanto con el acercamiento más cínico de las películas anteriores (y posteriores).

(Antes de seguir, no querría dejar el tema de Timothy Carey sin recordar mis ganas de localizar algún día su película como intérprete y director, “The world’s greatest sinner”, memorable por su argumento, la historia de un predicador rocanrolero, y por encomendar la música a un jovenzuelo con pretensiones, un tal Frank Zappa, que coprotagonizó nuestra entrada de hace un par de días. Es una pena que sea mucho más fácil ver las colaboraciones de Carey con John Cassavetes, donde ya salía vejete y dando algo de pena).

Otro ejemplo de esta manera de introducir sorpresas en el drama sería el momento de gloria absoluto de Joe Turkel, muy por delante de “Blade runner”, que es su confrontación con el sacerdote, a quien asesta un fuerte puñetazo, y su destino final ante el pelotón de fusilamiento, enfermo y semi-catatónico, atado a la camilla, pero consciente gracias a la bofetada que se le da para espabilarlo. El dramatismo inolvidable de esta secuencia clímax se basa en gran parte en los interminables travellings hacia el lugar de la ejecución, que arrastran sin remisión hacia la tragedia, esos travellings que alguien como Howard Hawks jamás habría utilizado pero que se convierten definitivamente, en esta película, en una de las marcas de estilo del amigo Stanley.

Kubrick siempre afirmó sentirse muy inspirado por la cámara fluida de Max Ophüls, cineasta a mi juicio injustamente semiolvidado hoy en día: por poner sólo un ejemplo, la cámara arrojada desde lo alto en “La naranja mecánica” ya podía verse en “El placer” de Ophüls. Esta idea de una puesta en escena suntuosa, a menudo en decorados lujosos y palaciegos, parece encontrar su eco en las secuencias ambientadas en la residencia del Estado Mayor. Por primera vez en Kubrick, vemos un decorado de esplendor dieciochesco como metáfora de los logros de la civilización, subtema continuado en “Lolita”, “La naranja mecánica”, “2001”, por supuesto “Barry Lyndon” y en cierto modo “Eyes wide shut”, que en su secuencia de la orgía parece indagar en el lado oculto de esta nostalgia por las pompas del pasado. Incluso los valses de la familia Strauss parecen cumplir una función análoga a la de “2001”, como banda sonora de una civilización confortable y autosatisfecha, durante la secuencia del baile. Donde, por cierto, la panorámica sobre las parejas recuerda mucho a la escena de “Killer’s kiss” donde la chica va hacia el despacho del jefe en busca de su último cheque. Es el tipo de contrastes y asociaciones de significado que sólo se captan al revisar filmografías completas todas seguidas.

Una de las claves de la eficacia de “Senderos de gloria” es su caracterización de espacios diferenciados. Las amplias estancias del palacio, amplias y operísticas como el hotel Overlook o el palacete orgiástico de “Eyes wide shut”, contra la claustrofobia de las trincheras o del calabozo donde los condenados aguardan la muerte. Los espacios al aire libre, donde la protección es menor que en ningún otro sitio, como la tierra de nadie, surcada de obuses y ráfagas, o la plaza donde se desarrolla el fusilamiento. La fluidez de la cámara durante el recorrido por las trincheras, ese travelling de seguimiento frontal que se desliza velozmente por el aire (aunque esté lleno de imperfecciones técnicas, como sombras de la cámara o el micro, que hoy en día gente como Ridley Scott querría eliminar por ordenador) crea un sentimiento de realidad, de solidez, de establecimiento de un lugar, que da el mentís a cuantos pretenden que las florituras de realización carecen de función narrativa. Otro tanto podría decirse de las secuencias bélicas, que, como bien sabe Alfonso Cuarón, hacen de la poca fragmentación una garantía de eficacia verosímil.

Lo único que hace desentonar esta película en el conjunto de la filmografía de su director es, como dijimos, su sentido de la indignación, su superioridad moral sobre los rastreros altos mandos que mandan al populacho hacia la muerte, su sentimentalismo contenido pero potente que estalla en la secuencia final con esa canción de la futura señora Kubrick que hace llorar a los endurecidos veteranos por añoranza de sus novias, mujeres, madres o hijas, excluidas por fuerza de esa sórdida pendencia entre machos. Esta secuencia, digna del mejor John Ford en su manera digna y poco subrayada de emocionar con un concepto que es puro azúcar, parecería según unos fuera de lugar en el frío y sabihondo firmante de “2001”, o según otros sería evidencia de todo lo que Kubrick fue perdiendo en el camino hacia la perfección.

Cabría leer la insistencia en temáticas parecidas, con “Dr. Strangelove” o “La chaqueta metálica”, como una manera de ofrecer un punto de vista más cínico y consecuente sobre la locura de los altos mandos o la supervivencia en el frente del hombre común. La figura íntegra del coronel Dax, con el co-financiador Kirk Douglas en los inicios del viaje hacia la santidad ficticia que culminaría en “Espartaco”, no tendría cabida en la Sala de Guerra de “Strangelove”, donde no hay sino congéneres de George Macready o Adolphe Menjou, que sin embargo, emborrachándolos un poco y metiéndolos en la cama con una bella jovencita en bikini, sí podrían aparecer sin problemas entre Peter Sellers o George C. Scott.

De la misma manera, la humanidad latente de los soldados apiñados en las trincheras, atontados por las explosiones y amigos a debatir sobre la mejor manera de morir (y aprovecho aquí para recomendar la lectura de los tebeos sobre la Gran Guerra de ese absoluto grande que es Tardi), reprimida por el miedo hasta la catarsis de la canción cantada por la joven alemana (que por cierto estaba emparentada con Veit Harlan, aquel director al servicio del Reich que pervirtió la novela de Feuchtwanger “El judío Süss” hasta convertirla en el panfleto fílmico antisemita por antonomasia), se muestra como directamente perdida, en aras de la supervivencia, en la posterior “La chaqueta metálica”. No hay más que comparar ambas secuencias finales, de una afinidad temática sorprendente, para comprobar la evolución de Kubrick desde un idealismo ingenuo, que a veces me parece la esencia de los grandes clásicos, hasta una ironía macabra y crepuscular sin miedo a insinuar que los grandes clásicos son todos mentira.

El loro que gritó "Muere, puta"


Para su siguiente proyecto, Kubrick sube la apuesta a todos los niveles, configurando no ya una modesta tarjeta de visita, sino una película independiente para deslumbrar, del tipo al que aludíamos ayer. Dos detalles nimios sirven para darnos cuenta casi desde el inicio. Por un lado, el mismo título. Mientras que “Killer’s kiss” es un título sensacionalista y comercial, no muy ajustado al argumento (el personaje de Silvera realmente no mata a nadie él mismo, se sobreentiende que es tres cuartas partes hampón, pero no se le puede definir como asesino... a menos que el “Killer” fuese en realidad Davey), en cambio “The Killing” denota astucia desde su doble, o triple, sentido: podría hablar, o bien del asesinato del caballo, o de la matanza final en el apartamento (lo siento mucho, pero me resultaría ridículo llamar “spoiler” al destripe del argumento de una peli que lleva en el mercado 52 años, es como si alguien se escandalizara al oir que la madre de Norman era en realidad Norman), o bien ser un juego con la expresión “make a killing”, que significa lograr una enorme ganancia de una manera súbita.

Otro detalle podríamos verlo comparando las dos partituras del compositor Gerald Fried: mientras en la película anterior se jugaba todo el tiempo con una lánguida melodía romántica, del tipo que Gloria podía bailar con sus parejas de pago, para establecer un vago clima entre ensoñador y sórdido, en “The killing” casi no se abandonan los ritmos marciales, metronómicos, asemejables al tic tac inexorable del reloj pero dotados de una dimensión épica, inexorable, como carrera hacia un destino fatal, como una intersección entre el “Marte” de Holst y los movimientos exteriores de la Sexta Sinfonía de Mahler.

Ese sentido del tiempo es una de las novedades de este tercer film de Kubrick: ya se habían visto otras historias de atracos perfectos, como ese gran arquetipo que es “La jungla de asfalto” de Huston (también con Sterling Hayden: no es casual), o la casi inmediatamente anterior “Rififi” de Jules Dassin, pero ninguna de ellas observaba una acción tan compleja desde tantos puntos de vista, ni se arriesgaba a romper de esa manera el continuo narrativo de la película, volviendo atrás con insistencia y repitiendo la acción principal todas las veces necesarias hasta completar el mosaico del suceso.

Este aspecto de rompecabezas no impidió, no obstante, que se insistiera en el realismo cutre de la obra anterior, pero corregido y aumentado. La relación entre el cajero que incorpora Elisha Cook (esa versión primigenia, pero perdedora, de Jack Nicholson) y su ambiciosa mujer supone una curiosa imagen especular del triángulo de “Killer’s kiss”, y tal vez una lectura más verdadera de la vida: la mujer acepta por dinero las atenciones de un hombre que le repugna pero en realidad es la amante de un joven macarra, contrafigura del boxeador. El policía tiene deudas de juego, el barman una mujer enferma, el protagonista quiere romper con su vida anterior y casarse con una novia sin autoestima alguna, y el contable, Marvin... digamos que podría estar enamorado de Johnny, como parecen atestiguar la proposición que le hace de irse juntos y su borrachera de preocupación en el hipódromo, donde ni siquiera debía estar.Pero en el fondo ninguno podrá escapar del implacable destino, que se ha de cumplir, como implican la voz en off omnisciente (que reaparecerá en “Barry Lyndon”) y la idea de que, al poder separar y revisar los componentes separados de la misma acción en el hipódromo, con lo que estamos tratando es con el universo como una máquina de piezas interrelacionadas, inmutable, de un curso que podemos analizar, desmontar y volver a ensamblar, pero cuyo resultado será idéntico.

Irónicamente, la consecución de este ritmo implacable, de esta construcción narrativa nerviosa, de muy conseguida tensión, implica también un menor formalismo en las imágenes que la película anterior, donde, quizá por lo débil de la anécdota, se buscaba el plano bonito a toda costa. Se reincide en los claroscuros, se comienza la afición por las largas tomas de seguimiento que abarcan casi el decorado entero de los pisos, pero en general el concepto narrativo cobre preeminencia frente al estético, lo que siempre ha motivado que los entusiastas del Hollywood clásico suelan preferir esta película a toda la cadena de obras “de autor” de Kubrick en los 60 y 70, donde la intención de subvertir las relaciones entre estética y narración quedaba bien clara.

Tanto es así, que se suele perdonar uno de los “momentos torpes” por excelencia de la filmografía kubrickiana, como es ese tiroteo en el piso que nunca vemos, emfrascados en un plano de reacción de Elisha Cook, pero que resulta en la muerte de todos los presentes menos él, enfatizada por un travelling sobre los cadáveres que siempre he considerado bastante "serie B". Aunque no tan B como la figura del ajedrecista de impenetrable acento (y reto a cualquiera que no se la sepa de memoria a seguir sin subtítulos su fábula sobre el pintor siberiano) que se desdobla en un fiero practicante de lucha libre, en la mejor tradición de Tor Johnson, que pone en jaque a siete u ocho agentes de la ley. Esa incongruencia entre lo solemne del personaje, su intelectualidad filosófica, y lo desmadrado de su papel en la historia, podría servir como metáfora del fascinante desajuste entre las pretensiones exquisitas de Kubrick y su frecuente manera de ponerlas en práctica de un modo expeditivo, comercial, manipulador, y para algunos risible.

Aunque, para detalle humorístico, no olvidemos el que da título a mi entrada: os juro que, entre los sonidos ininteligibles que emite el loro en la jaula cuando Cook entra moribundo en la casa, no sólo se oye claramente “Watch out” (cuidado), cuando él tropieza, sino, al recibir Sherry el disparo, algo así como “Get it, hooker” (Toma, puta, o, más libremente, muere, puta). Me enternece que un realizador mitificado en años posteriores como una especie de rey del rigor tuviera a bien incluir un detalle tan chorra en una película que se quiere perfecta. Y es que, salvo quizá en las dos últimas, el fantasma de la locura rondó siempre los fotogramas de Kubrick, adueñándose a menudo de ellos. Conviene tener esto en cuenta antes de que las reivindicaciones museísticas y tópicas de su figura terminen por hacérnoslo olvidar.